15/11/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: Chupete

EMOCIONES ENCONTRADAS: Chupete
Foto: Facundo Pardo.
Foto: Facundo Pardo.

Esa mañana llegué al negocio como siempre, alrededor de las ocho, como en los últimos treinta y pico de años. Cumpliendo el ritual de cada día, levanté la persiana, antes recogí el diario que el canillita había dejado por debajo de ella. Dejé la puerta abierta para que se ventile; la mañana estaba soleada, iba a estar lindo. Vi estacionar el taxi del Terito, raro para esa hora. Generalmente se daba una vuelta alrededor de las once, pasaba atrás y preparaba unos mates que tomábamos mientras chumeábamos cosas de la calle. Lo miré, vi que una sombra de preocupación le cruzaba el rostro. Yo conocía bien ese gesto, como cuando estaba al arco en el campito y le estaban por patear o en el colegio, cuando daba un oral.

- Internaron al Chupete – me dijo y se quedó callado.
- ¿Qué decís?

La respuesta mía, en forma de pregunta, era con enojo, como no dejando que esa noticia nos amargue el día. Hacía un tiempo ya que algunas balas picaban cerca. A nuestra edad, cada vez que uno va al médico sale con una pastilla nueva, de esas que vienen para quedarse. Te enterás que a fulanito le dio esto, que a menganito le encontraron esto otro.

- Lo internaron a la madrugada, parece que el Bobo – me dijo el Terito, marcándose el lado izquierdo del pecho.
- Andá, que yo acomodo unas cosas acá y voy – le dije.

El camino a la clínica lo hice con desgano, casi sin querer llegar. ¡Cómo es la cabeza de uno!, mientras manejaba me iban pasando como una película mis días con los pibes. Éramos una barra grande, pero el núcleo duro éramos El Terito, Chupete, yo y Ricky, que hacia un tiempo estaba en Europa, por esas cosas del esquí. Vivíamos cerca, íbamos a la misma escuela, al mismo grado y estábamos todos los días juntos, pateando en el campito o con la gomera, patrullando las quintas. Chupete era capaz de cualquier proeza, se animaba a todo. Su picardía la disimulaba esa carita de “yo no fui”, la que manejaba a la perfección. Alguien lo bautizó Chupete, por su boca de labios carnosos, que parecían siempre estar tirando un beso.

En el primer piso, al fondo del pasillo estaba Marita, la esposa de Chupete, con la hija menor, Valeria, ahijada del Terito.

- Lo están operando – dijo Marita, con los ojos bañados en lagrimas, abrazándome – El médico dice que puede no resistir la operación.

 “Estos médicos no saben nada” me dije, “no saben a quien están operando. ¿Qué no va a resistir? Hagan el favor”. Miré por la ventana como queriendo irme, no podía estar pasando. El Chupete no podía estar ahí, no me entraba en la cabeza. Menos al borde de la muerte. Si él era capaz de zafar de todo. ¡Si aguantaba los bomabazos de agua de la barra del Chueco Arabales, para los carnavales!

Me acordé de aquel día en que estábamos en un picado “de aquellos”, en el patio de la escuela. Un  remolino de guardapolvos blancos entre la polvareda. De repente alguien pateó y dio de lleno en una de las ventanas. La señorita Torres, que estaba de turno en el patio, dio por terminado el encuentro y se llevó la pelota a la dirección. “Jueguen a otra cosa” nos dijo, como si fuera tan fácil. ¿Íbamos a saltar la soga o el elástico?.

Al recreo siguiente estábamos parados cerca de cerco que daba a la calle. Vimos como el Chupete salía por la puerta de atrás del edificio con la pelota. Nos hizo un gesto de “silencio”, con el dedo apoyado en su boca, invitándonos a callarnos y la escondió entre unas retamas. ¡El muy ladino! Nos contó después que se coló por la ventana de atrás aprovechando que las maestras estaban en la cocina y recuperó su pelota, la numero cinco, de gajos engrasados. ¡A la salida nos vino a pedir disculpas la señorita, porque no encontraba la pelota! “No se haga problema, ya va a aparecer” le dijo Chupete, con esa carita de ángel, consolándola.

- Hace tiempo le venía diciendo que se haga ver – dijo Marita – Estaba fumando mucho y había engordado – concluyó sonándose la nariz con un pañuelito.
- Quedáte tranqui – dijo el Terito – Este zafó de cada una.

Marita lo miró, con esa mirada mansa que la caracterizaba. Ella iba al comercial, nosotros al Nacional; era muy amiga de la hermana del Terito. Ella les hizo gancho.

¡Qué ganas de entrar al quirófano, donde lo estaban operando, y decirle a los médicos que se corran, que me dejen un cachito con él! Le diría “Dale Chupete, vamos al campito que están los de El Colorado Estévez pidiendo la revancha”.

Aquel día, el equipo del colorado nos estaba dando un baile de esos. El Terito atajaba lo que podía, pero le tiraron hasta con la gorra. Habíamos empatado a duras penas. “El que hace el gol gana” gritó alguien, viendo que ya caía la tarde. Ricky agarró sobre el lateral a uno de ellos y lo desparramó contra la mata de mosqueta que estaba en el esquinero. El pobre pibe tenia espinas por todos lados pero se la bancó. “Listo” pensé, tiro libre cabeza y gol. Nos ganaron. Pero no; el Terito la embolsó en el aire y sin dale tiempo a reaccionar a nadie, casi de memoria, se la tiró con la mano a Chupete, que se había quedado por la media cancha. Se fue solo, al arquero de ellos lo perdió por el camino y entró con pelota y todo. Golazo.

La especialidad del Chupete era poner sobrenombres. ¡Una facilidad única! Al colorado Estévez, que tenía el pelo largo, le puso “Llamarada”, cuando corría le flameaban los pelos al viento. “Tubito” le puso al flaco Arancibia, por lo fino y largo que era. A mí me había puesto “Chichón”, siempre fui el más petiso y decía que era un chichón del suelo. Me ponía verde que me llamara así. Me lo soltaba cuando discutíamos o peleábamos.

Vimos venir al médico, con esa especie de pijama celeste y un gorro, con el barbijo bajo en el cuello. El Terito cruzó las manos sobre su pecho y miró al cielo. Marita se adelantó, el resto, a distancia prudencial para escuchar: “Hicimos todo lo que había que hacer. Ahora es cuestión de qué decide él”

Al otro día, antes de abrir el negocio me corrí hasta la clínica. Marita estaba desfigurada, no había dormido en toda la noche. ¡De fierro la flaca! Como lo iba a dejar a su compañero.

- Igual – me dijo, clavándome los ojos – Si le pasa algo me muero.

Me dejaron entrar a terapia. Cuando lo ví, no era él. Mangueras, vendajes en los brazos y unos tuboas al lado de la cama que metían miedo de solo verlos. Me rodó una lágrima callada. Y eso que no soy de llorar. Recé, entre susurros, ni me acordaba cómo era, pero recé. “Tenés que zafar Chupete. Si te pasa algo no te lo vamos a perdonar” le dije. No pude contener un sollozo y me di vuelta. Tal vez iba a ser la última imagen de él.

Estaba por salir de la sala y escuché aquello que parecía venir desde un sueño. “Estoy loco” pensé. “Chichón, ¿tanto me Querés?”

Cuando ya estaba recuperado me contó que esa mañana, en terapia, habia despertado y estaba solo, que cuando me vio entrar cerró los ojos y se hizo el dormido. ¡El muy hijo de su madre!

Lo dije yo: ¡El Chupete zafa siempre!

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