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| 31/10/2021

La lavandera

La lavandera
Foto: Facundo Pardo.
Foto: Facundo Pardo.

Gloria se sentó en la misma piedra donde lo hacía desde hacía años, a la orilla del arroyo Ñireco. Era una típica mañana de primavera. Todavía rondaba en el aire el olor de las plantas cuando el sol va levantando el rocío que las cubrió durante la noche. Se quedó un instante con los ojos perdidos en el agua, viendo como golpeaba entre las piedras y rumoreaba bajando hasta el lago. Estuvo un buen rato así, pensando en nada. Miró el fuentón donde llevaba la ropa para lavar. Pensó en que el agua no estaría tan helada como hacía dos días, cuando estaba más fresco y corría viento. Le hubiese gustado ir a lavar cerca del mediodía o a la tarde, cuando estuviera más tibia el agua, pero decidió hacerlo temprano, para aprovechar el sol y tender la ropa en el cordel, a ver si se secaba para la noche. Era el lavado de don Efraín, el dueño de la fonda La Esperanza. Él era el propietario de esa casita, apartada del pueblo, cerca del arroyo, donde Gloria vivía con su hija Estela. Lavaba la ropa y las sábanas y una vez por semana aseaba la casa a modo de alquiler. Ella había llegado a Bariloche hacía cinco años, en aquel otoño del 38, desde Comallo abajo, cuando todavía amamantaba a Estela. Huyó de su casa cansada de la violencia de Eugenio, padre de la criatura. Aquella tarde lo vio salir hacia el lado de la casa de Rogelio, a un par de leguas, desde donde seguramente llegaría a la noche, con una más de sus borracheras. Tenía un plan que venía elaborando desde tiempo atrás y había decidido ponerlo en práctica. Envolvió a la beba en una manta, la que ató alrededor de su cuello y le permitió llevarla en bandolera. Así le resultaría más fácil caminar; lo que estaba a punto de emprender requería agilidad, para alejarse lo más rápido que pudiera antes de que él notara su ausencia. Sabía que ir al oeste la llevaría hasta la huella, allí seguramente a alguien encontraría. Eugenio no notaría su ausencia hasta entrada la noche, cuando regresara y con la borrachera encima no sabría qué rumbo tomar para buscarla, si es que quería hacerlo. A la mañana siguiente esperaba ya estar lejos de ese infierno. La luna llena de la noche jugaba a su favor, iluminando el campo, alargando las sombras de las matas y las piedras de los cerros. Casi en el mismo momento en que vio la silueta de un par de carros, sintió el ladrido de los perros, que acompañaban la tropa. Un hombre que estaba de sereno (más tarde supo que se llamaba Aguirre) la recibió y le dio una taza de mate cocido, luego de avivar el fuego para que esa mujer con una beba en brazos se calentara. La noche estaba fría. Gloria, entre la ansiedad y su paso apurado, no lo había notado. Recién cuando se sentó junto al fuego y vio el vapor que le brotaba del aliento se dio cuenta. Miró a Estela, que dormía calma entre sus brazos. Se relajó y pensó que estaba a salvo. No sabía que la tropa iba a Bariloche, en realidad solo quería alejarse e iniciar alguna nueva vida. Llevaba apenas unos pocos pesos que había logrado esconder, eso le alcanzaría solo para un par de días. Aguirre la invitó a acostarse dentro de uno de los carros, pero Gloria no quiso. “Nada le va a pasar, cálmese”, le dijo Arancibia, el capataz de la tropa, luego de que esa mujer le contara el porqué de su presencia allí. Al llegar a Bariloche, un par de días después, una charla a solas entre Arancibia y don Efraín bastó para que este último le ofreciera quedarse allí, a cambio del lavado y la limpieza.

El grito de unos teros la sacó de sus pensamientos y la trajo nuevamente a orillas del arroyo. Decidió poner manos a la tarea. Se levantó algo la pollera que llevaba puesta y la aferró a la cintura con un cordón, ello le permitiría no mojarla y poder agacharse en una especie de piletón que había armado entre las piedras de la orilla, una de ellas era plana, allí solía fregar la ropa enjabonada. Hundía la ropa en el agua y la fregaba entre sus puños, luego en la piedra, hasta que las manchas se rindieran. Cerca del mediodía llegó a la casa. Después de colgar la ropa en el cordel, esperaría a Estela, que llegaría de la escuela. Gloria se asomaba a una loma, desde donde se veía casi todo el pueblo y el lago. Por la huellita, la veía venir con otros nenes, los que uno a uno iban quedando en sus casas. La de ellas era la última. Después de comer irían hasta la fonda a entregar a don Efraín las sábanas que había lavado el día anterior, calentando agua en el tacho, en un pequeño fogón ubicado detrás de la casa. Se había quedado hasta tarde planchándolas. Calentaba la plancha en la cocina, para que luego, sobre la mesa, derrotara marcas y arrugas hasta dejarlas lisas. Conoció las sábanas en Bariloche. Allá en el campo no se utilizaban. Su patrón le obsequió un juego para ella y otro para Estela. Era un buen hombre, a menudo solían quedarse conversando, él le decía que añoraba algo mejor para ella y su hija, que se lo merecían. Ese hombre, viudo hacíaa unos años, le ayudó a hacer los trámites para documentarse, ella y su pequeña. También fue el tutor de Estela, además de darle la vivienda a cambio de sus labores y un salario. Gloria también hacia lavados para la gente que se alojaba en La Esperanza. Cuando las sábanas estaban planchadas, antes de ponerlas en una bolsa, las acercaba a su cara, frotando su mejilla en la tela y aspiraba profundo de la fragancia de la tela. Disfrutaba de ese pequeño ritual. Estaba por salir cuando vio llegar un vehículo. Era raro que alguien anduviera por allí, después de esa pequeña casa no había más nada: hacia un lado el arroyo y atrás el campo. Alguien manejaba el vehículo, junto a él estaba don Efraín y en el asiento trasero venía una señora. Cuando descendieron, vio que la mujer lucía ropas muy elegantes, no recordaba haber estado al lado de alguna mujer tan bien vestida como esa, que le tendía la mano para saludarla y que dijo llamarse Edith. Ella y su esposo eran propietarios de un hotel que se estaba construyendo, a quienes Efraín conocía desde hacía un tiempo y les habló de ella, esa mujer sola con su hija, que se ganaba el sustento lavando ropa en el Ñireco.

Aun habiendo llegado a ser gobernanta de aquel hotel, con personal y dependencias a cargo, cada mañana Gloria se acercaba a la lavandería, en el subsuelo del edificio, con maquinarias, secadoras y planchas tan alejadas del fuentón y la piedra del Ñireco, del cordel en el patio y las llamas del fuego haciendo hervir el agua del tacho. También de la plancha calentada en la cocina y la luz de las velas. Como un ritual, Gloria tomaba entre sus manos una sábana y la llevaba a su cara, cerraba los ojos y acariciaba suavemente la tela con su mejilla, aspirando una profunda bocanada de aire, disfrutando el olor de la tela limpia.

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