07/02/2021

EMOCIONES ENCONTRADAS: Una anécdota al paso

EMOCIONES ENCONTRADAS: Una anécdota al paso

¿Qué mejor legado puede dar un padre que un nombre limpio y en él poder andar un camino? ¿Qué mejor posición se puede dejar a un hijo que no sea la de mirar de frente?

Pasa a menudo, (al menos a mi), que uno se encuentra con gente mayor, que ha compartido la vida con nuestros padres y nos cuentan anécdotas o historias en las que han sido protagonistas y no las conocíamos. Nos emocionan y los trae un ratito, para confirmar que aquel camino está limpio.

Como ya he comentado otras veces en estos escritos, mi padre tenía un comercio en nuestra ciudad, por el que pasaron cantidad de empleados a los que cada tanto cruzo y nos detenemos a conversar un rato. En un almacén suceden cosas a un lado y el otro del mostrador. Los tradicionales pedidos para llevar a domicilio, vecinos haciendo la compra diaria o chicos haciendo los mandados. Los empleados trajinando, con la lapicera en la oreja, despachando desde las estanterías o embolsando lo suelto. Algunos vecinos mandaban a sus hijos a ayudar en el almacén del barrio, no porque hiciera falta plata sino más bien para que “no anden a las vueltas” en épocas de vacaciones. No tenían horario fijo ni tareas especificas, más bien estaban para el “che pibe”, con el correspondiente cuidado de que no se le dé por hombrear bolsas o hacer alguna tarea que no esté acorde a su edad.

Hace un tiempo me encontré con un vecino que me contó esto. “En un verano, después de las fiestas, mi viejo me mandó al almacén  a ver a don Francisco, para ayudar y hacer mandados: “Andá que yo ya hablé con él” me dijo. A mí me gustaba el trabajo de almacenero; me hicieron llenar paquetes de medio y de un kilo de harina, azúcar, yerba y otras cosas sueltas. Otro día me tocó ir más temprano para barrer y cada tanto me mandaba al correo o a entregar un pedido chico cerca. Algunas tardes salía de ayudante con los muchachos que repartían con los camiones. Yo tenía doce años. No sabía cuánto iba a cobrar, porque el arreglo lo habían hecho entre ellos. Como mis viejos sacaban a cuenta, tal vez lo descontarían de ahí. Como al mes, vi que los empleados iban pasando para la oficina que había atrás del negocio, para cobrar sus sueldos. Pasaron todos y a mí nadie me llamó. Alguno de los muchachos me decían que pregunte, otros se reían diciendo que era muy chico para cobrar y que le iban a pagar a mi papá. A mí me tranquilizaba saber que los dos viejos eran amigos y que no iban a andar con cosas raras.

El sábado a la mañana llegó un camión desde la estación, trayendo mercadería que había llegado en el tren. A mí me dejaron en el mostrador, despachando. Al rato vino don Francisco y me dijo que vaya a desembalar unas cosas: había sillas y una mesa. Un poco más allá un cuadro de bicicleta envuelto en cartones, con las dos ruedas atadas a un costado. La desembalé y me quedé mirándola. Era hermosa, rodado 28, de color rojo, con el porta cadenas y los guardabarros cromados. Cuando me di cuenta vi que don Francisco estaba atrás mío, mirándome: “Es tuya. Te la ganaste con tu trabajo” me dijo, palmeándome la espalda”.

Estas pequeñas historias andar rondando por los barros, anidan en el recuerdos de gente mayor de estos días que no puede olvidar esos momentos de dicha plena. Estas “emociones encontradas”, que pasan como una pequeña brisa, nos abrazan y nos dejan pensando, con un sabor dulzón y un brillo especial en la mirada.

Te puede interesar
Ultimas noticias