19/07/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: Rastros en la nieve

EMOCIONES ENCONTRADAS: Rastros en la nieve
El dibujo de Carlos Chingolo Casalla.
El dibujo de Carlos Chingolo Casalla.

“Quedate así, que ya te traigo una taza de cascarilla”, le dijo Isabel al anciano que ayudó a sentar en el sillón frente a la ventana. Se trataba de Clementino Rojas, ese hombre que alguna vez llegó desde Cochamó pidiendo algún trabajo y se quedó toda la vida en El Manso. Don Emilio, el dueño del campo, uno de los hacendados más importantes de la zona en aquellos tiempos, le dijo que en unos días salían con un arreo para Bariloche y que andaba necesitando gente. Era mayo del ´30 y la falta de trabajo se hacía sentir, esa fue la razón por la que Clementino decidió cruzar a Argentina, en busca de mejor suerte. La oferta de don Emilio fue difícil de rechazar.

“Acá te dejo la taza y el plato con el pan. No te vas a quemar. Voy a picar leña y vengo”, le dijo Isabel. Clementino asintió en silencio y se quedó mirando el patio, se veía el corral, vacío. Desde ese lugar salieron aquella vez con el arreo, terneros y algunos borregos. A Clementino le tocó marchar por detrás, con una pequeña tropa de mulas, las que al regreso cargarían víveres, forrajes y algunas otras cosas. Al mediodía del tercer día llegaron a la pampa de los Huenuleo, allí esperaron a don Emilio que bajó hasta el picadero para ver si estaba todo en orden para ingresar con el arreo. A media tarde ya estaban en el pueblo. Esa noche comieron alrededor del fogón y durmieron junto a los corrales. A la mañana siguiente les dieron libre, debían presentarse a las dos de la tarde en el patio de la compañía alemana, para comenzar a cargar las mulas. Clementino le pidió un adelanto de plata al patrón para comprarse ropa; había llegado con lo puesto y necesitaría algo abrigado para el invierno.

La mañana siguiente, cuando ya comenzaba a aclarar, partieron, el regreso demandaría menos horas, ya que solo debían controlar a las mulas, las que marchaban en caravana. El patrón hacía punta, montado en su colorado, cada tanto recorría la fila hacia atrás, controlando todos los detalles. Era un buen hombre, de pocas palabras, pero muy ocupado de su gente. En el viaje de ida alguien le contó a Clementino que enviudó joven y no tuvo hijos.

–Hay que tener cuidado con la mula tordilla, a veces se espanta –le advirtió don Emilio a Clementino, que marchaba por detrás.
–Recién, en la loma de ahí atrás, amagó a empacarse –respondió Emilio.
–Parece que tenés experiencia con las mulas –comentó el patrón.
–Allá en Cochamó las usamos bastante, para cargar abarrotes, maderas también –respondió Clementino.

Casi llegando al final del lago Mascardi alojaron, junto a un arroyo. Las mulas quedaron maneadas en un pequeño descampado. Don Emilio dispuso turnos de dos horas para cuidarlas a la noche.

Isabel entró desde el patio, trayendo un fuentón con ropa seca del cordel.

–Está lindo afuera. ¿Querés sentarte en el corredor?
–Bueno m ‘ija. Voy al baño –respondió Clementino.

Isabel lo vio irse. El baño estaba detrás de la casa. Caminaba encorvado, apoyado en un gastado palo que hacía de bastón. Lo recordó alto, espigado, como lo veía ella cuando era chica. Él la miraba desde esos ojos luminosos que con los años se le hundieron en el rostro; con ese cabello largo y desordenado, que seguía igual pero blanco en canas. Esperó su regreso.

–Acá te dejo la radio. ¿Estás bien? –le dijo Isabel, tomándolo de la mano.

Clementino no respondió. La miró con una sonrisa en su rostro que despejó la duda. Ella tomó la cara de ese hombre entre sus manos, le dio un beso en la frente. Fue como si sus labios buscaran un pedazo de piel entre las arrugas para posarse, con la suavidad de una abeja en la flor. Le acomodó la camisa debajo del pullover y allí lo dejo, a solas con sus recuerdos.

Aquella mañana, en el campamento que habían armado en Mascardi, de regreso a El Manso con la tropa de mulas, amaneció nevando. “Vamos a tratar de pasar la Pampa del Toro antes de que cargue más”, dijo don Emilio, evaluando la situación.

La caravana subía por un sendero, orillando el lago Guillelmo. Clementino cerraba la marcha montado en su caballo gateado. La nieve era intensa, con inmensos copos que no le permitían ver más que el anca de la mula tordilla que marchaba delante de él. No se supo bien si el animal resbaló o se espantó, rodó cuesta bajo, justo por un descampado de la falda del cerro, por donde cruzaba la caravana. Nada la detuvo. Clementino gritó, alertando al patrón. El sonido de su voz fue seco, la nieve acalló el eco. Entre la espesura blanca apareció don Emilio, emponchado.

–Debe haber llegado hasta el lago. Vamos a dejar una marca en un árbol y cuando amaine volvemos a buscarla. Si sobrevivió a la caída no va a ir muy lejos.
–Si quiere me quedo patrón – propuso Clementino.

Don Emilio quedó en silencio, evaluando la situación. Intentó mirar hacia arriba, para ver si aclaraba, pero fue inútil. Volvió la vista hacia un costado donde empezaba el bosque cerrado que subía por el cerro.

–Quedáte ahí abajo –le ordenó– Si sigue nevando te vas. Esta huella baja y ahí ya vas a divisar el campo. Estás a unas cinco horas más o menos.

Luego de un par de horas comenzó a aclarar, se abrieron algo las nubes y un sol tímido asomó. Clementino vio ese paisaje único, al que sus ojos estaban acostumbrados, pero no por ello dejó de parecerle bello. Era un hombre criado en la cordillera, aunque del otro lado, y conocía los rigores de la nieve y el frío. La claridad le permitió ver el lugar donde se hallaba. La huella por la que venían subiendo estaba a un par de metros de donde buscó reparo, por el otro lado daba a un barranco y allá abajo se veía el lago. Sin esfuerzo pudo ver a la mula inmóvil, con su cabeza y parte del pescuezo hundidos en el agua. O murió en la caída o se había ahogado, como supusieron con don Emilio. Decidió bajar caminando, para ver qué se podía salvar de la carga que llevaba el animal, parte de la cual se hallaba desparramada, luego buscaría al caballo y llevaría lo que pudiera. Como la mula tordilla era arisca la cargaron con cosas livianas, previendo que se podía caer o rodar, como efectivamente pasó. Algunos cacharros de cocina y mantas que llevaba en su lomo se podían observar en los alrededores, además de algo que había quedado atado sobre el lomo.

Clementino se hallaba observando todo aquello cuando creyó oír un gemido, desde unos matorrales cercanos. Al acercarse, vio, detrás de los árboles, en un pequeño claro, que había una especie de tapera; desde allí provenía lo que ya claramente se escuchaba que era el llanto de una criatura. El contraste de la luz en la nieve, al principio no le permitió distinguir con claridad el interior. Cuando pudo hacerlo observó que se encontraba recostada en un rincón una mujer, ya sin vida, con una beba en sus brazos. Clementino no tenía mucha experiencia con criaturas pero dedujo que no tendría más de tres o cuatro meses. Un torbellino de pensamientos le desordenó la mente y apuró su respiración, además de sentir un molesto repique no habitual en su pecho y un latir muy fuerte en sus sienes. Comprobó que la mujer estaba muerta; se notaba una mancha de sangre en el vientre, por debajo de donde abrazaba a la beba. Miró alrededor, pero no vio rastros ni nada que asegurara que allí había alguien más; por lo menos desde hacía varias horas. No había rastros en la nieve ni fuego encendido, claramente esa mujer buscó reparo circunstancial allí. “Vaya a saber cuánto hace que no come”, dijo en voz alta, buscando una respuesta donde no la hallaría. Pensó en recorrer las inmediaciones para ver si encontraba a alguien, lo cual le llevaría algunas horas, o largarse al Manso. Gritó un par de veces pero solo hubo silencio. Miró el cielo, que continuaba despejado y auguraba dos o tres horas de luz todavía. Si lo agarraba la noche intuyó que el caballo solo lo llevaría a la casa. Marchar le pareció la decisión correcta. Ya volverían para saber algo más. Antes de retirarse se acercó al cuerpo de la mujer y rezó un bendito, que alguna vez aprendió de niño.
Isabel salió al corredor a llevarle un mate a Clementino.

–Estás muy callado hoy ¿Qué andás pensando? –le preguntó, tomándole la mano.
–Me estaba acordando del día que te encontré –dijo el anciano, volviendo la mirada a esa mujer que lo observaba.
–¡Flaco favor te hiciste! Me trajiste y no me fui más –contestó ella, abrazándolo– Tomate el mate que en un rato vamos a almorzar.

Las crónicas de la época cuentan de aquella mujer que huyó en medio de un tiroteo, durante un asalto a su casa por parte de una banda de forajidos; que en el hecho murió quien fuera su esposo y único familiar en la zona. Que el ciudadano Clementino Rojas hizo los trámites para su adopción y que don Emilio los nombró únicos herederos de su propiedad.

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