07/06/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: La Pulpería

EMOCIONES ENCONTRADAS: La Pulpería

La Pulpería era una peña que tenía mi amigo, el Indio Piri, en Cipolletti. Una peña en su más estricto sentido, una reunión alrededor de la música, sin escenario. La guitarra daba vueltas por el local, de mesa en mesa y cada uno se despachaba con algo. Eran mis inicios con la guitarra, mi adolescencia buscaba en la música un remanso para tanta rebeldía con la escuela técnica, solo quería ese mundo de letras y sonidos que cada vez amarraba más sus cadenas a mi sangre. Tiempos de la dictadura más cruel que recuerde nuestra patria. Soy de esa generación que transitó la escuela desde Onganía, triple A, guerrilla, Proceso, para salir en la guerra por Malvinas. En aquellas peñas, contemplaba el derrotero de las guitarras entre las mesas, donde los grandes guitarreros valletanos obligaban a los jovencitos a ir al arco, a ser su alcanza pelotas, en ese partido de liga de primera, donde desgranaban lo mejor de su repertorio y nos dejaban tocar algo cuando ellos descansaban. Allí, tembloroso y tímido, dejaba salir algo de Fleury, Tárraga, Falú o Atahualpa. Se ve que llamaba la atención por mi juventud y me requerían seguido alguna pieza. Los viernes y sábados abría el local, donde se servía locro o empanadas, regados por el blanco y el tinto en jarras. Todo muy sencillo, también una pavita con un mate para quienes quisieran.

A un par de cuadras había una peña similar, la del Negro Espinoza, que se llamaba La Rueda de Amigos. Era habitual ver que los músicos rotaban entre ambas; el que tocaba en una iba a la otra y viceversa. A veces, cuando había poca gente, uno iba al local del otro y, si veía que la cosa estaba mejor, se venía con todos sus clientes. Un claro ejemplo de convivencia, sin mezquindades, con el placer de la reunión y la música por encima de lo comercial.

A eso de la una de la mañana, cuando ya se iban yendo algunos clientes, alguien cerraba la puerta con llave y se apostaba cerca del ventanal que daba a la calle para campanear el paso de aquellas camionetas, a las que llamaban “guerrilleras”, con militares patrullando. Eran unas F 100 que en la caja, debajo de un toldo, tenían unos bancos donde los soldados iban sentados espalda con espaldas. Recorrían las calles, requiriendo documentos a quienes transitaban, además de caerse en algunas reuniones sin invitación previa. Poco disfrutábamos en esos años de libertades y derechos, toda una generación criada en un país violento, enfrentado, intolerante, manipulado y desinformado. Allí, a media luz, comenzaban a salir las canciones “prohibidas”, ese largo rosario de composiciones consideradas “perjudiciales” para la sociedad, peligrosas. Vaya paradoja, quien realmente era el peligro decía qué era bueno o malo. Canciones de Tejada Gómez, Los Olimareños, Zitarrosa, Atahualpa, Víctor Jara, Violeta Parra, etcétera, iban poblando el aire, respirando y haciéndonos respirar arte. Mi corta edad comprendía que en ellas había algo distinto, un compromiso con la poesía y la gente, con las cuestiones donde anida la canción popular: en el pueblo. Tal vez la corta intelectualidad del censor no lograba descifrar tan alto valor estético y les colgaba el cartel de “prohibidas”.

Una de aquellas noches, llegamos junto a Marcelo Berbel, quien solía darme el privilegio de ser su ladero en algunas recorridas. Esas cosas que uno da gracias a Dios por haber estado allí y poder vivirlas, estar al lado de la creación de canciones que son patrimonio de una región, de tanta gente que las toma como propias. En el local, tenían un guitarrero fijo, al que llamaban Beto. Era un hombre que estaba todas las noches para hacerse cargo de la música, mientras llegaba algún cantor, además acompañaba a quien quisiera cantar. Era un hombre de camino andado, ex integrante de un reconocido conjunto a nivel nacional, que manejaba un vasto repertorio de folklore y tango. Solo le decían el titulo de la obra que querían que él acompañe y el tono (o lo buscaba), y lo hacía con verdadero talento, buen cantor además. El típico guitarrero de boliche. “Cuando volvamos te voy a contar una historia con este”, me dijo al oído don Marcelo. Esa noche le requirieron algo de su obra. Piri desenchufó la heladera del local, para que nada quebrara el silencio, para que solo la cascada voz del poeta hilvanara sus palabras en forma de poemas, acompañado por su guitarra y le diera a la noche un toque distinto, inolvidable.

Ya de regreso, cuando el día comenzaba a anunciarse en el cielo, antes de dejarme en mi casa, don Marcelo me contó aquella historia prometida. “Hace años, de la RCA, me dijeron que buscara algún cantante para que grabe un disco, todo con obras mías. Sin escalas. Yo decía ‘este es el cantor’ y se iba derecho a grabar. Ya Cafrune había grabado La Pasto Verde y algunas otras canciones mías y varios comenzaban a interesarse por la muisca de la Patagonia. Yo me acordé de este Beto, que era muchacho y cantaba lindo. Lo salí a campear; alguien me dijo que cantaba en un boliche que había entre las chacras, cerca de Allen. Me fui para allá. Justo cuando abrí la puerta para entrar, alguien del público le pidió que cantara La Pasto Verde y él dijo que no, que esas canciones no le gustaban, que se dedicaba a otro tipo de canciones, más divertidas. Así que pegué la vuelta y me vine. Nunca supo lo cerca que estuvo de grabar un disco”.

Hoy, a la distancia, tomo aquello como una muestra de lo que es el destino de las personas. Como a veces se sincroniza todo, en un instante único, irrepetible, para cambiar la vida de las personas y abrir o cerrar caminos. Las noches valletanas deben guardar el recuerdo de aquel cantor, andará su sombra con la guitarra bajo el brazo, recorriendo lo locales donde hubo boliches. Tal vez en los silencios se pueda oír su voz. El poeta se convirtió en leyenda. Esas noches fueron fundacionales en mí. Aquellas lunas me hicieron soñar un camino que hoy me tiene aquí, entre guitarra, canciones y escritos que aparecen en noches de insomnio.

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