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| 06/03/2022

El cuento de la abuela

El cuento de la abuela

El aire del consultorio estaba impregnado del aroma a limón que emanaba del hornillo que Sol encendía cada mañana. Ese jueves la agenda estaba algo aliviada, según le hizo saber la secretaria de la clínica cuando pasó por la recepción. Despidió a la paciente a la que había terminado de atender, tomó el teléfono y le pidió a la recepcionista que le diera cinco minutos antes de anunciar al siguiente. Se quedó en silencio, jugando con la lapicera entre sus dedos, pensando en los momentos amargos de su profesión.

A quien se había marchado hacia un instante, debió confirmarle un diagnóstico sombrío y una intervención quirúrgica de riesgo. Lo hizo con palabras pausadas, sabiendo de la angustia que embargaba a esa mujer que la miraba cargada de temores. Sol amaba la medicina, la que ejercía desde hace más de diez años, pero esos momentos le dejaban un sabor amargo, difícil de digerir.

Alguien que tocó a la puerta la sacó de sus pensamientos. Antes de decirle que pase, miró la agenda que estaba sobre el escritorio, a su derecha. Era jueves, día en que inevitablemente iba a casa de su abuela, al salir del consultorio. Le endulzó el pensamiento recordarlo. Era su remanso, ese oasis en el mundo que solo abandonó los años en que se marchó a la universidad.

Desde siempre, desde que tenía memoria, la casa de la abuela era el mejor plan. No sabía si era su primera o segunda casa, pero ir allí era el lugar del afecto diferente. Un universo donde el tiempo transcurría de otra manera.

Los jueves a la tarde había un cielo limpio en su agenda. Lo dedicaban a estar juntas, además de fines de semana compartidos con el resto de la familia. Ese día era para disfrutar a la abuela Sabrina para ella sola, así lo había decidido desde que volvió después de estudiar y recibirse. Salían de compras o simplemente se sentaban a tomar el té, ver una película, leer alguna cosa y todo lo que aportara a ese encuentro deseado, reteniendo al tiempo para que no se vaya y discurra lento.

 

Al salir de la clínica miró la hora, eran las tres de la tarde, seguramente Sabrina todavía dormiría su siesta. El día estaba gris, desganado, algo fresco. Seguramente se quedarían en casa. Manejó lentamente, dejando que la borrasca de la mañana vaya cediendo, que ese mar tempestuoso del consultorio torne calmo y plácido. Casi sin querer se dio cuenta de que estaba haciendo con el auto el mismo recorrido que hacía al salir del colegio para ir a visitarla. Recordó las tardes de los lunes, en La Plata, cuando invariablemente llegaba la encomienda donde en algún rincón de la caja, estaban la pastafrola o alguna otra cosa dulce y las cartas de la abuela, esas que guardaba y que cada tanto releía.

Antes de entrar a la casa se detuvo un instante en el jardín. El otoño estaba instalado en él, pero el recuerdo de Sol volvió a inundarlo de colores. Se vio niña, jugando, mientras su abuela acariciaba las plantas, sacaba la maleza que las rodeaba y cortaba algunas flores para adornar el florero de la mesa.

La casa era pequeña, modesta, de maderas prolijamente pintadas. Olga le abrió la puerta. Era la señora que acompañaba a Sabrina cada día. Sol se quedó un instante mirando a su abuela, que no la había sentido llegar. Estaba en la cocina, dando los últimos retoques a alguna exquisitez con la que la esperaba. La vio con gestos lentos, pausados. Por un momento pensó en que el amor era así, como esos gestos. Vio las manos de Sabrina como mariposas sobrevolando el cielo de la cocina. Cuando Sabrina vio a su nieta recostada en el marco de la puerta, abrió una sonrisa cargada de dulzura y dejó que la eterna niña se pierda entre sus brazos.

Después de tomar el té, se sentaron en la sala, junto al ventanal. Sabrina en su sillón y Sol en un almohadón inmenso, a los pies de su abuela. Allí estaban las dos, tejiendo amores y sentires, contándose cosas.

El gris de la tarde decidió dejar caer la lluvia, que comenzó a repicar en el techo, invitando a la nostalgia. Sol le pidió si recordaba algún cuento, de esos que solía contarle en tardes parecidas. Siempre la abuela tenía algo para contar, pintando universos en la mente de esa niña que la escuchaba deslumbrada: historias de su vida y también (lo supo de grande) inventadas.

La médica, la del consultorio y los diagnósticos difíciles y dolorosos, apoyó la cara en el regazo de su abuela escuchando un cuento más, sintiendo la mano suave deslizándose en sus cabellos, derramando cada palabra como la lluvia de esa tarde de otoño, percibiendo como crecía en su alma esa sensación familiar, que se abrazaba con la que llegaba desde el recuerdo, intacta, esa a la que solía recurrir a la distancia, cuando la soledad del departamento en La Plata invitaba a regresar, a refugiarse en ese nido que eran las caricias de la abuela. Sol se quedó dormida. Cuando despertó, levantó su cara y vio la de Sabrina, que la miraba con esa infinita ternura con la que solo miran las abuelas.

Ya caía la tarde cuando se despidieron en la puerta. La joven subió a su auto y vio a su abuela saludarla desde la ventana, cerrando ese encuentro íntimo que tan felices las hacía a ambas. Esa noche, antes del sueño, Sol pensó en ese tesoro que le regalaba la vida: los cuentos de la abuela.

Esa mujer de sedosos cabellos blancos que derramaba la copa de sus recuerdos y vivencias, a veces fabulando, para llevarla de fiesta por el mundo de los sueños. Pensó en esas palabras de abuelas y abuelos que esperan dormidas a que sus nietos vayan a beber de ellas, dejando de lado dispositivos y pantallas donde todo está resuelto, donde la fantasía sucumbe y las palabras no hallan eco, escuetas, resumidas y veloces. A la mañana siguiente la doctora llegó a la clínica, saludó a la recepcionista y entró a su consultorio. Antes de abrir la puerta para que ingrese su primer paciente, dio un beso a un retrato que tenía sobre el escritorio y pensó en el próximo jueves, cuando le pida a la tarde que no se vaya, que se demore en los cuentos de la abuela.     

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