EMOCIONES ENCONTRADAS

| 28/03/2021

Vida Nueva

Vida Nueva
FOTO: Facundo Pardo
FOTO: Facundo Pardo

Rolando se despertó de la breve siesta que dormía en el sillón de la sala, los días laborales. Se quedó un instante escuchando el monótono repicar que le llegaba desde el reloj de la pared, marcando las horas, indiferente, como cada día. Un poco más allá alcanzó a oír el goteo de la canilla en la pileta de la cocina; por un instante jugó con la idea de que las gotas alcancen al reloj, que sonaran juntas; pero no: la gota rebotaba en el acero inoxidable de la bacha y el sonido del reloj se perdía entre las paredes de la casa. “Trabajo en una ferretería y no tengo cuerito para cambiarlo” pensó mientras se dirigía al baño, a lavarse la cara. No era un día más, era su último día de trabajo. Aquella jubilación que se veía tan lejana, finalmente estaba llamando a la puerta. Un par de días atrás, don Joaquín, su patrón, lo anotició. Lo escuchó en silencio, con una pequeña mueca en su boca, irónica. Rolando había enviudado hacía más de quince años. Marita, su esposa, se cansó de luchar contra una enfermedad y lo dejó solo en el mundo. No tuvieron hijos.

 

Se tomó su tiempo para recorrer el habitual camino al trabajo, casi sin querer llegar. Casas que vio levantar, árboles que vio crecer, veredas, niños que vi salir a la escuela y ahora los veía descender de sus autos, el saludo de vecinos a los que repetidamente veía en esas diez cuadras que lo separaban de la ferretería. Se habrían interrogantes difíciles de desentrañar, a partir del día siguiente, en que comenzaría a ser un jubilado más. Se había aferrado a su trabajo como única actividad que lo sacara de la rutina. Cuando empezó a rondar la idea cierta del retiro, se dio cuenta de que no sabría en qué ocupar sus horas; no se veía jugando a las cartas, ni frente a un televisor, ni cantando en un coro de tercera edad, ni viajando. Esa tarde, cuando cerrara las persianas del local (era el encargado de hacerlo), con ellas se cerraría un capítulo de su vida: el último comenzaría. Se quedaría solo en el andén. Esa era la pesadilla repetida que lo rondaba desde hacía un tiempo. Veía un tren del cuál descendía y se quedaba viendo como la interminable fila de vagones se perdía en la noche. Sus pensamientos iban de un extremo al otro. Desde embarcarse en cosas nuevas hasta decisiones extremas: “cachá el bufoso y chau, vamo ´a dormir”, le tarareó ese fragmento de un tango a Esteban, su compañero de trabajo.

- Dejate de embromar, que ni bufoso tenés – le dijo Esteban

- ¡Pero si, hombre! Viejo y mañoso, ¿Quién me va a dar laburo?

- Mañoso puede ser, pero viejo no estás. Te jubilás, que es distinto. Aparte vas a cobrar, para qué querés trabajar.

- ¿Y qué voy a hacer? – conjeturó Rolando.

- Ponete en campaña, buscate una viejita que te mime – concluyó sonriendo.

La tarde se fue yendo, como se iba cualquier tarde de un día de semana, ajena a todo lo repetido o nuevo que sucediera, en ese local al que Rolando trajinó por casi cuarenta años. Comenzó siendo cadete, a prueba, y no se fue más. Los clientes antiguos, sabiendo de su jubilación, lo felicitaban y deseaban buen porvenir, a lo que él respondía con una sonrisa tímida y sincera. “Te ves medio tristón, viejito” le dijo Carlitos al cruzárselo en el pasillo, entre las estanterías. Esa era la palabra que andaba buscando y que no se animaba a decir, ni siquiera a pensarla: triste. No se imaginó que sería así, era como si todas esas estanterías se le vinieran encima. Se acercó a la punta del mostrador, donde estaba el pinche con los números, para llamar a quien siguiera para ser atendido.

- Rolando – escuchó la voz de una mujer, que lo llamó.

- ¿Dora? – respondió, creyendo reconocerla.

- ¡Sí!, ¿Cómo estás, tantos años? – dijo ella con alegría.

Era aquella muchachita que trabajaba en la panadería de la otra cuadra. Empezaron a trabajar casi al mismo tiempo. Supieron frecuentar un grupo en aquellos tiempos, con otros jóvenes: bailes, salidas a caminar, cine y todo lo que se pudiera hacer. Rolando todavía no conocía a Marita. Dora un día se fue y desde entonces no la había vuelto a ver.

- Anduve por Bahía y después un tiempo en Mendoza. Hace cinco años me separé y volví a buscar una vida nueva – le dijo ella.

Rolando la miraba mientras ella le contaba de su ida. “Parece mentira que justo hoy aparezca esta mujer”, pensó. La conoció cuando comenzó a trabajar y el día que dejaba, apareció.

 

Se contaron todo lo que pudo entrar en un par de minutos, hasta que el mostrador que estaba entre ambos parecía privarlos de un abrazo demorado. Tuvieron la sensación de cosas pendientes. A Rolando, la rutina del local le llegaba como una letanía, como un sonido lejano. Dora captaba toda su atención. La voz de Esteban, consultándole un precio los trajo de regreso a ese lugar que los reencontró y al que, cada uno, no querían volver.

- Hoy es mi último día de trabajo – comentó Rolando, como al pasar.

- ¡Qué bueno! Nueva vida – dijo Dora, sonriéndole.

Rolando sonrió apenas, suspiró profundo y clavó sus ojos en las gastadas baldosas del piso.

- ¿No querés jubilarte? – prosiguió Dora.

- No me queda otra. Parecía más fácil de aceptar. Lo único que hice toda la vida fue vender tornillos y clavos.

- Date oportunidades – le dijo ella, acariciándole suavemente la mano, encima del mostrador.

A Rolando aquella caricia le recorrió el cuerpo. Por dentro le aceleró la sangre, por fuera le entibió algo más que de costumbre las mejillas. Sintió un nudo en la garganta que no lo dejaba respirar y algo no habitual en sus ojos le enturbiaba la mirada. La llamada de un compañero de trabajo solicitándole ayuda lo sacó de la situación. Lo envolvía un desorden de emociones que parecían haberse confabulado para tomarlo por asalto esa tarde. Cuando regresó, Dora le alcanzó un papel prolijamente doblado.

- Tomá, esta es mi dirección. Te espero a cenar esta noche, para que celebremos tu nueva vida.

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