El escritor francés Julio Verne anticipó muchas cosas: los viajes a la luna (hasta la forma de regreso a la tierra); los viajes submarinos; los viajes intercontinentales. Además de una gran fantasía y de una calidad literaria atrapante, Verne era un enamorado de la ciencia y el desarrollo tecnológico. Y desde ese punto de partida se animaba a imaginar un futuro como nadie se había atrevido.

Pero lo que no sabíamos es que Verne además vaticinó la posibilidad de que se terminara el combustible y de cómo reemplazarlo. Sí: en la novela La isla misteriosa, de 1874, anticipa el uso del hidrógeno como el elemento que reemplazaría al carbón.

En esta entrega, el francés cuenta las andanzas de un grupo de soldados de la Unión durante la guerra civil norteamericana, huyendo de los Confederados sureños que los habían atrapados. Entre ellos, se cuentan un periodista que iba cubriendo las alternativas del frente para el New York Herald (Gedeón Spillet) y un ingeniero (Ciro Smith).

Los prisioneros logran escapar en globo pero un violento ciclón los aleja de la costa y los deposita sobre una isla ubicada a 11.000 kilómetros de distancia. Una de las obsesiones de Verne pasaba por imaginar cómo podría reconstruirse la civilización en caso de una debacle natural. En un caso, se inclinó por un reinicio de toda la evolución humana hasta llegar de nuevo al punto de partida. En esta novela, prefirió que el ingeniero se encargase de hacer los planes que después iba ejecutando con sus compañeros.

En un momento, nuestro periodista se pregunta qué pasaría cuando se terminara el carbón mineral. Que era la matriz energética dominante de ese momento. En el último tercio del siglo XIX, los trenes y los buques impulsados por carbón eran la quinta esencia del desarrollo industrial de la época.

Gedeón Spillet consultó entonces por cuánto tiempo habría carbón en el mundo. “Al menos por 250 o 300 años”, respondió Smith.  Spillet agregó: “sin carbón no hay máquinas y sin máquinas no hay trenes, ni vapores, ni fábricas, nada de lo que exige el progreso en la vida moderna”. Casi reflejando anticipadamente la angustia de quienes vivimos en la era del petróleo y el gas: ¿qué puede pasar cuando se termine? ¿Con qué generaremos energía.

Agua -, respondió Ciro Smith.
¡Agua! – exclamó Pencroff -. ¡Agua para calentar las calderas de los vapores y de las locomotoras, agua para calentar el agua!
Sí, amigo mío – repuso Ciro Smith -, agua descompuesta sin duda por la electricidad y que llegará a ser entonces una fuerza poderosa y manejable. Todos los grandes descubrimientos, por una ley inexplicable, parece que se encadenan y se completan en el momento oportuno. Sí, amigos míos, creo que el agua se usará un día como combustible, que el hidrógeno y el oxígeno que la constituyen, utilizados aislada y simultáneamente, producirán una fuente de calor y de luz inagotable y de una intensidad mucho mayor que la de la hulla. Un día el pañol de los vapores y el ténder de las locomotoras en vez de carbón se cargarán de esos dos gases comprimidos, que arderán en los hornos con un enorme poder calorífico.

Tenía razón don Julio cuando mencionaba el poder energético del hidrógeno: se estima que es tres veces superior al de las naftas convencionales de hoy, siglo XXI. Acertaba también en que la idea era relativamente sencilla y que a partir de la electricidad (la famosa electrólisis), podría descomponerse la molécula de agua en los átomos de hidrógeno y oxígeno.

Quizá no imaginó la magnitud de la fuente de energía que se necesitaba para hacer aquel proceso a escala; ni las complejidades que depararía el almacenamiento y el transporte del hidrógeno.

Pero acertaba plenamente en algo: que “todos los grandes descubrimientos, por una ley inexplicable, parece que se encadenan y se completan en el momento oportuno”.