EMOCIONES ENCONTRADAS

| 19/02/2022

Fonda La Esperanza

Fonda La Esperanza
Imagen ilustrativa
Imagen ilustrativa

Aquella casa estaba ubicada en el final del pueblo, sobre una pequeña loma, construida como si alguna vez allí hicieran esquina dos calles, como sucedió años más tarde. Allá por el 20, Cirilo Correa levantó esa casa con la intención de destinarla a alojamiento y fonda, para los carreros que llegaban desde la región.

En su momento fue una de las construcciones más grandes, pero para 1930 ya era una más de las que se levantaban en esa Bariloche que crecía sostenidamente.

En la planta baja del edificio se encontraban el comedor, la cocina y el lavadero. En la planta alta, las habitaciones.

Sabina estaba preparando las mesas para el servicio de almuerzo que se ofrecía a huéspedes y también a circunstanciales clientes. Ella y doña Irma, su patrona, se dedicaban a todos los quehaceres del lugar: tender las camas, encerar pisos y atender el comedor.

La cocina estaba a cargo de Lucía, una señora que vivía cerca.

Sabina vivía allí. Dormía en una habitación contigua al lavadero, la que daba al patio trasero de la casa. Estaba en ese momento que más disfrutaba, cuando el silencio se apoderaba del salón, con el monótono repique del reloj de la pared, derramando el tiempo, mientras el aroma que salía de las ollas de la cocina ganaba el aire de toda la casa. Repasaba los platos y cubiertos con suavidad, para luego depositarlos sobre el mantel blanco, bordado con mariposas y flores. Cada tanto se detenía y miraba por la ventana.

El otoño ya rondaba e iba pintando de amarillo los álamos que rodeaban a la casa. Allá atrás se veían las montañas, con un pequeño poncho de nieve que había dejado los días pasados. Sabina no se cansaba de mirar ese paisaje tan distinto al de Maquinchao, desde donde había llegado hacía casi un año.

La sacó de su silencio doña Irma, quien entró al comedor para pedirle agregar una mesa más, la que ocuparían unos huéspedes recién llegados. Su patrona era una de las pocas personas con las que cambiaba algunas palabras, más allá de las que requería la tarea.

Irma era una mujer bondadosa. Viuda hacía un par de años, llevaba adelante la fonda con mucho esfuerzo. No habían tenido hijos, su plan era, en algunos años, vender la propiedad y regresar a Chile, desde donde llegaron con Cirilo.

A la tarde, luego de levantar el servicio y asear el salón, solían quedarse conversando, sentadas en un sillón junto al hogar. Doña Irma bordaba pañuelos, carpetas y manteles. Era su pasatiempo. Sabina solo sabía tejer con lana hilada, lo que había aprendido de su madre allá en el campo. Intentaba practicar sobre un pañuelo los bordados que su patrona le iba enseñando. Esa mujer le inspiraba confianza, de a poco iban intimando. Sabina le contaba retazos de su historia, recogida en sus treinta años de vida. Fue así como le contó que al dejar Maquinchao, antes de llegar a Bariloche, había trabajado en una posta, para el lado de Aguada Guzmán, allí fue donde se conchabó por unos días en una tropa que marchaba hacia el Nahuel Huapi.

Foto de Matías Garay 

Los huéspedes recién llegados eran cinco hombres que se ubicaron en la mesa preparada a último momento. Pese a que se habían higienizado, sus ropas todavía olían al humo de las noches de acampe. Sabina los escuchó hablar en voz alta y reír a carcajadas, contando cosas del camino y planes para ese par de días que estarían allí, antes de emprender el regreso.

En la mesa del rincón estaba sentado Efraín Soto, un muchacho que trabajaba en una herrería que funcionaba en el solar pegado a la fonda. Vivía en un cobertizo dentro del taller. Todos los días almorzaba en La Esperanza, lo cual pagaba picando la leña una o dos veces por semana. Solían intercambiar saludos y alguna que otra palabra con Sabina, a través del cerco.

Ese día, en la fonda se estaba ofreciendo un estofado, cuyos platos eran servidos por doña Irma y Sabina. Cuando la muchacha se acercó a hacerlo a la mesa de los recién llegados, alcanzó a oír a uno de ellos que dijo: “¿Esta muchachita hará algo más, aparte de servir la comida?”, lo que fue festejado por risas y comentarios de sus compañeros. Sabina fingió no escuchar aquello. Esa tarde, luego del servicio, mientras tomaban una taza de té, doña Irma le dijo que a la noche no vendrían a cenar, ya que seguramente se quedarían en alguno de los bares de abajo, en la calle principal, cerca del lago y que al día siguiente los atendería ella. Sabina sintió cierto alivio.

Esa noche se despertó sobresaltada, al escuchar la llegada de aquellos hombres. No necesitó verlos para darse cuenta de que estaban borrachos. Sintió los pasos que torpemente subían la escalera rumbo a las habitaciones. Un instante después, oyó que se abría la puerta de la cocina, la que daba al patio y los pasos de alguien que se acercaba. No alcanzó a trancar la puerta de la habitación, nunca lo hacía, pero intuyendo el peligro lo intentó. No fue posible, la bota de un hombre apoyada contra el marco se lo impidió. Los hechos que se precipitaron a partir de ese momento Sabina pudo hilarlos en el tiempo unos días después. Fueron unos minutos que le parecieron una eternidad. Ese hombre (más tarde se enteró que se llamaba Arancibia) la tomó con vehemencia de los hombros y la empujó hacia atrás, haciéndola caer sobre la cama. La luz de la luna que se filtraba por la ventana le permitió ver aquella figura inmensa que se abalanzaba sobre ella, envuelta en un olor, mezcla de humo de tabaco y alcohol. Era quien había dicho aquello en el almuerzo, lo que tanto la incomodó. No supo qué gritaba, pero lo hacía con la intención de que la oyera doña Irma, que dormía en la otra punta de la propiedad, en una habitación separada por un corredor. Ya cansada de forcejear intentando soltarse, sin fuerzas y a punto de rendirse, giró la cabeza a un costado, evitando el aliento de esa boca que intentaba besarla, avanzando sobre ella. Vio recortada contra las maderas de la pared, la inmensa sombra de un brazo sosteniendo un palo inmenso, que se descargó sobre la humanidad del agresor, para luego tomarlo de sus ropas y echarlo hacia afuera. Era Efraín Soto, que despertó alertado por los ruidos y gritos y saltando la cerca llegó en auxilio de Sabina. Todo el pueblo comentó durante varios días el hecho, que demandó la intervención de Gendarmería y la detención del agresor. Poco tiempo después, Efraín dejó de sentarse solitario a almorzar en el rincón del comedor de La Esperanza. Comenzó a hacerlo en la mesa de la pequeña casa, casi a las afueras del pueblo, donde al llegar de la herrería lo esperaba Sabina.

¿Que opinión tenés sobre esta nota?


Me gusta 0%
No me gusta 0%
Me da tristeza 0%
Me da alegría 0%
Me da bronca 0%
Te puede interesar
Ultimas noticias