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| 01/08/2021

Del mercado a la esquina

Del mercado a la esquina

Antonio tomó un diario alemán que llegaba a la Argentina y leyó la carta de una muchachita que se quería relacionar con jóvenes de su edad. Le contestó, tal vez por curiosidad o por buscar alguien con quien compartir la vida. Carta va, carta viene, hasta que finalmente Gertrudis Klusch decidió cruzar el mar en barco y la pampa en tren, para llegar a aquel pueblito junto al lago y contraer matrimonio con Antonio Leberle.

Siempre parece que las historias de inmigrantes están ligadas al esfuerzo y al trabajo desmedido, sin espacio para el amor ni jugándose por él. Esas locas historias que hoy parecen patrimonio de las redes sociales, ya ocurrían aun en tiempos lejanos. Corrían los años 20 y el joven matrimonio se instaló en Villa La Gloria (hoy km 1 de Bustillo), donde los propietarios le ofrecieron cuidar el chalet que aún existe. Unos metros más allá, Antonio instaló su cervecería, mientras su compañera cuidaba de los hijos. Allí nació Helga, quien hoy, desde sus ochenta y ocho años, asombra por la lucidez y memoria, recordando toda una vida ligada al comercio de frutas y verduras.

“La cervecería quebró con la crisis del 30. Ahí nos fuimos a un terreno que la señora Capraro le vendió a mi papá, en Morales al fondo. Ahí teníamos quinta”, recuerda. Don Antonio puso un almacén y verdulería en la costanera. El pequeño local estaba junto al lago (donde se encuentra la Casa del Deporte). Cuando se construyó la costanera, tuvieron que mudarse a Mitre al 700.

“Yo hice la primaria en la Escuela 16. Mis hermanos iban al Colegio Bariloche. Era el secundario. Ahí daban clase vecinos, ad honorem. Yo terminé séptimo y no quise estudiar más. Mi papá dijo: si no estudia, trabaja. En el 42 empezó a funcionar el Mercado Municipal. Obligaron a todos los comerciantes de cinco cuadras a la redonda a trasladarse ahí. Mi papá puso un puesto de verduras. Estaban las carnicerías de Cueto, los hermanos Arroyo, Heredia. La verdulería de mi papá, la de David e Icare, la de Duré. Del lado de afuera estaba la librería de Castro, la despensa Salamida. Después fiambrerías: Moteski, Mauermaier…” va recordando Helga, esa jovencita que levantaba suspiros entre la muchachada del mercado, mientras moldeaba un carácter necesario para sus quince años, en un ambiente tan varonil.

Ese corazón fue alcanzado por un joven de la provincia de Buenos Aires, por entonces chofer del cónsul chileno, que se arrimaba al mercado a tomar mates con los Salamida. Carlos Andrés Soria, al que apodaban “Mono”, por su habilidad en el arco del equipo del mercado y alguno de la liga local. En alguna caminata dominguera le propuso matrimonio. Un día don Antonio les ofreció a ellos seguir con el puesto. “Hubo que trabajar duro. Teníamos una bicicleta con una canasta, en la que mi esposo repartía a los hoteles y restaurantes. Después tuvimos 'La Santita', esa camionetita que le compramos a los curas del Cagliero”. Finalmente llegó el camión, con el que Carlos hacía fletes por la zona. “Una vez traía vacas desde Cholila, con nieve. En uno de los barquinazos, una vaca se apoyó en la baranda de madera, se quebró la tabla y cayó. Carlos se dio cuenta cuando llegó, de que le faltaba una vaca. ¡Era la ganancia del flete! Así que con un amigo se fueron a buscarla y la encontraron. Otra vez llegó con el camión cargado de chanchos; como era tarde, lo estacionó afuera de la casa para entregarlos al otro día. Resulta que a la noche se metió un perro en la caja, así que nadie durmió por el griterío de los chachos”, recuerda con alegría Helga.

En el año 77 cerró sus puertas el Mercado Municipal, clausurando un ciclo de trabajo comunitario y familiar. Eran tiempos de dictadura, no hubo mucho espacio para protestas. Se tomó aquella decisión, avalada por silencios cómplices, que derrumbó las paredes de ese edificio con el que cayó parte de la historia barilochense. Carlos y Helga trasladaron su comercio a la esquina de Gallardo y Villegas, en un solar que le habían comprado a la familia Castillo. La angustia y el temor por si funcionaría ese comercio, alejado del centro, pronto se disipó, al comprobar que la clientela los seguía eligiendo. Sin dudas, la esquina de Verdulería El Comahue fue un lugar tradicional durante largos años. En el local, doña Helga, con su infaltable delantal, atendía a su clientela, entre cajones de frutas y verduras seleccionadas y expuestas con la experiencia de tantos años en el rubro. A sus ochenta años, en 2013, finalmente decidió que era tiempo de descansar. Después de casi una vida transitada entre frutos de cosecha, era tiempo de disfrutar de la propia, del fruto de la siembra junto a su compañero. Dos hijas, cinco nietos y ocho bisnietos dan a sus días las necesarias dosis de amor.

Doña Helga Leberle de Soria, pionera de nuestro Bariloche. Gente que abonó con esfuerzo cada centímetro que construyó, pasando por las diferentes crisis y avatares económicos del país, pero siempre tras un mostrador, tallando codo a codo con sus empleados, controlando desde un kilo en la balanza hasta el reparto de algún camión. En esa esquina, donde confluyeron la vida y el trabajo.

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