14/06/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: Volver a empezar

EMOCIONES ENCONTRADAS: Volver a empezar

Era una de esas mañanas de otoño, un cordón de bruma parecía aferrado a la cintura de las montañas, encima del lago, a esa hora en que el sol levanta y parece estar más fresco que a la madrugada. Rogelio venía al tranco de su caballo, por fin transitaba por la huella después de haber cortado campo. Se había alojado en una tapera abandonada que encontró a su paso la tarde anterior. Allá adelante se perfilaba el caserío del pueblo, con algunos pañuelitos de humo sobre los techos. Seguramente buscaría algún lugar donde quedarse un par de días hasta decidir qué hacer. A lo lejos se veía el imponente edificio del aserradero y un par de muelles se metían en el agua como lenguas de tablas y postes. En la parte baja, junto al lago, las casas estaban bastante ordenadas, pero por la falda de la loma se veían otras desperdigadas. Al pasar frente a una de ellas vio a una mujer que intentaba picar un palo de leña mientras miraba a su hijito pequeño que jugaba dentro de un cajoncito, a unos metros de ella. Se dio cuenta de que esa mujer no estaba pudiendo hacer lo que se proponía. Se acercó.

–Dejemé ayudarla, señora–dijo Rogelio, descendiendo del caballo.

La mujer no contestó, tampoco lo miró. Él entendió una aprobación. Colgó su saco en un poste del cerco y tomó el hacha.

–¿Es para la cocina? –preguntó, haciendo alusión a la medida.
–Si –dijo ella. Su voz salió apenas de su boca– No tengo para pagarle su trabajo –concluyó.
–Nadie habló de pagar señora –dijo él, comenzando a picar la leña.

Luego de una hora, Rogelio había armado una pila de troncos, cortados prolijamente. Cada tanto se incorporaba y miraba el lago, allá abajo. Por la huella que pasaba a un costado de la casa vio venir un catango cargado de rollizos. Los bueyes daban trancos cortos y se veía el esfuerzo por sostener el peso en la bajada. El hombre que marchaba por delante de ellos lo saludó. Evidentemente llevaría maderas al aserradero.

–¿Se sirve un mate? –escuchó desde la puerta de la casa.
–Me llamo Rogelio –dijo él al acercarse a la puerta y aceptar el mate.
–Yo soy Ana –dijo la mujer, que cargaba al niño en sus brazos– yo creo que con eso va a estar bien para unos días.
–¿Le parece? –dijo Rogelio mirando la leña– Dejemé que se la entre.

El interior de la casa era modesto. La cocina en un rincón, un aparador y la mesa. Por detrás, una ventana daba al cerro. Se veía una puerta que llevaría al dormitorio, supuso Rogelio.

–¿Sabe de alguna pensión?, es por un par de días.
–Acá bajando hay una casa grande, amarilla. Ahí saben dar alojamiento –indicó Ana– ¿anda de paso?
–Sí. Dejé de trabajar en la estancia de Martínez y me vine para acá. A ver si rumbeo para algún lado o si saben de algún trabajo por la zona.
–Vaya a averiguar y venga a almorzar. Así le pago el favor.

La voz de Ana sonaba más distendida. Rogelio tuvo la intuición de que estaba sola con el niño; de haber un hombre en la casa no debería haber tenido que estar cortando leña ella.

Bajó de a pie. Dejó el caballo atado frente a la casa de Ana, allí había un descampado y suficiente pasto. Cuando sonó la sirena del aserradero estaba de regreso en la casa. Era una de las últimas del pueblo. Estaba casi sola, la más cercana estaría a unos cien metros, más arriba, por la falda del cerro.

Un plato de guiso humeante lo esperaba. No había comido sentado a una mesa desde hacía días, desde que salió de la estancia.

“Don Abel, el patrón, falleció hace unos meses y se vino a hacer cargo de la estancia un yerno, bastante malo de carácter el hombre. No sabe mucho de campo pero le gusta mandar. Hace hacer las cosas como él quiere y cuando salían mal nos culpaba a nosotros, a la peonada. Muy porfiado.

Discutimos y ya le pedí las cuentas. Una pena, yo trabajé casi veinte años ahí”, dijo Rogelio. Todo eso lo tenía guardado. Ana era la primera persona con quien conversaba desde lo sucedido.

Ella volvió de la pieza, luego de amamantar al nene y dejarlo dormido. “Mi esposo falleció hace unos meses. Se ahogó. Traían maderas desde la isla y los agarró un viento fuerte que les desarmó la balsa. El patrón nos había dado para pagar este terreno y las maderas para la casa, estaba quedando linda ¿vio?”, dijo Ana, secando sus lágrimas con la punta del delantal, mirando alrededor. “La familia de él es de San Martín y yo de Quetrequile. Mi papá quiso llevarme, pero no quise. No quiero dejar esto”, concluyó, meneando la cabeza, juntando con la mano las migas de pan que quedaban sobre el hule de la mesa.

–¿Y acá como se las arregla? –quiso saber Rogelio.
– Aquí atrás vive la Estela, que es la esposa de Rafa, que trabajaba con Hugo, mi esposo. Ella me ayuda con las cosas, a veces me cuida el nene mientras bajo a comprar algo. El patrón es un hombre muy bueno, me sigue pagando lo que cobraba el Hugo y me dijo que cuando pueda trabajar me va a llevar a su casa, para la limpieza. Me dijo que el terreno y la casa ya estaban pagos –continuó ella mientras lavaba las cosas del almuerzo en el fuentón.

Rogelio se quedó un instante en silencio observándola lavar los platos. Era menuda, de aspecto frágil y mirada mansa, sus ojos transmitían paz. La imaginó feliz con quien fuera su compañero, amor coronado por esa criatura que la acompañaba. Él, a sus casi cuarenta años, no sabía de amores perdurables. Algunas veces pensaba que la vida de peón era solitaria y no permitía el encuentro con mujeres, aunque alguna vez, entre las sombras de la luna, en noches de desvelo, adivinó una figura entre sus brazos.

La mañana siguiente Rogelio decidió acercarse al aserradero. Al pasar por la calle principal, vio un comercio importante embanderado; estaba próximo el centenario de la patria y se disponía todo para los festejos.

El aserradero era un edificio grande y se movía una cantidad de gente que le llamó la atención. En realidad quería curiosear aquello, su oficio era el campo pero pensó que allí por ahí sabían de algún lugar donde ofrecer sus servicios. En una pequeña oficina que había junto al portón de ingreso, conoció a un señor de apellido Balmaceda, que era jefe de personal. A él le contó que andaba en busca de trabajo.

“Aquí atrás tenemos unos corrales, donde descansan los bueyes y las mulas de los carros. También hay que cuidar unos caballos de gente que llega, no solo por madera, particulares, gente de la zona, que los deja al cuidado mientras hace sus cosas en el pueblo. Además, una vez al mes hay que ir hasta el campo a traer algunos animales para consumo. Los patrones tienen estancias por acá cerca”.

El ofrecimiento lo llenó de incertidumbre. ¿Se hallaría en ese lugar? Estaba acostumbrado a la soledad del campo, a las distancias y los arreos. No conocía otra cosa, así se había criado. Tal vez sería bueno probar la vida de pueblo. Regresó a la pensión cargado de dudas.

A la tarde se acercó a ver a su caballo y se cruzó a lo de Ana. Ella estaba hirviendo unos pañales en una olla. La mesa estaba puesta, con algo de pan y unas tasas. Como si esperara a alguien, tal vez a él.

Rogelio le pidió permiso para alzar al niño que estaba en un corralito, en una esquina de la casa. No eran muchas las ocasiones en que había tenido en sus brazos una criatura, lo más parecido había sido algún corderito guacho. Sus manos ásperas y rudas contrastaban con la piel tersa del bebé. Le contó del ofrecimiento y de las dudas que lo envolvían. Ella lo escuchó y detuvo el palo con el que revolvía el agua. Se quedó un instante en silencio.

Cuando volvió la mirada hacia él, su rostro estaba iluminado por una sonrisa apenas disimulada, con una luz en el rostro que hasta ese momento Rogelio no había visto

–¿Y va a aceptar? –dijo, intentando ocultar el interés.
–Estoy pensándolo –dijo Rogelio, aunque en su interior, sintió que la decisión estaba tomada.

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