09/08/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: La flor de Amancay

EMOCIONES ENCONTRADAS: La flor de Amancay
Foto: Facundo Pardo.
Foto: Facundo Pardo.

“Quien regala una flor de Amancay, regala amor”. Por la zona se dice que esta es la flor del amor, por la leyenda que la rodea. Según ella, Amancay era una hermosa muchacha, enamorada de Quintral, hijo de un lonko. Un día hubo una epidemia en la tribu y Quintral enfermó. Desesperada, la jovencita consultó a una machi, quien le dijo que la sanación de Quintral solo sería posible si tomaba la infusión de una flor que crecía en la alta montaña, llamada Ten ten mauiza, hoy Tronador. Al llegar a la cima y tomar la flor, la joven vio abalanzarse sobre ella la sombra de un inmenso manke, que le dijo que esa flor no debía ser cortada. Amancay explicó los motivos por los que se hallaba allí pero solo consiguió que el ave le ofreciera a cambio de la sanación de Quintral, llevarse su corazón. El manke se alejó, sin reparar que donde caía la sangre del corazón que llevaba en sus garras, crecían unas flores doradas con manchas de sangre en su interior, que se esparcieron por todas las montañas de la zona. Finalmente el joven Quintral sanó y quedó por siempre en su recuerdo aquella niña que ofrendó su vida por amor.

En todo esto pensaba Valeria, tendida sobre una piedra en lo alto de la montaña, contemplando un manke que la sobrevolaba. Estaba tan cerca que hasta pudo sentir el silbo del viento entre las plumas de las alas del ave. Lo vio majestuoso, recortado contra el cielo, que ese día de febrero lucía más azul que nunca. “A mí no me va a pasar como a Amancay”, pensó, mientras se incorporaba viendo cómo se alejaba el manke, bebiéndose la distancia en busca del infinito. Valeria se sentó en la piedra en la que se hallaba, allá abajo se veía el refugio y el bosque que se derrama por la falda de la montaña. Trepó unos metros más y llegó a la cima, por un sendero entre las piedras. La majestuosidad de la vista la mantuvo cautivada por un tiempo que no supo precisar. Allá se veía un lago, más allá otro. Un inmenso manchón de nieve eterna lloraba por allí, dando vida a un arroyo que rumoreaba descendiendo entre las piedras rumbo al valle. Por esa paz había subido esa mañana al refugio. Miraban sus ojos, y el alma contemplaba.

“La vida es como esta montaña, hay que subirla, a veces hay que transitar entre sombras, donde el monte no deja ver, hay que esquivar obstáculos, luego salir a la luz e ir ascendiendo para hacer cumbre y sentir el placer de la meta alcanzada”. Asintió en silencio, satisfecha por ese pensamiento. Estaba en paz y decidió emprender el regreso. Miró hacia la piedra desde donde observó al manke aquel al que tuvo tan cerca, casi le pareció poder tocarlo si alzaba la mano, pero ya no estaba.

Descendió de la montaña. Por momentos la picada serpenteaba entre un manto espeso de flores de amancay; un coro de aves le ponía voz al entorno, cantando apenas, como con miedo de despertar a ese bosque que parecía dormido al sol de la tarde. Valeria detuvo su marcha y se quedó con los ojos cerrados, sintiendo todo aquello. Por un instante se salió de ella misma, se vio allí, formando parte de todo, en paz, feliz. “¿Por qué será que las leyendas tienen esa cosa del amor trágico?, como si no se merecieran un final feliz”, pensó. Ese día allí en la montaña la había ayudado a entender su lugar en la vida, su circunstancia. Estaba dispuesta a afrontar lo que la vida le deparaba.

Esa noche, en su casa, recibió un correo: los análisis para la donación de riñón para el hombre al que amaba, por el que estaría dispuesta a darlo todo, habían dado que era compatible, que se podía realizar el trasplante. Pensó en el manke, en las flores y en la leyenda. “A mí no me va a pasar como a Amancay”.

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