31/05/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: Nieve en la veranada

EMOCIONES ENCONTRADAS: Nieve en la veranada

 

Marcelino se despertó y no necesitó mirar afuera para darse cuenta de que estaba nevando, esa quietud y el silencio tan particular de cuando ello sucede se percibía. La tapera que utilizaba en la veranada no tenía ventanas, era apenas un techo con unas paredes precarias, un fogón y un catre.

Había llegado hacía diez días desde la estancia Río Blanco, con los animales. La primavera ya estaba apoderada de aquel octubre y trajo con ella una buena parición, que requería los cuidados especiales propios de esa situación. Le llamó la atención, por la época, que estuviese nevando, aunque los campos de la veranada son altos y siempre está latente la nieve. Los días previos habían estado soleados y templados. Al asomarse vio que nevaba tupido y ya se iba juntando bastante. Pensó en los animales; por suerte, el día anterior encerró en el corral a las chivas paridas, allí había un pequeño techado donde ellas se refugiaron. 

La nevada lo sorprendió, no había alcanzado a juntar bosta seca, tampoco a carnear, lo iba a hacer justamente esa mañana. Evaluó que quedarse allí, en la tapera, sería un riesgo si seguía el temporal. Tal vez bajar hasta algún puesto cercano era una opción, poco podría hacer por los animales quedándose, en todo caso cuando aclarara volvería. Pensó en su vida por delante de todo. Se puso el poncho castilla y partió. La estancia estaba a un día de viaje más o menos, en dirección al este. Decidió bajar.

Seguramente cerro abajo estaría más claro. Anduvo lo que calculó una hora, estaba todo muy cerrado y en determinado momento no supo a dónde iba. De pronto se vio metido en un cañadón que no recordaba haber pasado cuando subió con el arreo, seguramente la cerrazón lo había hecho cambiar el rumbo. Estaba perdido. “Si me quedo quieto me va a agarrar el sueño blanco”, pensó. Intentó limpiarse la nieve de la cara y comprobó que su mano casi no le respondía, estaba helado, no sentía las piernas, las que instintivamente se levantaban y volvían a pisar venciendo el manto blanco. Pensó en algo que le alejara el pensamiento de lo que estaba transitando, algo que lo enojara, para calentarle la sangre. Hacía tiempo andaba con ganas de buscar nuevos rumbos. Estaba cansado de los maltratos de don Julián, su patrón. A él y a doña Carmela les habían traído aquel pequeñito, envuelto en una manta. Ese hombre nunca lo quiso, si estaba vivo era por los cuidados que le brindó la señora. “Indio flojo, agradecé que te damos trabajo y comida”, solía decirle. Era prácticamente un sirviente de la casa. Doña Carmela falleció y lo poco que ella podía interceder por él, se fue con ella. Por eso quería buscar nuevos rumbos, aunque nunca había salido de la estancia, decidió que cualquier lugar sería mejor, al menos donde no lo maltrataran. Donde no fuera un esclavo. Recordó el terror que le provocaba, cuando era pequeño, escuchar decir a don Julián: “Al primer mercachifle que pase se lo vamos a dar. Que se lo lleve por ahí”, tal vez el no haber podido tener hijos le provocaba tanto rencor a ese hombre. La nieve seguía cayendo y no escampaba. Por un momento le pareció que estaba subiendo nuevamente. Vio a un costado una planta alta, parecía un molle. Miró alrededor y comprobó que, aunque la nieve remolineaba, había un costado de la planta que tenía menos. Decidió recostarse allí. Le pareció peligroso detenerse pero no daba más. Tomó un puñado de nieve y se lo llevó a la boca, se dio cuenta que tenia sed y una sequedad en la garganta que le molestaba al tragar.

De lejos le llegó una voz, era de un hombre; parecía un eco lejano. ¿Sería su padre? Nunca lo conoció, ni a él ni a su madre. Más de una noche de insomnio se preguntó quienes serían y porqué lo abandonaron, pero la casi esclavitud en la que se crió no daba espacios para preguntas ni sentimientos. ¿Estaría delirando o esa voz era real? “No se me vaya m´ijo, reaccione”, alcanzó a escuchar y comenzó a sentir un ruido seco sobre su cuerpo, como el de un rebenque al golpear el cuarto del caballo. De eso se trataba, alguien azotaba su cuerpo y poco a poco comenzó a sentir que le dolía. Más tarde, cuando reaccionó, ese hombre que estaba frente suyo le dijo que fue para sacarle el pasmo del frio, “para que le circule la sangre.

Recién después hay que acercarse al juego”. Era un señor mayor, de larga barba blanca, al que apenas se le divisaban los ojos por un poncho que le tapaba hasta la boca y un sombrero de ala ancha.

–¿Dónde estoy? –preguntó Marcelino, mirando alrededor.
–En mi casa. Lo encontré esta mañana cuando salió el sol –dijo el hombre, mientras le acercaba un jarro humeante– Bah, mejor dicho lo encontró mi perro, que ladraba pal lao´e la loma.

Marcelino sintió el sabor intenso de ese caldo que le recorría el cuerpo, llenándolo de calor, devolviéndole la vida. Se incorporó un poco en el catre donde estaba tendido.

– Yo vengo de la estancia Río Blanco, estaba en la veranada y me largué al campo con la nieve.
–¡Uh! –exclamó el hombre– eso queda allá atrás –dijo, señalando con el mentón hacia el oeste– anduvo bastante.

Marcelino vio por una hendija de las maderas que se filtraba el sol. La ruca de ese hombre, que según le dijo se llamaba Pichuman, era precaria.

Desde la cocina salía un calor que invitaba a no querer moverse de allí. Un aroma a carne asada salía del horno.

“La estancia Río Blanco… ¿Ahí ta’ don Julián no? Lo mentan bravo al hombre”, dijo Pichuman, clavando sus ojos negros en los del muchacho. La casi total ausencia de dientes en su boca le hundía los labios y costaba entender lo que decía. Sacó una fuente del horno y la dejó sobre la mesa. El sabor de carne de capón terminó de acomodarle el cuerpo a Marcelino, que hacía casi un día que no comía.

“No me dan ganas ni de volver a la estancia. No deben haber quedado animales con la nevazón y el patrón se va a poner fulero. No creo que le interese que yo me haya salvado o no”, dijo Marcelino, mientras pelaba con el cuchillo la carne pegada al hueso que sostenía en su mano.

“Así nomá´e la gente amigo”, dijo Pichuman, luego de escuchar la historia de ese hombre al que había rescatado de la nieve. “Acá en la zona ha pasado de todo. Cuando yo era muchacho eran tiempos muy bravos, la vida no valía nada. Aun hoy es difícil ser indio. Muchos de estos campos de ahora se hicieron a cuchillo y bala. Muchos dicen que pa ´que queremos campo si somos flojos. ¡Ahí lo tiene! Aguántese una nevazón de estas, viva todo el año acá… ¿Dónde cree usté que está la gente que vivía en esas taperas abandonadas que hay para allá abajo, acá atrás, pa´allá pa´arriba?

Mi finao padre decía que había cantidad de gente y animales; que él vio como cargaban a mujeres y chicos en carros y se los llevaban vaya a saber dónde. Se acordaba de la Romilda, a la que le mataron al marido y le sacaron los chicos. Se la llevaron y no se la vio más. Dicen que a los hijos los repartieron por la zona”.

Pichuman sacó del bolsillo de su camisa un sobre con papel y comenzó a liar un cigarro con algo de tabaco, al que acomodó en la comisura de los labios y encendió con una brasa. Marcelino lo observó en silencio y zamarreó su cabeza como alejando un pensamiento que lo atravesó. No sería descabellado pensar que era hijo de alguna de esas mujeres. “Hacen un par de años dicen que la vieron a la Romilda de cocinera, en uno de los campamentos del tren que va pa ´Bariloche”. Haber estado al filo de la muerte fue un punto final y al mismo tiempo uno de partida para Marcelino.

Con lo puesto se largó desde la misma veranada. Por un momento pensó en los animales, allí estarían bien, pasto y agua había en abundancia. Ya los encontrarían quienes fueran a reemplazarlo. El gusto más grande quizás, sería no verle la cara a Julián, no le despertaba más que desprecio y si algo le debía, se lo había pagado con trabajo y decencia para nunca quedarse con lo que no le pertenecía. “Ese Julián, cuando era muchacho, solía andar con otros más corriendo gente y haciendo vaya a saber qué cosas, mejor ni acordarse ni acordarse”, le dijo Pichuman en aquella conversación.

Cuando Romilda vio el rostro de ese muchacho que golpeaba las manos en el portón, sintió que se le caía el fuentón con ropa que traía desde el cordel. Era la cara de Likan, su padre. La última vez que lo vio fue aquella mañana en que Ñanco vino a avisar que una cuadrilla estaba arreándoles las chivas desde el mallín. Claramente les estaban robando, aprovechando que no había alambrados. La vida en comunidad de aquella gente no los necesitaba. Lo vio partir montado en pelo, junto a otros. Rato después llegaron unos hombres de a caballo y cargaron a todas las mujeres en un carro, llevándose a los hijos por otro lado.

“Que el juez mandó a desalojarnos”, contó Romilda rato después del encuentro, reponiéndose de la emoción vivida. Trabajaba en una pensión, en Bariloche, de mucama. Allí llegó junto con el ferrocarril y se quedó. “Tu padre te había llamado Yepún, como se llamaba su abuelo, que vino del otro lado de la cordillera con la abuela y después de la guerra se hicieron pa ´este lao”.

Años después, Yepún (nombre que adoptó desde el reencuentro con su madre), escuchó en el servicio social de la radio que intentaban contactar a familiares de Pichuman, para que se acerquen al hospital. Allí se presentó, sabiendo que aquel hombre que le salvó la vida no tenía a nadie en este mundo. “Cuando salga de acá lléveme pa´l campo”, le dijo. Yepún supo muy bien lo que quiso decir Pichuman. Allí descansa. En su tierra. También Romilda, que volvió a su lugar y allí vivió sus últimos días. Cuentan en la zona, que las manos y los yuyos de una india, alguna vez, salvaron a don Julián de una rodada en un caballo. Ironías del destino.

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