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| 06/06/2021

La banda que salvó al amor

La banda que salvó al amor
Foto: Archivo Visual Patagónico.
Foto: Archivo Visual Patagónico.

Era una tarde de domingo, soleada, de esas tardes de otoño. Mayo se había tendido sobre el paisaje del pueblo, coloreando  las hojas de los árboles antes de desnudarlos. René y Carmen eran dos jóvenes en aquellos tiempos, solían dar la vueltita del perro, después de almorzar con sus familias. Él la pasaba a buscar por la casa y bajaban hasta el centro para ir a la matinée del cine. Como bajaban temprano, aprovechaban para “hacerse una Mitre”, curioseando vidrieras y saludando conocidos. Era la única tarde que tenían libre, trabajaban los dos: él de cadete en una ferretería y ella en una rotisería, así que las tardes del domingo eran suyas, las estiraban para poder estar juntos y soñar.

Estaba tan lindo, que llegaron hasta el muelle, había mucha gente. El lago estaba planchado, parecía un inmenso espejo, por donde se dejaban ver las montañas que ya lucían el ponchito de las primeras nieves. Subieron al muelle y caminaron, mirando el agua entre las tablas, despacio llegaron hasta la punta. Era hermoso ver por los costados, desde las barandas, las piedras del lecho y, un poco mas allá, el veril, azulado y misterioso. En la playita del costado, había unos chicos tirando piedras para hacer “patitos” en el agua. Por el otro lado estaba el inmenso barco, el Modesta Victoria, que se destacaba entre los botes amarrados. René le había prometido a Carmen, en una de una de esas tardes, que algún día irían en ese barco a una de las excursiones que hacían los turistas.

Se sentaron en la punta del muelle, contra la baranda, con los pies colgando hacia el agua. Ella apoyó su cabeza sobre el hombro de él. Ambos sintieron que los envolvía el amor. Despertaron juntos a él, se inauguraron la piel con caricias, se llevaban muy bien y ya empezaban a hacer planes para el día que estuvieran juntos.

De pronto se escuchó la música de la banda que, como todos los domingos, se llegaba a la plaza del Centro Cívico a interpretar algunas marchas y canciones populares. Casi toda la gente que estaba junto al lago comenzó a subir por los jardines y la calle zigzagueante para escucharla. Carmen lo miró a René, se dieron un beso y se sumaron a la multitud. La banda se ubicaba junto al mástil, desde allí desgranaba su repertorio. El público, en ronda, aplaudía cada interpretación.

Carmen estaba por delante de René y él la tenía rodeada con sus brazos. De pronto comenzó a moverse el piso, literalmente. Una estampida de gente, gritos, pánico. René la tomo fuerte de la mano y miró a sus pies: las piedras laja de la plaza se movían, ondulantes. Levantó su cabeza, el mástil parecía una cortadera al viento, ¡cómo se movía! “René, ¿qué pasa..?”, “es un terremoto” dijo él. Se quedaron paralizados, costaba mantenerse en pie. Se apartaron como pudieron, temiendo que se desplomara el mástil. Por encima de los gritos, se escuchó un ruido muy fuerte, raro, eran las maderas del muelle, que crujían y se quebraban como barras de chocolate, mientras se iban desplomando. Carmen pensó en los muchachos que estaban hace un rato sentados a metros de ellos ¿habrían alcanzado a salir de allí?

¿Cuánto tiempo? Perdieron la noción, todo temblaba, parecía haber un rumor muy profundo en el aire, algo grave y lejano. “¡Basta Dios, basta..!” suplicaba alguien cercano. "¡Miren, el lago..!” se oyó. Al mirar, vieron algo increíble: la inmensa maza de agua se retiraba, como si se hubiese ladeado un fuentón. A René le quedó grabada en las retinas la imagen del Modesta Victoria flotando en la mitad del lago, había cortado las amarras y se alejaba sin rumbo, por un instante pensó en el señor que era el guarda, los había saludado cuando pasaron al lado de él. Volvió la mirada y sus ojos se detuvieron en la torre del Centro Cívico, se bamboleaba. Por las arcadas del edificio lateral, vio venir a un muchacho con una cámara de fotos en sus manos, tomando imágenes de todo aquello.

Lentamente retornó la calma, menguaron los gritos y se escuchaban algunos sollozos, entre ellos, los de Carmen, que estaba apretada contra el pecho de René. Allá abajo, en la costa, una señora gritaba señalando el agua. Bajaron la pendiente y se acercaron junto con otros: allá en el agua, entre las maderas, flotaba el cuerpo de una persona. Esa imagen hizo tomar conciencia a todos los que allí estaban, de la magnitud de lo vivido. Por el costado, entre los fragmentos de hormigón quebrados, descansaban los desechos de un barquito de madera destruido, al impactar contra el paredón de la costanera. Se retiraron.

Caminando por la Mitre, René se encontró con un compañero de la ferretería, habían quedado en verse en el cine Coliseo. “Horacio, ¿viste lo que pasó...?, “Si, estaba en el cine y se empezó a mover todo, lo último que vi, fue que se rajó la pantalla, salimos todos corriendo a la calle...” De fondo, se escuchaba la sirena de los bomberos. Lentamente subieron las calles para volver a sus casas.

Aquel terremoto del ´60 no movió los cimientos del amor de René y Carmen, tampoco los tapó las cenizas caídas unos días después, cuando en plena tarde se hizo de noche. Un racimo de hijos y nietos le hacen linda la vida anciana, pero cada 22 de mayo, en algún momento del día, en la intimidad de su casa, vuelven a mirar el agua entre las maderas del viejo muelle y dan gracias a la Banda, que comenzó a tocar y les salvó la vida.

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