11/10/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: Don Rosa Romero

EMOCIONES ENCONTRADAS: Don Rosa Romero

El patrón lo mandó a llamar aquella mañana. Don Rosa, como todos lo llamaban, era el peón más antiguo del establecimiento. La estancia se había vendido meses atrás y estaba habiendo cambios, en las cuestiones del campo y en el trato. Una sombra de dudas lo acompañó mientras cruzaba desde la barraca de peones hasta la casa principal. El nuevo patrón, Antonio, era de poco trato con el personal. Vivía con su esposa y dos hijos.

- Siéntese don Rosa – dijo Antonio – Espéreme dos minutos, ya vengo – prosiguió, retirándose de la oficina.

Se quedó en silencio. Ya no estaba el mobiliario de don Espeche, el antiguo patrón, a quien conoció cuarenta años atrás. Se notaban cambios. Un escritorio de madera, marrón oscuro, sobre el que había una lapicera junto a un cuaderno, una lámpara, una taza de café vacía y un manojo de llaves. En la pared se veía una foto de Antonio junto a un ternero premiado, en alguna rural. Jugó un instante con la boina que tenía en sus manos, se la había sacado cuando ingreso al despacho.

- Vea don Rosa – dijo el patrón, echándose hacia atrás en el sillón – yo al campo le quiero dar un nuevo rumbo, ¿me entiende? Hay nuevas maneras de trabajar y quiero traer gente nueva.

Cada palabra de aquel hombre iba repicando en los oídos de don Rosa, anunciándole lo que parecía ver venir.

- Mañana va a venir el contador y le va a explicar cómo quedan las cuentas y arreglarle el pago de la indemnización. Se puede quedar un mes, hasta que consiga algo – dijo el hombre, que hojeaba su cuaderno mientras hablaba – Si necesita una recomendación, cuente con eso – concluyó.

Don Rosa salió del despacho. A un costado de la casa jugaba el hijo del patrón, Joaquín, de siete años, más allá, su hermana más grande leía un libro, sentada en una banca. La mañana estaba soleada y algunos pájaros le ponían algo de música a ese paisaje tan familiar para el peón, que arrastraba su tristeza rumbo a la barraca. Los demás peones no estaban, andarían cada cual en lo suyo, intuyó que correrían su misma suerte.

Fue hasta la matera y calentó algo de agua. Vio como la yerba ingresaba por el ojo de la calabaza que sostenía en en sus manos, así le pareció que pasaba su vida. Se sentó al lado de la ventana y bebió el primer sorbo; un nudo en la garganta le dificultó tragar, le pareció más amargo que de costumbre.  Esa mañana no ensilló su caballo para salir a recorrer, ese era su oficio, al llegar reportaba novedades que hubiese encontrado. Se fue hasta la pieza , se tiró en la cama, con un quejido que no era de dolor de cuerpo ni de cansancio; venia de las entrañas, donde cada letra de la palabra gaucho le dolía. Miró el techo, con las manos apoyadas detrás de la cabeza, repasó cada una de las tablas del amachimbre del techo, deteniéndose en cada una de ellas, como si fuera cada año pasado en la estancia. En la pared una foto en un cuadro, junto al parejero de don Espeche, un poco más allá colgaban sus riendas trabajadas y el rebenque, al lado el sombrero, su poncho. Eso era todo junto a algunas cosas más guardadas en el ropero que estaba frente suyo.

Así son estas cosas Rosita querido – le dijo Arancibia, el de el boliche – Unos te valoran y otros no. Acá tengo una pieza que podes usar hasta que consigas algo. En la zona todos te conocen, no te va a faltar trabajo.

Aquella mañana, Rosa iba saliendo para la recorrida. Como siempre, pasó entre la casa principal y los galpones, orillando el corral. Sintió la voz de Joaquín, venía de lejos, instintivamente frenó el caballo y recorrió todo con su mirada. Otra vez la voz, se dio cuenta que era un grito, pidiendo ayuda, venía de atrás de la casa. No se veía movimiento, solo un par de perros dormían al sol en el patio delantero. Se dirigió a la parte trasera y escuchó el grito con más claridad, aunque no lograba distinguir de donde venia. Un grito más y se dio cuenta. Estaba caído en el pozo que estaba detrás de la casa, tapado con una tablas, el que ya no se usaba, donde estaba la bomba antigua. Vio que las maderas estaban quebradas, evidentemente el niño pisó allí y cayó. Si bien estaba seco, había épocas del año en que tenía algo de gua. Temió que el niño estuviera golpeado.

Desmontó con premura y se acercó. Al asomarse observó a Joaquín sumergido en el agua, con la espalda apoyada contra una de las paredes del pozo, a unos tres metros de profundidad.

- Ayudáme – dijo el niño, llorando.
- Quedesé tranquilo hijo, voy a buscar ayuda.
-¡No, no te vayas, sacáme de acá! – imploró el niño, asustado.

Rosa recordó no haber visto la camioneta del patrón, seguramente andaría por el pueblo con la señora. Tal vez la hermana de Joaquín estaría en la casa. Gritó un par de veces pero nadie respondió.

- Esperáme que voy al galpón a buscar la escalera – dijo Rosa y salió corriendo.

Hacía rato que el corazón no le palpitaba de esa manera; el chico estaba nuy angustiado y al verlo rompió en llanto. La escalera que encontró no era lo suficientemente larga como para llegar al fondo del pozo. Tomó un lazo que había colgado y unas sogas.

Retiró las maderas que tapaban el pozo. La luz que ingresaba le dejó ver con claridad el rostro del niño, que se había calmado un tanto.

- Me duele mucho la pierna – le dijo, sollozando.

En un árbol cercano ató el lazo. Un molesto temblor en las manos le dificultó la tarea. Llegaba justo hasta la boca del pozo. De la argolla del extremo ató la soga y dejó caer la escalera dentro del pozo. Se deslizó con cuidado hacia abajo, tomado de la soga, hasta que la bota tocó el escalón más alto de la escalera. El agua del fondo le llegó hasta la rodilla. “Menos mal que no cayó boca abajo” pensó, mirando al niño que solo tenía el cuello y los hombros fuera del agua.

- Me duele mucho la pierna – le dijo el niño.

Lo más probable era que estuviera quebrado. Había pensado en que subiera por la escalera pero no iba a poder, debería cargarlo él. Le pidió a Joaquín que se parara apoyado en su pierna sana. Rosa se puso en cuclillas y cargó al niño en su espalda.

- Agarráte de mi cuello – le dijo.

Trepó por la escalera. Cuando llegó al último escalón, le pidió al niño que trepe hasta sus hombros, tomado de la soga. De esa manera Joaquín llegó hasta la parte alta y pudo salir arrastrándose, gritando por el dolor en su pierna. Rosa lo sostenía con cuidado, desde abajo.

El patrón se sentó en el escritorio con su hijo en brazos, el niño tenía la pierna enyesada y una pequeña venda en el mentón.

- Quería proponerte que te quedes, en reconocimiento a lo que hiciste por Joaquín.

Don Rosa Romero, ese hombre reservado, de pocas palabras, miró sus manos, callosas, con un dedo desviado por una quebradura mal curada; fue cuando pialando se le enredó en el lazo y no logró desengancharlo. También pensó en los años pasados en la estancia, los arreos, bajo la helada y la nieve; las esquilas, la tropilla del patrón, de la cual era el encargado. También se ocupaba de mantener los recados y la soguería de la casa principal.

“Vaya a saber qué vendrá”, se preguntó en voz baja. Le dolía algo más que sus huesos haber sido prescindible para don Antonio. Sintió que había sido parte de la transacción del campo, junto a otros peones, como un lote más, mesclado entre la hacienda, las herramientas, las tranqueras, alambrados y muebles. Ese hombre que estaba frente a él, con su niño en brazos, nunca le demostró algo de reconocimiento, ni apreció su conocimiento de la vida en ese lugar. Muchas cosas se le atoraban en la garganta y luchaban por salir. Lo que hizo por ese niño lo habría hecho por cualquier niño que estuviera en peligro. Su nobleza estaba más allá.

El temblor de su voz dejó salir unas pocas palabras, a las que la inmensa riqueza de su dignidad gaucha respaldaba.

- Le agradezco patrón, pero ya tengo algo en vista en otro lugar.

Lo único que tenia en vista era una cama en la piecita que le iba a facilitar Arancibia en su casa.

Después de cerrar la tranquera, desde la orilla de la huella, miró por última vez lo que había mirado cada día los últimos cuarenta años: la casa, los corrales, el galpón, el inmenso mallín que se tiende hasta apoyarse en el cerro. Allá al fondo, la cordillera. Ese día el campo le pareció triste, lo vio casi como una postal de un tiempo ido, a pesar de conocer cada legua, cada aguada, cada tranquera. La tristeza estaba en su mirada, también en su corazón.

El viento que le jugó en el pañuelo celeste que llevaba anudado en su cuello, lo invitó a seguirlo.

 

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