23/08/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: La radio del viejo

EMOCIONES ENCONTRADAS: La radio del viejo

A veces uno va y viene por el pueblo donde vive, a los apurones, sin detenerse a mirar ni reparar en algunas cosas que hace mucho que no ve; al observarlas, vuelve a épocas vividas allí. Parece que uno mira y no ve. Y sin embargo, ahí, oculta, está la esencia, eso que nos formó o, por lo menos, nos hizo felices en algún tiempo ya pasado. “Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”, escribió alguna vez Tejada Gómez.

Algo de eso le pasó a Jorge. Una mañana sus pasos salieron tras un trámite. Estacionó el auto en un lugar no habitual. “Este ya no es el pueblo donde uno estacionaba en la puerta del lugar donde iba. Ahora, con suerte, después de dar varias vueltas, conseguís lugar a unas cuantas cuadras, o más”, le comentó a un vecino con el que se cruzó en el camino al centro. Ya de regreso, luego de la paciente espera en la oficina a la que fue, volvió por su auto. Se acordó que por ahí cerca, estaba la casa en la que nació, donde se crió. Vaya a saber porqué, no solía pasar, o mejor dicho sí sabía: allí, en esa vereda, lo esperaba el niño que dejó, el que él fue. Su presente era feliz, una compañera a la que amaba y era correspondido, una casa que levantaron juntos, el trinar plagado de amor de sus hijos que lo recibía cada día. En esa vereda de la antigua casa jugaba aquel niño, sin más urgencias que la de disfrutar del sol hasta que se fuera rendido, junto a otros pibes del barrio.

Dobló la esquina y allí estaba, la casa de la infancia. Ya la vereda no era de tierra, tampoco lucía el verde agua con el que estaba pintada, ni el blanco en las persianas y los antepechos de las ventanas; aprisionada entre un edificio, donde quedaba la casa de don Mario y a la derecha la de Tito, escondidas tras un local que vendía repuestos. “Está igual”, pensó, aunque el asfalto hubiese tapado las huellas de la bici rodado 28, color roja, con los dos guardabarros recortados, con la que solía dar una pequeña derrapadita antes de entrarla por el portón. No se veían los rosales, dalias y cuantas otras flores que su madre cuidaba, a las que parecía acariciar, las que cada sábado a la tarde cortaba para adornar la mesa del comedor, esa mesa en la que comían los domingos todos juntos. Por un momento, le pareció ver a su padre, viniendo de la esquina, con el diario debajo del brazo, lo compraba a la mañana pero solo podía leer en el regreso a casa. Lo oyó con un tanguito enredado en los labios, silbando apenitas, seguramente sería alguno que escuchó en la radio y se le pegó para acompañarlo todo el día.

Se volvió, pensando, en la casa, su infancia y en aquella radio. Llamó a Facundo, su hermano, para contarle de la visita a la vieja casa. Cada tanto se ven, no por nada raro. Los viejos se levantarían de la tumba si se hubiesen peleado.

–Pasé por la casa de los viejos –le dijo.
–Uh –exclamó Facundo– hace rato que no paso.
–¿Sabés que está igual? –se asombró Jorge.
–Andá a saber por cuánto tiempo. Ni se quien la compró –recordó su hermano– En cualquier momento plantan un edificio.
–Me acordé del viejo, en el jardín, silbando un tanguito –prosiguió nostálgico Jorge.
–Sabés que justo el otro día, ordenando algunas cosas, encontré la radio, la que estaba en el comedor –le contó Facundo– ¿La querés tener? No sé si anda, capaz que es una pavada. Vos que le metés mano a todo por ahí la haces andar.

Se la llevó. La puso sobre la mesa y se quedó observándola un rato en silencio, la limpió. Sintió que borraba las huellas de don Oscar, su papá. La abrió, retirándole los pequeños tornillos que sujetaban la tapa trasera. Al ver el interior le pareció que allí estaban dormidas tantas voces, tanta música. El viejo llegaba a almorzar, un ratito después de que sonaba la sirena de los bomberos, anunciando las doce. Después, se iba al comedor, se sentaba en el sillón y escuchaba el panorama de radio Splendid, cabeceaba un rato y otra vez al yugo. Cuando volvía a la tardecita, se sacaba el saco, encendía la radio y ponía a calentar la pavita. Parecía tener todo sincronizado: justo cuando se sentaba a matear, empezaba la audición de tangos, mientras su compañera, doña Irma, iba y venía; cada tanto se detenía a tomar un mate que Oscar le cebaba, le contaba algo y seguía con las cosas de la casa.

Con la oreja pegada a esa radio escuchó las gestas de la Libertadores de Independiente, Racing y Estudiantes. El viejo era de San Lorenzo, pero “afuera somos todos hinchas del equipo argentino”, solía decirles a él y a su hermano. Los domingos, si estaba lindo, la sacaba de su pedestal y la llevaba al patio, al ladito de donde asaba el churrasquito infaltable; después, a escuchar los partidos, con una mateada larga y los buñuelos de la Irma. Esa radio era la compañía de las noches de invierno, cuando todavía no había tele, y llenaba el aire de la cocina, mientras cenaban.

La volvió a cerrar, ajustando los tornillos de la tapa. Buscó pilas. “Ya no aquellas cuatro Eveready, grandes, rojas, con el gato cruzando por el agujero del 9” pensó. Y ahí sí, volvió a palpitar el parlante, si hasta se le antojó que tosía mientras sintonizaba algo, como carraspeando para volver a hablar. Volvió a estirar las piernas, ese viejo receptor negro y blanco, con algunas partes cromadas. Con una rueda a cada lado del frente: una el dial, la otra el volumen. En la parte de arriba el botón deslizable, para elegir onda larga u onda corta. Esa bendita onda corta que iba y venía, con la que el viejo sintonizaba las radios de Chile o Uruguay. Si hasta escuchaba una audición desde Holanda, que a la noche transmitía en español.

Las cosas de los viejos se van con ellos, terminan en un baúl o simplemente, se las tira, por viejas, porque ya no se usan. Pequeños artefactos que adornaron el hogar, que prestaron servicio, que fueron nuevos y después pasaron de moda. La plancha, la cacerola, la pava, el reloj de la pared, la cama de hierro, el colchón de lana, la licuadora, el secador del pelo, la palangana enlozada, la máquina de coser. En fin, quedan en el olvido o arrumbadas en un lugar al que cada tanto recurrimos. En todo ello pensó Jorge, mientras buscaba un lugar en su casa para la restaurada radio del viejo. A ella llegó buscando un lugar para estacionar en la ciudad.

A veces parece que el destino nos anda persiguiendo, para sincronizar las cosas. Aquel día, justo al encenderla, por la vieja AM (que se resiste a sucumbir ante la pomposa FM), un locutor, propuso una pausa entre las noticias, para escuchar algo de música. Cantaba Serrat: “Son aquellas pequeñas cosas, que nos dejó un tiempo de rosas, en un rincón, en un papel o en un cajón”.

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