EMOCIONES ENCONTRADAS

| 25/02/2022

Un juez de a caballo

Un juez de a caballo

Ariel vio el mar y le pidió a “Tito” Martínez que detenga el auto. Se quitó la ropa y corrió a zambullirse, a sentir que nadaba en la libertad. Que el rugido de las olas era el de su espíritu, ese que salía a flor de piel luego del encierro. Habían quedado atrás casi dos años de detención, angustia y torturas en el penal de Rawson, donde fue cautivo durante la dictadura, en 1976.

Una charla en la matera de “su” lugar en el mundo, ese pedazo de tierra llamado El Gauchito Gil, y un recorrido por su vida, tan cristalina como el agua de la vertiente cercana. Ariel Asuad deja salir de su boca cada palabra, elaborada, pausada, cargada de sabiduría para donde rumbee la charla: chamamé, caballos, historia, literatura, derecho y lo que demande el encuentro. Este Mercedeño, llegado a Bariloche apenas con 24 años, para comenzar a abrir huellas en la justicia laboral, formando los primeros sindicatos, pagó “por su cuero” el atrevimiento de dignificar a los trabajadores, ley en mano. Una mañana de 1976, le indicaron que se presente en los cuarteles. Allá fue, cargando algunas cosas en su bolso, sabiendo que iba a ser detenido y que se avecinaban tiempos difíciles. Entraba en un túnel del que no sabía si volvería a ver la luz. Dejaba aquí a Zulema, su incondicional compañera, con una hija pequeña. También quedaba una historia de militancia y sueños que el totalitarismo se llevaba por delante. Ese joven “duro de boca”, al que amenazas y aprietes no lograban doblegar, el que renunció a su banca de legislador provincial, con apenas 27 años, al ver cosas que lamentablemente aún hoy no han cambiado. “¿Así que usted es Asuad?”, le dijo el coronel que lo detuvo, asombrado por la talla pequeña de ese mentado correntino. Tal vez lo imaginaba un gigante, por los dignos y nobles antecedentes por los que lo estaban privando de su libertad. Fue trasladado a Neuquén y, luego, amarrado por las esposas a las patas del asiento de un avión, a Rawson. Por eso, dos años después, “Tito” Martinez, un agradecido secretario general del gremio de los taxistas, cruzó la Patagonia desde la cordillera al mar, para ir a buscarlo a Puerto Madryn, donde fue liberado.


 

A sus ochenta años, Ariel aceptó el convite de su hijo Demian y se le animó al lomo de un caballo, para revivir el cruce de los Andes del gran San Martín, por el Paso de Los Patos, constituyéndose en el viajero de mayor edad en haberlo hecho. Una travesía cargada de emociones, no solo por su admiración a aquella gesta, por ser un sanmartiniano de ley, sino también por darse el gusto de compartir travesía y cuidados de un orgulloso hijo, el que le hiciera ese regalo, cumpliendo el deseo de su padre, sabiendo que añoraba poder realizar la travesía.


“Tenía mis dudas. No montaba hace cuatro años. Fuimos en vehículo hasta Las Hornillas (San Juan), allí comenzó la cabalgata. Los Andes centrales son impresionantes. Los ojos y el corazón iban cambiando. Cada jornada era una larga fila por caminos angostos, trepando la altura. Difícil e impresionante. Lo rudo y peligroso era derrotado por la alegría”, dice Ariel, sentado junto a la cocina a leña, mientras espera que se caliente el agua para iniciar una larga mateada. Me cuenta de los desfiladeros por donde transitó el celoso tranco del caballo que montaba, de los corrales que aún siguen allí, aquellos que levantaron piedra sobre piedra los soldados al mando de Estanislao Soler y del mismo San Martín y que aún están intactos. Del deslumbramiento de ver esos valles en la alta montaña, donde 5000 mulas y 3000 caballos pastaban entonces, reponiendo fuerzas, para reiniciar el cruce al mando del gran don José.



“La magnificencia del entorno nos mantenía callados, ensimismados, cada uno en su sentir. De vez en cuando brotaba de algún lugar de la caravana un “Viva la Patria”, que nos abrazaba el alma. Nos sentíamos parte de aquel ejército. Una emoción indescriptible sabiéndome allí, arriba de los andes, en ese templo, viendo los ríos serpenteantes, las colosales piedras, custodiados por el imponente Aconcagua. Llegar a destino, abrazarnos y cantar el himno, con un nudo en la garganta, con los ojos humedecidos y la piel erizada”. Subiendo y bajando del caballo y durmiendo en carpa, este correntino asombró a todos, desde sus jóvenes ochenta años. Claro, ¡nunca afloja un correntino!, le diría la sangre, sabiendo que en ese cuerpo habita desde siempre un jinete. Hace años ya, un día emprendió viaje para unir Bariloche con Valcheta, pueblo al que llegó su abuelo desde El Líbano, que está enterrado allí y en cuyo homenaje decidió aquella cabalgata.

Este querido vecino dejó su impronta en la cámara laboral durante alrededor de treinta años de ejercicio de la magistratura, siempre velando por los trabajadores y sus derechos. Entre mates, recreamos aquella anécdota cuando siendo presidente de un tribunal, vio sentado a un nervioso obrero paraguayo, al que, en buen guaraní, Ariel lo invitó a despacharse a gusto, sabiendo que en ese hombre trajeado iba a encontrar un remanso para sus temores y así animarse a declarar. Es que la cultura guaranítica aflora en sus decires y en su guitarra, cuando la nostalgia reclama un chamancito canguí. Ariel calla por un momento, deja ir sus ojos por la ventana, perdidos en el paisaje del día gris, cruzado por una fina garua, mientras Ñaró, su perro fiel, se empeña en hacerle imposible la vida a un gato oculto en la leñera. Un recogido silencio para recordar a Zulema, su compañera de cincuenta años, que ya no está, con quien transitó lo que la vida les presentaba, siempre juntos. Con ella construyeron ese remanso de paz al que llamaron El Gauchito Gil, donde Ariel pasa sus días, recibiendo a hijos, nietos y amigos, rodeado de sus caballos y florecido en recuerdos de una vida transparente. Señor Juez, ha escuchado por años en despachos y pasillos de tribunales. Hoy exjuez, pero sigue siendo Un Señor.

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