EMOCIONES ENCONTRADAS

| 03/10/2021

El ebanista

El ebanista

Peter se despertó sobresaltado. Le pareció una eternidad desde el momento en que abrió los ojos hasta que se dio cuenta de donde estaba: Era el pabellón de hombres del hotel De los Inmigrantes, de esa Buenos Aires a cuyo puerto habían llegado unos días atrás, de ese año 1940, con su esposa Berta y sus hijos. De un salto se levantó y fue hasta el espacio común del edificio, allí lo esperaba su familia. Era un lugar extraño, las personas hablaban en variados idiomas. Italiano, español, polaco y árabe, fueron algunos a los que alcanzó a distinguir. En una punta de la mesa, dos jóvenes intentaban comunicarse, gesticulando, tratando de vencer la barrera de sus lenguas diferentes. Allá lejos, al otro lado del mar, había quedado la guerra, esa que los había expulsado de su tierra. Estar vivos era una tarea de hora a hora, día a día.

Esa mañana iba a salir a buscar trabajo. Ya había hecho los trámites migratorios la jornada anterior y podía aventurarse a salir, lo acompañaría su hijo mayor. Sentía cosquillas en todo el cuerpo de solo pensar en internarse en esa ciudad desconocida, que se veía más allá del inmenso portón. No hablaba nada de español, pero recordó aquello que alguna vez le dijo su padre, mientras trabajaban la madera: “A un hombre bueno y sin maldad lo ayudan, no sé de donde viene, pero recibe ayuda”. Salieron, eligiendo al azahar una de las calles. A Peter le pareció que seguir derecho, sin doblar en ninguna esquina, le haría más fácil el regreso. Le pidió a Hans que vaya tomando referencias. El muchacho caminaba deslumbrado con los edificios y el enjambre de vehículos que corrían por las venas de la ciudad. Era demasiado para sus ojos campesinos. Peter marchaba atento, mirando en todas direcciones, tratando de entender, buscando algo, una señal. Llevaba el recuerdo de la mirada de Berta al despedirlo, cargada de miedo y ansiedad, insegura. Le recordaron la noche en que allá, en Polonia, tomaron la decisión de partir. Ella lloraba mientras él la abrazaba contra su pecho, con el sordo repicar de la guerra entrando a la aldea. La situación no daba para más. Había que dar algún paso que los saque de ese infierno. Se estremeció de solo pensar en cómo habría quedado su casa, el taller, la quinta y todo ese entorno en el que se criaron con ella.

En una esquina había un kiosco de revistas y diarios. Al pasar miró de soslayo y un título en alemán lo atrapó. Era un diario editado para la colectividad radicada en Argentina. Aunque era polaco, aprendió esa lengua de su madre, nacida en Berlín. Unos metros hacia la calle, un muchacho ofrecía en vos alta los diarios. Peter se acercó gesticulando, tratando de que entendiera el pedido de poder hojear las páginas. El muchacho hizo un ademán con su mano, parecía indicarle que siga. Peter se decepcionó, no tenía dinero argentino, tampoco la manera de  hacerse entender. Caminó unos pasos alejándose, lamentando que pasara de largo esa oportunidad. Tal vez hubiera otra. Hacía veinte minutos habían salido del hotel, sin saber qué pasaría y lo sorprendió la posibilidad de leer un diario. Era un buen augurio. Sintió un silbido. Era el vendedor que lo alcanzó. Con una sonrisa le indicó la pila de diarios, diciéndole que si con el gesto de su cara. Peter sonrió al darse cuenta de que no había entendido el gesto anterior. Al pie de una página, leyó en un recuadro: “Se necesita Ebanista” y una dirección. Fue tan grande la emoción, que le pareció sentir el aroma a maderas del taller, allá en Polonia, ese que era de su padre y donde aprendió los secretos de la ebanistería. Ese recuadro en el diario le llenó la mirada, ya no se veía el kiosco, ni las baldosas de la vereda, ni el ir y venir de los autos. Apretaba la mano de Hans, que lo miraba sin entender. No eran suficientes los gestos. Primero en polaco, luego en alemán pidió al muchacho un papel para anotarle donde era esa dirección. El pobre vendedor hacia lo que podía pero nada entendía. La gente pasaba alrededor de ellos, esquivándolos, algunos se detenían a mirar las revistas. Peter desesperaba. Sintió de pronto la voz de una mujer, a un costado de ellos, que lo llamó en alemán, preguntándole que necesitaba. Ella le compró el diario y haciéndole un  plano en un papel, le indicó como llegar a aquel taller, donde solicitaban un ebanista. Otro buen augurio en esa soleada mañana porteña.

Caminaron más de una hora. Los edificios fueron dando paso a casas bajas, con patios y rejas, ya alejadas del hormiguero que le pareció el lugar de ese encuentro que amagaba cambiar el rumbo del día. Tal vez el de su vida. El taller de carpintería estaba ubicado detrás de una casa que había en una esquina. Se accedía por un portón lateral, por una especie de galería de arboles. A Peter y su hijo les resultó agradable esa mezcla de aromas, entre el frescor del follaje, madera y aserrín. Con todo tipo de gestos, tomando un pedazo de madera entre sus manos y algunos detalles más, Peter logró hacerse entender. El dueño del taller le hizo un gesto con sus manos, que le aguarde. Un par de minutos después llegó con un señor mayor, un vecino que hablaba el alemán. 

Atardecía cuando Peter y su hijo retornaron al hotel de los inmigrantes. Se estaba por servir la cena. Todos los allí alojados se disponían a ocupar un lugar en las largas mesas del salón comedor. Hacían fila para buscar un plato de sopa humeante, que les eran servidos por unas mujeres, desde unas grandes ollas. Luego de cenar, cuando sonó la campana indicando que en minutos se apagarían las luces y debían marchar todos a su lugar de descanso, Peter abrazó a Berta. Esa separación seria por unos días más. Un pueblo al sur, llamado Bariloche, esperaba a un ebanista recién contratado, para la construcción del mobiliario de un hotel.    

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