26/07/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: Pato Negro

EMOCIONES ENCONTRADAS: Pato Negro

Se podría decir que la noche del 27 de septiembre de 1970 fue determinante en la vida de Elías Curihuala. “Pato Negro”, como lo apodó algún compañero en la escuela primaria, haciendo alusión al significado de su apellido, en la traducción de la lengua mapuche al castellano. Llegó a su casa alrededor de las siete de la tarde, a esa hora en que los zorzales despiden las últimas luces del día. Había comprado un pedazo de capón en la carnicería de don Marcelino, a la vuelta de su casa. Se quedó observando un título en letras destacadas en la que fuera la primera página del diario en que venía envuelta la carne. “Avanza el desalojo de la comunidad indígena que ocupa tierras reclamadas por una firma de Buenos Aires”. Dejó aparte la hoja, la leería al acostarse, siempre lo hacía para entrar en sueño, aunque bastaba una mirada para cerrar los ojos y dormir hasta el día siguiente.

El intenso aroma de la carne asándose pronto llenó la cocina de la casa que habitaba en Sierra Colorada, una de las últimas, recostada contra la loma donde terminaba el caserío. Vivía solo desde que falleció su madre y partió su hermana, casada con un maestro de la zona de San Antonio. Nunca se imaginó lejos de ese, el que consideraba su lugar.

Entró algo de bosta seca para mantener caliente la cocina y por si debía encender el brasero; en esa época del año, a pesar del día cálido, la helada se desploma sobre el suelo y baja bastante la temperatura. Antes de sentarse en la silla del rincón, se sirvió un vaso de vino, directamente desde la damajuana. Vio como el torrente morado se introducía en el vaso y pensó que bien ganado tenía un trago después de un día de trabajo que había comenzado a las siete de la mañana. Bebió un sorbo y dejó salir de su boca un suspiro envuelto en una vocal, que ilustró el placer de sentir el vino bajando por su garganta, al compás de una milonga que alguien cantaba desde el receptor de radio que tenía en el estante en frente suyo. Levantó el hule de la mesa y sacó del cajón de los cubiertos un cuchillo Esquiltuna, de tamaño mediano, al que de tanto afilarlo se le había angostado la hoja. Se lo regaló su padre, cuando cumplió los dieciocho. Cada vez que lo empuñaba recordaba aquel día, en que llegó desde Los Menucos, donde fue por una entrega de lana, junto a unos vecinos, y entre las cosas que trajo estaba ese cuchillo; también recordó un vestido celeste floreado que le trajo a su hermana. Su padre era un hombre de visión comunitaria. Había armado una cooperativa con otros vecinos, para poder vender la lana a mejor precio, pero falleció y su sueño quedó trunco, la venta de los fardos quedó a merced de la voluntad de pago de quien llegaba por ellos, a nadie le convenía la unión de los crianceros. Los abuelos de Elías ya eran pobladores de la zona en los albores del siglo, su padre había continuado allí. En el presente vivían los hijos de unos vecinos, llegados en la misma época que sus antepasados.

Se llevó a la cama la hoja del diario que había separado para leer. La noticia daba cuenta del desalojo de una comunidad que ocupaba Paso Loan, como se llamaba el paraje cercano al campo donde él se crió. Una compañía de tierras de Buenos Aires reclamaba aquellas hectáreas. “Una más”, pensó. Cada tanto aparecían reclamos de campos que eran ocupados por familias desde mucho tiempo antes de que existieran quienes reclamaban, pero la ausencia de papeles tornaba indefensas a las comunidades. Se durmió con el diario en su mano.

Se despertó sobresaltado, tal vez por el grito que salió de su boca. Su cuerpo estaba bañado en sudor, a pesar del frío de la noche. Se sentó en la cama con la respiración agitada y una molesta sequedad en la boca. Estaba soñando con su abuela, esa mujer a la que vio envejecer junto a él, tejiendo en su telar; la que le enseñó todos los secretos de esa tierra que habitaban. La que hablaba del bisabuelo que había visto al mismo general Villegas pasar con sus tropas y había sido cautivo en Valcheta. Josefina se llamaba, la que tejió esa matra que cubría su cama. Elías se levantó y fue a la cocina por un vaso de agua. Miró por la ventana, tal vez buscando escapar de esa casa y de la telaraña en que lo envolvió el sueño. La luna estiraba sombras en el suelo helado. Divisó a lo lejos la escuela, en frente la comisaría, mas allá un camión destartalado, con sus gomas desinfladas, oxidado, abandonado. Un perro aullaba vanamente a la noche, le pareció casi un lamento solitario.

Se sentó en la silla del rincón, al lado de la cocina que aun estaba tibia. Su abuela Josefina lloraba en el sueño, alguna vez la vio así cuando les relataba a él y su hermana sucesos de su vida. Entendió que la lectura del diario había avivado ese dolor. Precisamente recordó el relato del desalojo de Malal Co, la tierra donde se crió Josefina. Fueron encerrados por la policía en un galpón, todos los de la tribu, durante una semana, les daban solo un plato de comida diario y algo de agua. Les prohibieron hablar en su lengua y separaron a los hombres, en otro galpón. Ella perdió allí el embarazo de cuatro meses, del que iba a ser su segundo hijo, aseguraba que fue por el dolor y la impotencia. Nadie la asistió, solo unas mujeres que estaban con ella, las que con pañuelos y pedazos de vestido detuvieron el sangrado. Los llevaron a Pampa Loan, después de que alguien intercediera por ellos. Casi todos callaron. Despojados de sus casas, lo único que pudieron llevarse fue sus animales.

Elías volvió a la pieza, vio el poncho que colgaba de una de las paredes, sobre él descansaba un ñorquín que había sido de su abuelo, al que no conoció más que por los relatos de Josefina. Desde que los separaran en aquel galpón no volvió a verlo. Nadie le pudo explicar que sucedió con él y tres hombres más. Elías se acostó con una molesta opresión en su pecho, una antigua sensación volvió a sus pensamientos, ese sentimiento recurrente que solía visitarlo cuando habitaba los silencios. Una parte de su ser reclamaba esa pertenencia al suelo, al campo, a la libertad; la otra, lo tenía allí, en un pueblo perdido en la meseta, tratando de escapar de ese sueño que ya era parte de su vida, más que nada de sus noches, el que cada vez calaba más hondo en sus entrañas.

Se durmió con dificultad, sobresaltado. A poco de hacerlo volvió a ver a su abuela. No supo si era en el sueño o si realmente entraba a su pieza aquella mujer con un largo vestido negro, liso, y un pañuelo atado que le cubría el cabello. Llevaba dos aros inmensos y un collar de plata que brillaba, eran como pedacitos de luna atados a una cadena, colgando de su cuello. La vio sonriente, con un hombre a su lado, supuso que sería su abuelo, al que no conoció. Atrás de ellos había más gente, parecían llamarlo. Se volvió a despertar, esta vez con náuseas y ganas de correr hacia algún lugar que no sabía donde quedaba, quizás donde no lo llamaran Pato Negro, de no haber sido bautizado, donde no le doliera en el cuero y en los huesos las vejaciones a las que fue sometida su gente. Estaba allí, en ese lugar en el que lo arrinconó la vida, al que comenzó a creer que ya no pertenecía.

Cuando el reloj en su muñeca marcaba las siete de la mañana, salió de su casa. No vestía como siempre. Se había puesto esa bombacha que solo utilizaba los días de descanso, no era habitual para un martes. Llevaba puesto el poncho, ese que colgaba en su pieza; también una vincha que rodeaba su cabeza y aplastaba su pelo negro, tupido, áspero. Llevaba en sus manos una percha y un bolso. Elías Curihuala entró a la comisaría, como tantos días en los últimos años. Se dirigió al escritorio del comisario y allí dejó el que fuera su uniforme.

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