07/03/2021

El botellón de leche

El botellón de leche

“¡Luisito!, vení que tenés que ir a buscar la leche” grito la mamá, llamándolo desde el patio. Él entró. Era el mandado, que cuando podía, su mamá le pedía, ir hasta lo de doña Flora a buscar un botellón de leche, se la traían desde un campo que tenían cerca. LuisIto agarró el botellón de arriba del armario, cargaba dos litros y tenía una argollita en uno de los costados de la boca por donde pasar el dedo y cargarlo, como llevándolo de la oreja.

-              Voy en la bici má – dijo Luisito al salir.

-              Tené cuidado. Decile a doña Flora que la semana que viene pasa tu padre y arregla con ella. No te quedes jugando por ahí eh – sentenció Amalia, su madre, mientras le ayudaba a meter aquel botellón en una mochila de lona.

Bajó por Onelli en su bicicleta rodado 24, heredada de su hermano, don Acevedo se la había dejado como nueva. Doña Flora tenía un terreno grande, cerca del tanque de agua y siempre, junto con la leche, le regalaba un par de manzanas. Amalia también le compraba huevos, verduras de la quinta y algo de carne, cuando le traían del campo.

Luisito iba llegando a la altura de la parroquia Santo Cristo y vio un movimiento poco habitual para un sábado. “Deben ser los del catecismo” pensó y aventuro encontrar algún conocido. Pero no, se escuchaba que hablaban por un megáfono, un sonido parecido al que escuchaba cuando pasaban por el barrio los autos promocionando el circo, con las bocinas arriba del techo. Bajó de la bici y se acercó. Vio un par de pibes conocidos y allá adelante, la inconfundible sotana negra del cura Videla junto a algunas madres que organizaban a los pibes. Era una carrera de bicicletas. El circuito cruzaba la cancha, zigzagueando entre unos tambores, salía por la parte de atrás, donde habían sacado el alambre y bajaba por la calle Chubut para doblar por la vereda de Onelli hasta el portón de la parroquia y volver a entrar a la cancha. Vio a Miguel.

-              ¿Qué haces? – le preguntó medio de gusto, porque vio que su amigo estaba parado al lado de su bicicleta, aparentemente dispuesto a participar.

-              Anotáte, todavía hay tiempo. Hay premios – le dijo su amigo, dándole ese poquito de coraje que le faltaba para decidirse.

Miró a Miguel, luego a su bicicleta y giró la cabeza como pensando en el botellón y el mandado. Hasta las diez doña Flora estaba seguro. Si se enganchaba en la carrera e iba despues y ella no estaba, iba a tener un problema. El asunto no era demorarse, era no llegar con la leche.

-              Preguntále a la mamá de José, ella está anotando – lo alentó Miguel. Era un poco arriesgado, conocía a la mamá y si lo veía con el botellón cargado en la espalda se iba a dar cuenta que tenía un mandado y lo delataría. Lo vio solo al cura y lo encaró.

-              ¿Me puedo anotar padre? – preguntó con su mejor cara de circunstancia. Él ya había hecho el catecismo y cada tanto iba por la parroquia; el cura lo tenía en el equipo para jugar el torneo Evita.

-              Hola Luisito – sonrió el cura, que portaba debajo de su brazo unas carpetas donde anotaba a los participantes – dale, te anoto – dijo y efectivamente lo hizo en una de las hojas.

-              ¿Cuándo largo padre? – preguntó como al paso Luisito, midiendo los tiempos para no quedarse sin la leche.

-              Debe faltar media hora, cuando terminen los más chiquitos. Estas en el grupo 12 – le contestó Videla.

“Justo”, pensó, le daba tiempo a ir a lo de doña Flora y volver con la leche. Dejaría la botella por ahí, segura, después de correr se iba a la casa, llegaría más tarde pero algo inventaría. Por ahí le diría que la señora no estaba y tuvo que esperarla.

Le encargó la bicicleta a Miguel y subió de a pie hasta lo de doña Flora. Ella lo estaba esperando. En un par de minutos le entregó la leche y ya estaba liberado. Volvió a bajar y buscó un lugar seguro donde dejar la mochila. Al lado de donde estaba Miguel junto a las dos bicicletas, había un manzano grande, en uno de los gajos colgó la mochila con el botellón adentro y su pullover.

En la línea de largada estaban él y cuatro pibes más. Midió a sus rivales como semblanteando a ver cual tenía pinta de bueno. Miguel había largado en el grupo anterior y le comentó que la jugada era tratar de bajar por la calle, después de salir de la canchita, lo más abierto posible para entrar a la vereda “cortando” y salir pegado al poste de teléfono, ahí había hecho él la diferencia. El cura, organizador y veedor, se puso delante de ellos sosteniendo en lo alto una franela amarilla. Tenían que dar cinco vueltas. Los miró uno por uno y dejó caer el brazo, dando la partida. Picó en punta uno de bicicleta roja seguido por otro de remera a rayas, Luisito detrás. Zigzaguearon entre los tambores, sin pedalear y acostando un poco el cuerpo, ayudando para que el rodado gire mejor. La salida por el hueco del alambrado no permitía ir a la par, era estrecho. Al salir, ya había visto en la carrera anterior a la de él, que los pibes doblaban apoyando el pie en la tierra, ayudando a que la bici derrape y así quedar embocado a la bajada.

Se acordó del consejo de Miguel. Pedaleó la mitad de la bajada, luego detuvo los pedales y se abrió, dejó atrás al de la remera a rayas antes de entrar a la curva que lo dejaba en la vereda pasando muy cerca del poste de teléfono. Pedaleó balanceando su bicicleta de un lado a otro. El de la roja era bueno, le iba a costar alcanzarlo. Subió la entrada del portón cumpliendo la primera vuelta. Las demás se mantuvo a la misma distancia, se acercaba la ultima y con ella la posibilidad de pasarlo. A pesar del vértigo de la carrera, Luisito advirtió que los dos dejaban de pedalear en el mismo momento, a mitad de la bajada, sin dudas era el lugar más comprometido. Pensó, mientras sorteaba los tambores, “si pedaleo toda la bajada lo paso y entro antes a la vereda”, era una maniobra arriesgada, si le salía bien ganaba, si no , tragaría el polvo de la calle y baya a saber cuántos rasguños le quedarían, por la rodada. El derrape a la salida del alambrado fue perfecto, allí ya se acercó algo a su predecesor. Se abrió lo más que pudo y pedaleó cuesta abajo, sintió que los pedales flotaban bajo sus piernas y el flequillo se le abría en la frente por la velocidad. Sin sacar la vista de la calle vio pasar a un costado suyo la bicicleta roja que quedaba atrás. La maniobra urdida, hasta el momento, era perfecta, solo quedaba doblar allá abajo y “embocar” la vereda. Dejó de pedalear y recostó el cuerpo sobre la izquierda casi con el pedal rosando el suelo y le apuntó al poste de teléfono; corría serio riesgo de quedar pegado en el si algo salía mal. Dobló el manubrio suavemente sintiendo que la bicicleta iba despegada del suelo. El poste de madera parecía un edificio inmenso que venía hacia él, si no corría el cuerpo, allí quedaban sus ilusiones y su salud. Pasó justo, una astilla no habría entrado entre aquel poste y su hombro derecho. Sintió de fondo una exclamación. La maniobra había salido perfecta y se alejó por la vereda sin animarse a mirar atrás, para ver por dónde venían sus rivales. Subió por la entrada del portón y la franela amarilla en las manos del cura lo vio llegar puntero. El podio eran los escalones de entrada a la capilla. Un cerrado aplauso de los presentes y la entrega de un bono para retirar una pelota número cinco en Casa Elvira lo llenaron de orgullo.

A Luisito se le borró la sonrisa de su cara cuando al llegar al manzano comprobó que ya no estaba colgada la mochila con el botellón adentro, solo estaba su pulóver. Instintivamente miró alrededor. Nada. Le preguntó a Miguel y su amigo tampoco tenía noticias. Recorrió el terreno durante unos minutos y nadie había visto nada. Era tarde ya, debía volver o su madre se preocuparía. Una jornada de gloria empañada por un botellón de leche, no lo podía creer. En el camino de regreso pensó una y otra excusa. La que más le cerró fue la del robo, pero ello pondría en riesgo futuras salidas, por miedo a que vuelva a suceder.

Entró a su casa disimulando la pena. Su madre lo recibió.

-              Luisito ¿Cómo estás? – pregunto angustiada su mamá. Antes de que se acerque vio el botellón lleno de leche sobre la mesa, al lado la mochila.

-              ¿Ves lo que te pasa por andar comiendo guindas calientes? – le reprochó la mamá tomándolo en sus brazos - ¿te pasaron los vómitos? – dijo ella, apenada.

Luisito alcanzó a ver a su hermano que, desde la puerta de la pieza, con media cara asomada, lo miraba con una mueca graciosa en su rostro. Comprendió todo.

-              Ya me pasó má – dijo sin que se le moviera un pelo y metió la mano en el bolsillo sintiendo el papelito del vale por la pelota.

-              Me dijo tu hermano que te habías quedado en el baño de la parroquia porque estabas muy descompuesto. ¡Que sea la última vez que comes guindas en la quinta! ¿escuchaste? – dijo Amalia con un tono de voz severo – andá a acostarte que ahora te llevo un té. Y no salgas de la pieza hasta que estés bien.

Al entrar a la pieza encontró a su hermano detrás de la puerta.

-              Si no esquivas el poste te iban a despegar los bomberos eh – le dijo, dándole una palmada en la cabeza.

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