GRAN BEBEDOR Y GUÍA DE LAS COMISIONES DE LÍMITES

| 14/08/2021

Martin Sheffield, el “gaucho tejano” que “vio” al monstruo de Epuyén

Martin Sheffield, el “gaucho tejano” que “vio” al monstruo de Epuyén
Placa en la tumba de Sheffield. El Bolsón.
Placa en la tumba de Sheffield. El Bolsón.

Antes de que se pusiera en contacto con Clemente Onelli, el estadounidense ya era célebre en la zona. Su aviso movilizó las comunidades científicas de la Argentina y su país natal.

En Texas queda Houston, sede a su vez de un famoso control de operaciones de la NASA. Entre los 90 y los primeros años del siglo que corre, no tuvo muy buena prensa porque fue el bastión político de los Bush, cuya dinastía aportó dos presidentes a Estados Unidos. También sinónimo de petróleo, antes de la guerra entre ese país y México, perteneció al segundo. Antiguo territorio apache, kiowa, comanche y de otros pueblos, de allí provino Martin Sheffield, para asentarse en estas latitudes y hacerse notar a como diera lugar.

“Creo que no existió en la Patagonia alguien más bromista y pícaro, fabulista y refranero que aquel texano-guacho Martín Sheffield”. La categórica afirmación corrió por cuenta de Julio Riesgo, autor de “Bariloche, ¡cuándo era ayer”. El libro es en realidad una compilación de los artículos que escribió durante su estadía en esta ciudad, que ganó las librerías 30 años atrás. El que rescatamos se publicó originalmente en 1963, en el diario “Bariloche”.

Sheffield era “el mismo que manejaba la tropilla a silbidos, daba cátedra como bebedor de ginebra, manejaba las armas de fuego cual tirador consumado, paladeaba el whisky a fuer de buen maestro y coronó su fama con aquel plesiosaurio cuya historia conmocionó los cimientos americanos”. En efecto, sino su creación, la exagerada difusión del asunto, parece que comenzó con el estadounidense.

Según Riesgo, “era muy joven y corría el 1880 cuando llegó al nacimiento del río Chubut acaso atraído por la fiebre del oro y las pepitas más el polvo que algún gringo encontrara por ahí. Si halló o no algo, el hecho es que se dio a conocer en famoso jugador de truco y taba no reñido en ser más tarde el baqueano de toda comisión oficial que enviara el gobierno. En tanto, hacía algunos trabajitos por la hoy Estancia Leleque sin dejar de andar de aquí para allá: jinete de brioso caballo de rancho en rancho, de boliche en boliche, de pulpería en pulpería”, enumeró.

Para el recopilador, “posible se hubiera eclipsado su fama si en el año 1922 no hiciera correr de boca en boca lo que parece conoció por un alemán que estaba empleado con Pérez Gabito, de Esquel: ni más ni menos que un animal antediluviano se hallaba en la laguna Epuyén”. La historia es más o menos conocida.

“Era entonces Clemente Onelli el director del Zoo de Buenos Aires, es de imaginar la sorpresa al recibir de Sheffield una carta fechada en Esquel el 19 de enero de 1922, con el relato de aquel rastro impresionante de monstruosa huella que aplasta yerba y no deja levantarla más”. Escribió Sheffield: “He podido percibir en medio de la laguna una fiera con cabeza parecida a un cisne de formas descomunales. Y el movimiento del agua me hace suponer un cuerpo parecido a un cocodrilo…”

La repercusión que recibió la noticia fue inversamente proporcional a su verosimilitud. “Fue La Nación el primer diario que dio la noticia, firmándola el mismo Onelli”, comentó Riesgo. Después, La Prensa consideró que “sería todo un acontecimiento científico que daría a la Patagonia el prestigio definitivo de poseer ejemplares de seres insospechados”. Sin quedarse atrás, la legendaria Crítica tituló a su crónica “El Dragón de Capadocia”.

Por su parte, La Razón se sumó “a los diálogos y suposiciones” y “un diario italiano-bonaerense encabezó aquello de volvemos a los fósiles”. Llamativamente, se hizo eco del asunto The New York Times, con un artículo que tituló “Fantasmas en la Patagonia”. Como si no alcanzara, “llega lo inaudito cuando comunican de Filadelfia que una expedición de paleontólogos y geólogos está por salir al reino del monstruo en búsqueda y caza del animal milenario, mientras el Museo de Historia Natural de Nueva York cierra el anuncio con el envío especial de una comisión suya para idéntico fin”, resumió Riesgo.

No había tiempo que perder. “A todo esto salen expedicionarios de Buenos Aires, en el afán de ganar ventaja a los vecinos del Norte, equipados con jeringas, formol, reflectores, pistolas y ráfagas de luz, lazos, dinamita y siguen abiertas las suscripciones públicas, desde que reservada señora contribuyera con 1.500 pesos, la Editorial Atlántida la precediera con 1.000 pesos, más serios caballeros aportaran su óbolo, damas lijanudas (sic) no dejarán de lado el donativo, y se unieran a la colecta los carteros y barrenderos capitalinos con su medio peso por cabeza hasta completar aquellos 2.000 nacionales que fueron broche de oro”. ¡Todos querían ser parte del hallazgo! Pero nunca se produjo.

“Lástima aquel arrogante Don Martín, caballero de mansa yegua blanca cuando los años eran muchos y las carnes le sobraban, con su chambergo de barbija (sic) que le añadía bizarría. Y pena porque muriera en 1936, a la vera del arroyo Ñorquincó, con solo dos seres humanos dándole tierra”, lamentó Riesgo, casi 30 años después. Pero aún hoy, se habla de su llamativo hallazgo.

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