05/07/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: Pájaros libres

EMOCIONES ENCONTRADAS: Pájaros libres

Aquel domingo de primavera estaba soleado. Margarita caminó por la orilla de la ruta hasta encontrar el sendero que bajaba hasta el lago. Estaba oculto entre los árboles, lo que hacía que poca gente lo utilizara. Por él se llegaba a una playa, pequeña, de piedras y algo de arena. Ese era el lugar que ella elegía para pasar su día de descanso. Vivía sola en una pequeña cabaña en la parte de atrás de la casa de sus propietarios, en el barrio El Mallín. Trabajaba de vendedora en una tienda de la calle Mitre. Los domingos de primavera y verano, si no había algún otro plan, se llegaba hasta el lago Escondido. Tomaba el colectivo que la dejaba cerca, luego caminaba. Aquel día era 23 de octubre (tiempo después lo marcaría en su almanaque). Se sentó en la misma piedra donde lo hacía habitualmente, junto a un inmenso tronco blancuzco que alguna vez fuera un árbol y que ahora yacía en la playa, al que la lluvia, el viento y los soles lo fueron resecando hasta convertirlo en esa especie de esqueleto u osamenta de lo que alguna vez fue. Allí apoyó la bolsa donde llevaba algo para almorzar, una botella de agua y una manzana. Se acercó a la orilla para mojar sus pies en el agua; estaba fría, aun así le provocaba una dulce sensación, era como un saludo a ese lago y al entorno, al que no dejaba de contemplar. Paseó su mirada por los cerros de la otra orilla. Allá a lo lejos se veían algunas casas. Vio bajar a un muchacho, quien luego de lavar sus manos y su cara, se sentó en las piedras. Se notaba que no era turista, llevaba puesta ropa de trabajo. Margarita se recostó hacia atrás, dejando que el sol bañe su rostro. Repasó en su mente el plan de vacaciones para el verano; algunos ahorros prometían llevarla unos días a Chile, a la casa de sus padres.

Hacía casi seis meses que no iba y tenía deseos de verlos. Una carta de unos días atrás le contó que su abuela estaba delicada de salud e intuía que sería la última vez que la vería. En eso estaba cuando sintió un ruido detrás suyo, entre las matas de mosqueta. La persistencia del mismo la llevó a acercarse a ver de qué se trataba. Alcanzó a ver entre las ramas que allí se encontraba un pichón de ave tratando de moverse. Lo tomó suavemente, seguro se habría caído de algún nido cercano. Miró hacia arriba, en los árboles cercanos, para intentar hallarlo pero no vio nada. Tenía a ese pichoncito entre sus manos, sintiéndolo temblar y abriendo instintivamente su pico. Se acercó el muchacho.

–¿Es un pichoncito? –le preguntó.
–Sí. Parece que ha caído de un nido –respondió ella, sin dejar de mirar al pajarito que tenía en sus manos.

Margarita volvió a la piedra donde estaba sentada antes del hallazgo, con el ave en sus manos.

–¿Sos de por acá? –preguntó el joven, que la había seguido.
–No, vivo en el centro. Vengo a pasar los domingos, cuando está lindo.
–Qué raro que no nos hayamos visto antes –dijo él– yo trabajo acá cerca y siempre bajo a esta playa.
–Me llamo Alfredo –concluyó.

A Margarita le pareció amable ese muchacho, alto, de cabellera rubia desordenada y voz calma.

–¿En qué trabajás? –preguntó Margarita, que había sacado unas migas de pan e intentaba hacer comer de su mano al pichoncito.
–Soy jardinero. Permitime –dijo él, tomando suavemente el ave en su mano– tenés que ponerte las migas en el dedo y metérselas en el pico. ¿Ves como lo abre? Todavía no sabe comer solo –dijo, mientras pacientemente lo hacía.

Margarita se enteró de que Alfredo trabajaba en un chalet cercano. También atendía el jardín de varios de la zona de Llao Llao. Le propuso llevarse al pichón, dejarlo en una jaula y alimentarlo hasta que emplumara.

–Si venís el domingo lo traigo, para que supervises el cuidado –le dijo él, sonriendo.

El domingo siguiente estaba algo fresco, pero Margarita decidió ir igual hasta la playa del lago Escondido. No se había dado cuenta de que se arregló algo más de lo habitual, ante la expectativa de encontrarse con Alfredo. “Pura coquetería”, pensó. No sabía ni quién era ese hombre pero su risa amable y su mirada mansa la acompañaron durante la semana. A poco de bajar a la playa llegó él. Traía una pequeña jaula, con el pichón dentro y un frasco con algo para alimentarlo. Lo puso en las manos de Margarita y le enseñó cómo hacerlo.

Estuvieron un par de horas juntos, conversando y compartiendo lo que había llevado Margarita en su bolsa, como cada domingo; aunque, previsora, llevó un poco más, además de una pastafrola. Se enteró que él era de Chascomús, que había llegado a Bariloche luego de una incursión en la universidad, en Buenos Aires. “Milité en la JP hasta que se puso duro con la dictadura y me fui a recorrer Centroamérica. Ahora que volvió la democracia pude regresar. Me vine hace dos veranos de mochilero, a probar suerte. Y aquí estoy, dándole de comer a un pájaro a orillas de un lago y en buena compañía”, dijo mirándola con esos ojos que parecían algo grises, como el plumaje de ese pichoncito que los había reunido. “La semana que viene lo vamos a poder soltar. Seguramente ya aprenderá a volar”, le dijo Alfredo. “Ojalá todavía no”, pensó ella, estaba sola y ese jardinero era un misterio, como el bosque que los rodeaba y al que quería descubrir. El domingo siguiente Margarita decidió llegar un poco más temprano. Pasó de largo la entrada del sendero que bajaba hasta el lago y se aventuró algo más allá, donde intuía que se hallaba el chalet cuyo jardín cuidaba Alfredo.

Doblando un recodo del camino vio una casa muy grande, en una especie de loma, alfombrada de césped y con inmensos canteros con flores y plantas de todo tipo, algunas más altas. Eran como islas multicolores entre la alfombra verde. Allá estaba él, hincado en uno de esos canteros, sacando algunos yuyos entre las plantas, con sus manos hundidas en esa tierra negra y húmeda, que daba vida a todas ellas. Lo vio tan en su mundo, casi acariciando las flores, con esa paz que irradiaba su persona, su voz y su mirada. Margarita se dio cuenta de que estaba enamorada. Lo observó desde el cerco, por entre los arbustos, sin que él se diera cuenta. Él parecía formar parte de todo lo que lo rodeaba; desde esa talla alta, con sus manos fuertes, acariciaba todo ese universo vegetal, parecía comunicado con él.

Ella volvió a la playa, a esperarlo. Cuando lo vio llegar, la envolvió una tibieza más intensa que la del sol del mediodía que iluminaba todo. Alfredo traía la jaula en sus manos y el ave se paseaba nerviosa dentro de ella, tal vez presintiendo su inminente libertad.

–Llegó el día amigo –dijo él, acercando la jaula para que Margarita la tome entre sus manos.
–¿Qué hago? –dijo ella.

No sabía qué hacer con el ave, ni con el temblor de sus manos, ni con su corazón, que parecía querer salírsele del pecho. Las manos de Alfredo estaban junto a las suyas, sosteniendo a ese pichón aterido que había propiciado el encuentro, y eso la tenía perturbada. “A la cuenta de tres abrimos las manos”, dijo Alfredo. En ese momento ella deseaba una cuenta sin fin.

El pájaro miró a ambos lados, comprobando estar libre. Pareció agazaparse, como tomando impulso y voló, a la libertad, a ese cielo azul que lo esperaba para que dibuje con sus alas el nombre de Margarita y Alfredo. Lo último que vio, antes de que lo devore el infinito, fue a esas dos almas que soltaron a sus pájaros, los de sus corazones y se besaron en la playa.

Te puede interesar
Ultimas noticias