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| 03/04/2022

Yo te cuidaré

Yo te cuidaré

En el consultorio del doctor Víctor Olivera, además del cuadro con el diploma que acredita su profesión de oftalmólogo, hay otros que hacen mención a su condición de veterano de Malvinas.

Este bonaerense, radicado hace años en nuestra ciudad, tiene en su decir la calma y las pausas de aquellos a los que la vida ha templado en situaciones límite. Va y viene del presente al pasado. La charla puede ir desde cómo le disparaban con los fusiles FAL a los aviones ingleses hasta el bombo al que se le anima en algunas guitarreadas.

Tal vez ese es el ejercicio que realizan muchos malvineros, el de tener que cargar con el dolor de aquellos días y tratar de transitar los actuales. Ellos, que pusieron su pellejo al servicio de la patria, debieron soportar un regreso con falta de reconocimiento y ayuda para reinsertarse en la vida cotidiana.

A los 18 años, cuando se empiezan a desplegar las alas, a ellos les cortaron el vuelo, haciéndolos madurar de golpe, encerrándolos en un avión o un barco para atravesar el mar, dejándolos en un pozo de zorro, con frío y hambre.

La guerra les cambió la vida para siempre, impiadosa y cruel. Muchos lograron recuperar aquellas alas, otros no. Lo que no pudieron las balas y la artillería enemiga lo hizo el abandono que hallaron al regreso.

Víctor logró que esa herida se convierta en cicatriz, que ya no duele. Pero está allí, para recordar lo sucedido. “Todo lo que digas con tu boca será hecho”, hoy Víctor recuerda ese texto bíblico, al que quizás se aferró cuando en la soledad de la turba de las Malvinas, aterrado, con hambre y frío, le rezaba a Dios.

 

“Ingresé a la Escuela de los Servicios para apoyo de Combate General Lemos, el 16 de febrero de 1981, para realizar una carrera de Enfermería, que duraba 2 años. Pero la guerra de Malvinas cambió todo y egresé con tan solo un año de estudio, el 7 de abril de 1982. Fui destinado al Glorioso Regimiento de Infantería 8, General O’Higgins, con asiento en Comodoro Rivadavia. La unidad ya estaba instalada en Malvinas. Llegué a Puerto Argentino el 11 de abril de 1982, alrededor del mediodía. Poco sabía de enfermería y tenía poca instrucción militar."

 "Luego de un día de estadía en Puerto Argentino, nos subieron en un helicóptero y desembarcamos en un lugar llamado Boca Hause, en las proximidades de Darwin. Éramos un grupo de pibes llenos de vida. Por el momento me habían asignado a la 3ra sección de la Compañía de Infantería C del Regimiento 8, a las órdenes de un muy joven oficial, el subteniente Aliaga."

"En ese lugar ya me había instalado con mi grupo, dispuesto a realizar mi posición de combate cuando recibí otra orden superior: debía abandonar ese grupo y trasladarme a otro lugar. Con angustia en mi corazón me despedí de quienes nos habíamos hecho compañeros. Después de la guerra supe lo que les pasó."

"En esa zona donde estaban mis amigos, Goose Green, Boca Hause y Darwin, se libraron batallas muy sangrientas. Muchos fueron intensamente mutilados por los impactos de los proyectiles y otros heridos o muertos. Sufrí mucho cuando lo supe."

"Me trasladaron nuevamente en helicóptero hacia mi destino final: Bahía Zorro, en isla Gran Malvina. Llegué el 13 de abril de 1982 con el resto de la unidad del Regimiento 8. Era un día gris, húmedo y muy frío. Ahí debía desempeñarme como enfermero en la Compañía de Infantería A."

"Primero nos instalamos en una especie de galpón tipo taberna, donde dormíamos con los integrantes de la compañía. Era un lugar que usaban los kelpers para reuniones de distracción y juego. Había dardos, mesa de pool y otras cosas más. Me presentaron a los soldados que estarían a cargo mío. A partir de ese momento comencé mi trabajo de enfermería rudimentaria, mientras construía mi posición en un lugar alejado del pueblo."

"Debajo de la turba malvinera había piedras y lajas, por lo que cavar esa posición era muy difícil, pero lo logramos, junto con un compañero soldado. Mi primera acción fue ayudar a un soldado que se había enterrado la punta de un hierro en una pierna, cavando y haciendo su posición de combate. Lo llevamos al puesto central de enfermería, donde fue revisado por el médico de la unidad. Lo miró con cara de asombro e hizo un gesto con la cabeza, como diciendo: 'Que macana, esto no está bien. Luego, me apartó hacia un costado y me dijo que esa pierna estaba en mal estado, que posiblemente debería amputarla. Yo le pregunté qué otra posibilidad había, mientras miraba a ese casi niño (yo también lo era) que se retorcía de dolor. El médico me dijo que había que cuidarlo día y noche, además de administrarle medicamentos. El peligro era que, estando en el pozo, se le infectara más. 'Hay que tener mucho cuidado porque si la infección le llega a la sangre, se va a morir. Si no responde a los medicamentos es posible una amputación'."

"Por un momento pensé en todo el trabajo que tenía, debía controlar la asistencia de mis compañeros. Ignoraba cuando descansaría. 'Mi teniente primero, yo me voy a hacer cargo del soldado', dije sin dudarlo. El médico me dio las indicaciones: penicilina y analgésicos (como el famoso Aspisan de 500mg), y curaciones muy exhaustivas. Me lo llevé y se quedó a mi lado en el puesto de combate. Debía administrarle inyecciones muy seguidas y darle calmantes, porque le dolía mucho. Lo curaba varias veces al día. Lo cuidaba día y noche, porque volaba de fiebre. Como a mitad de la semana tenía la pierna entre pálida y morada. Estaba tan infectada e hinchada que parecía un globo. Fue al realizarle una de las tantas curaciones que de repente comenzó a salirle una gran cantidad de pus y sangre con las que llenamos casi una pequeña vasija. Su fiebre comenzó a descender y esa noche pudo dormir bien. Al pasar los días su estado iba mejorando y al final, gracias a Dios, su pierna se salvó y no se la amputaron. Pudo volver a su posición de combate y se desempeñó como todos los héroes de Malvinas."

"Los soldados clase 63, Oreste, José Chiaro y Julio César Benetti eran de hierro, inseparables. Día y noche recorrían las posiciones curando heridos y llevando alivio a los necesitados. Eran mis camilleros. Llenos de energía y valientes. Cumplían con honor, ayudando y salvando vidas."

“Terminó la guerra y no nos vimos más. A mí me quedó grabado a fuego aquel soldado y su cara de temor ante la posibilidad de quedar sin una pierna. Nunca más supe de él, hasta que aparecieron las redes sociales. En el año 2017 comencé a buscarlo por todos los medios: primero en Facebook y después a través de contactos de soldados y suboficiales que estuvieron en el Regimiento. No tuve suerte. Siempre que recordaba Malvinas aparecía aquel soldado. Dios sabe que es así. De repente, sin que yo lo haya solicitado, el viernes 5 de junio del 2020 me agregaron a un grupo de WhatsApp de gente que había estado en ese regimiento. El sábado 6 decidí escribir: 'Buen día muchachos, ando buscando a un soldado de la compañía A, al que salvé de que le amputaran la pierna'. Inmediatamente me contestó un exsoldado y me dijo que lo que yo contaba, coincidía con lo que a él le había sucedido. No perdí más tiempo y lo llamé. Era él. Se nos piantaron lagrimones, entre emociones y recuerdos. Comenzamos a sellar una amistad, la que sin saber había nacido hacía 38 años."

"Aquel niño soldado clase 63, se llama David Eloy Abati. No le quedaron secuelas físicas y su pierna funciona a la perfección. Hoy es criador de caballos criollos y vive en Río Cuarto, Córdoba. El soldado David Abati es un verdadero héroe en esta historia, ya que él podría haber pedido ser trasladado al continente, por su enfermedad. Pero decidió quedarse y arriesgar su vida para permanecer junto a sus compañeros y defender a nuestras islas. Ejemplo de valentía y honor”.

Víctor recuerda el día en que llegó de vuelta a casa. Atrás había quedado el viaje como prisionero de guerra, en un barco inglés que los dejó en Puerto Madryn. De allí los trasladaron a Comodoro Rivadavia, desde donde envió un telegrama a su familia. Ese telegrama llegó a Buenos Aires después que él. Entró a su casa y, luego de comprobar la resistencia del corazón de su abuela, que se lo topó en la puerta, fue al patio trasero. Allá al fondo andaba su padre, callado, mirando al cielo, tal vez pidiendo a Dios saber algo de su hijo. Al volverse lo vio. Lo abrazó con fuerzas, palpándolo palmo a palmo, no creyendo que no tuviera heridas, comprobando que estuviera ahí, sano y salvo. Esa noche asó al horno el pollo más gordo del gallinero, para recibir al hijo.

Al comprobar que no había acompañamiento económico ni laboral como veterano, Víctor decidió terminar el secundario y abrazar en Córdoba la carrera de oftalmología. El temple malvinero fue puesto a prueba, trabajando de noche en el Mercado Central para tener los días libres y poder cursar y estudiar, durmiendo lo que se podía.

 Atrás quedaba el recuerdo de aquel 1° de mayo del 82, en que se topó cara a cara con la guerra. Con un compañero bajaban del puesto al rancho, a buscar comida, cuando sintieron temblar la tierra por el tableteo de las balas que brotaban de la ametralladora de un avión inglés que volaba a ras del suelo, arrasando el campamento, destruyendo la barca que tenían anclada, aislándolos.

Víctor Alejandro Olivera, aquel cabo en comisión enfermero, hoy está casado con una suiza llamada Valeria, la que, a su lado, lo instó a salir de los silencios y mostrar su historia, que él se empeñaba en mantener en silencio. El oftalmólogo que nos ayuda a ver, nada menos.

Juntos lo lograron, por eso unieron sus sangres en una hija a la que llamaron Victoria. Como las olas del Atlántico Sur le vendrán en algunos remansos de estos días, postales de entonces.

El hervor de la lata cocinando un pedazo de cordero, que les daba esa sopa de grasa, único alimento por días. Y también el dolor vuelto llanto, cuando ya prisionero, vio bajar la bandera celeste y blanca para ser reemplazada por la inglesa.

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