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| 27/06/2021

Zapatero a tus zapatos

Zapatero a tus zapatos
Fotos Facundo Pardo
Fotos Facundo Pardo

Mario Molina mira con orgullo el cuadro de su padre que preside el comedor de su casa. Se trata de un dibujo que le hiciera a “Lucho” Molina su vecino, el artista plástico José Luis Rogel. En él, se lo ve concentrado, reparando un zapato. Luis Alberto Molina llegó a Bariloche en 1948. Mario, quien entonces tenía ocho años, recuerda el barrio La Cumbre, llamado por entonces barrio Chileno. “Lucho” había trabajado en Osorno con un zapatero francés, de quien aprendió el oficio. Pronto levantó su zapatería en una cabaña que armó detrás de la casa de un pariente, en la calle Tiscornia, detrás del Estadio Municipal. Luego, en el año '53, se instaló en la calle Gallardo al 700, donde se encuentra hasta estos días ka zapatería de don Molina, como se la conoce. “Lucho” Molina comenzó a trabajar para particulares y también para la zapatería El Suizo, mientras Mario iba aprendiendo el oficio, imitando a su padre y siguiendo sus consejos. “Yo le llevaba una bolsa de arpillera llena de zapatos reparados al suizo”, recuerda Mario, sentado en el comedor de su casa, donde ha acondicionado un rincón con su máquina y herramientas. Allí “despunta el vicio”, lejos del local y del olor a betún y suelas, pero con la misma pasión que lo llevó desde niño a interesarse por el oficio. Este hombre, con sus 81 años impecables, derrocha salud y buen ánimo, recordando cómo han cambiado los tiempos, para ese oficio tan noble y artesanal. “Acá la voy pasando, che. ¡Me encanta, eh! Hago trabajos a pedido. ¡Ahora camino lento!”

Mario, con sus hermanos, perdieron a su madre a temprana edad. “A los 18 años entré al Hotel Vuriloche, en el km 1. Fui ayudante de cocina, cafetero y mozo. Pero siempre seguí con la zapatería. Llegaba del hotel y me le prendía a los zapatos. Trabajé en el Nahuel Huapi, el Roma, Puerto Blest y en el Tres Reyes” Mario cuenta que todos los Molina fueron o son zapateros, mientras muestra con orgullo una botas de montar que está terminando, pedidas por alguien de Corrientes. “Empecé haciendo parches. Mi viejo me pagaba como medio oficial. Después trabajé con Walmar, ahí aprendí mucho.”

“¿Cuánto sale arreglar estos zapatos? Me preguntan. Yo le digo: traigaló y vemos. Esto es como el médico, tengo que revisarlo. Lo miro y le digo, cómo lo voy a arreglar, que material ponerle. Lo que más se gasta acá son las suelas”, dice, tal vez sin querer hacerlo, traza una metáfora que representa a aquel que no tiene para zapatos nuevos y debe reparar hasta casi lo imposible, para seguir andando. Recuerda cuando acompañaba a su padre a Buenos Aires, en el tren, donde don Luis compraba materiales al por mayor, para surtir su comercio. Cuero negro, marrón, corderito. “Mi viejo le hacía botines a medida a los picapedreros que venían a trabajar en la construcción. Rompían los botines con las piedras y el viejo se los arreglaba o le hacía nuevos. También para los gendarmes que hacían equitación allá abajo, en “El picadero”. ¡Traían unas botas! Ay papá, hermosas”, recuerda, impregnando el aire de la casa con un trazo de pasión, que hace sentir que se valora y admira lo que se ama.

Mario Molina, casado con Ema Mansilla, con quien tuvo dos hijos. “Ella no es zapatera. Es la jefa, la ministra de economía”, confiesa con alegría, este líder de una dinastía de zapateros, recordando sus épocas de futbolista, jugando en “la cancha vieja”, mirando una foto donde se lo ve junto a otros muchachos de entonces. El aparador del comedor, donde se ven retratos con fotos de hijos y nietos, se confunde con la vieja máquina de coser calzados, esa que usara don “Lucho”, que la mira celoso desde el cuadro en la pared de enfrente.

Aquella zapatería del barrio, a la que hoy la sangre nueva timonea, con sus sobrinos Natalia Lamuniere y Juan José Fernandez. Esa, a la que inevitablemente íbamos a llevar algún calzado a reparar o una vieja cartera de cuero para los útiles de la escuela, que era atendida por aquel hombre de delantal, en el local en que se escuchaba el traqueteo de las máquinas con agujas, que zurcía los cueros; también el golpe suave de un martillo, clavando tachuelas, entre el aroma a tinta y pomada, a cuero y suela; con calzados por doquier, esperando las sabias y pacientes manos que los habrían de sanar, para seguir pisando las calles y veredas de un pueblo que se volvió ciudad, pero que aún guarda un sitio para el coqueto local, en cuyo interior se guarda una historia de setenta años. De una familia de cuatro generaciones de zapateros.

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