17/04/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: Aprendiendo

EMOCIONES ENCONTRADAS: Aprendiendo

Hoy me levanté cuando comenzaba a clarear. Miré por la ventana y vi un típico día de otoño, está húmedo, parece que llovió un poco. El cielo gris, con nubes claras y oscuras. A lo lejos canta un gallo, que sabe cantar y lo hace, nada le importa, solo la porfía de su grito al aire; mi perro duerme plácidamente. Por un momento me quedé pensando en la vida que sigue, el mundo que gira y gira, el sol que se irá al fin del día, más allá de que las nubes lo hayan dejado ver, sabiendo que mañana volverá, como siempre lo ha hecho y lo hará. Es tiempo de ese ritual de hojas amarillentas, rojizas, ocres y pálidas que una brisa hará caer y alfombrarán el suelo. Los mapuches dicen que este es tiempo de ir hacia adentro, que así lo hace la naturaleza e invita a la gente a hacerlo. Ya vendrá el tiempo de salir nuevamente.

Estamos transitando un período difícil, en nuestra calle, en el barrio, la ciudad, el país. Esa sensación de estar deslizándonos por un tobogán, a oscuras, sin saber dónde parará, si nos lastimaremos o solo nos pondremos de pie con un rasguño. Un virus silencioso vino a arrinconar a la gente, a sacar conductas y sentimientos ocultos que el miedo ha puesto a la luz. Algunos salen corriendo y otros se quedan a remarla. Miedo, cinco letras que pocos se animan a pronunciar. Por la salud, el trabajo, ¿qué vendrá? Ese miedo está en nuestra naturaleza y no nos animamos a manifestarlo, lo queremos esconder.

Me vino a la memoria el cuento de aquel sabio que cruzó por una aldea y preguntó de qué vivían todos; le dijeron que tenían una vaca, la ordeñaban, tomaban leche, hacían quesos y manteca, algunos la llevaban a pastar y la cuidaban, para luego volver a requerir de ella. El sabio, al alejarse, pidió a un discípulo que lo acompañaba: “Sin que nadie lo vea, arroja a la vaca por un barranco”. Así lo hizo y se alejaron. Años después volvieron a pasar por la aldea y vieron que estaba floreciente. “Pasé hace años por aquí. Veo que ahora está muy bella”, le dijo a alguien. “Vivíamos de una vaca. Un día ella cayó por el barranco y nos quedamos sin nada. Tuvimos que aprender a subsistir. Uno sembró una huerta, otro reparó el techo de una señora, que a cambio le remendó sus ropas. Un señor que sabía zapatería arregló los zapatos de quien le picó leña y así subsistimos.

Cada uno descubrió que era capaz de cosas que ignoraba”. Este es, más o menos, el relato aquel, pero parece que esto es lo que estamos queriendo hacer en estos días, volvernos solidarios. Se nos ha desbarrancado la vaca.

Es cierto que el cuerpo o la mente van antes que el alma, reaccionan antes. Nos acostumbramos a ver gente con máscaras y barbijos, a rociarnos con alcohol, a tener a mano la lavandina. Y de pronto nos detenemos y parece que estuviéramos viendo una película de ciencia ficción. Pero los actores somos nosotros, actuando en un escenario que es nuestra propia historia, de la que somos los guionistas. Somos protagonistas de un hecho que cambiará el mundo, del que habrá un antes y un después.

Una docente me cuenta que está angustiada, porque tiene que ver cómo hacer para llegar a sus alumnos, con una aplicación de un celular que no sabe utilizar. “Soy de otra generación, ¿vio?” “Yo no quiero que mis hijos miren pantallas”, dicen otros, pero esa pantalla les permite ver a sus compañeritos y a su docente. Hoy las pantallas son supervivencia, los mantienen unidos a los abuelos y tíos, que viven cerca pero están alejados.

“Un padre, con permiso de circular, se ofreció a repartir entre los nenes del grado, unos libros que otro compró”, comenta la maestra. Allá va, casa por casa. Una enfermera llega a su hogar, exhausta, se quita la ropa al ingresar, como una guerrera deja sus armas, se ducha y abraza a los suyos.

El almacenero sale de atrás de la mampara que tuvo que poner entre sus clientes y el mostrador, cierra su local, pone manos a la obra para asear y mañana estar otra vez al servicio de sus vecinos. Los abuelos aprendieron a grabar un video para saludar a los nietos, para contarles algo, para decir aquí estamos, guardaditos, cuidándonos. “Como será que me puse a rezar. Ya me había olvidado”, me comenta un amigo por teléfono.

Hay tiempo para asombrarnos de la fauna silvestre que se asoma a las calles y patios a ver qué ha pasado con aquellos a los que le tienen tanto recelo, ¿Dónde andarán?. “A no acostumbrarse”, dirá una madre a sus crías, “miren que volverán a salir y tendremos que huir de nuevo”. Ojalá, al verlos tan cerca cambiemos conductas y prediquemos su cuidado y respeto.

Mientras pienso y escribo, veo que el día ya es cierto, que la claridad ya se instaló, que la mañana puso rumbo al mediodía, este dará paso a la tarde y luego oscurecerá. Y ojalá la noche no traiga insomnio. El gallo guardó su canto, mañana saludará a la primera luz. El perro tal vez añore algo más de movimiento, para poder ladrar un poco. Por ahora se conforma con hacerlo al basurero, que abnegadamente pasa a recolectar nuestros desperdicios.

Tengo miedo y lo digo, no sé qué va a pasar. Veo como se discute en un mismo plano de salud y de mercados, de pandemia y economía. ¿Riesgo país, dólar liqui, tasas de interés? Me acuerdo de la abuela de mi amigo el Gringo, ella contaba que después de la guerra, armaban aulas arriba de los escombros. “La vida por encima de todo”, me digo, mientras me refugio en el canal Gourmet, para seguir engordando. “¿Dónde está mi barbijo?

Voy a comprar pan”. “Voy yo, que mi documento termina en impar y hoy me toca salir”. Los ojos se esfuerzan por suplir a la boca, que está escondida bajo un barbijo y no muestra sonrisas. Se hacen cargo de ser mensajeros del resto del rostro. Tal vez sea tiempo de reencuentros nido adentro, de charlar eso pendiente, sin apuros, de apapacharnos.

La certeza que tengo es que extraño un abrazo, una ronda de café, un vino con amigos a los que quiero cantarles de cuerpo presente y no por una transmisión en vivo de Facebook. Quiero sentir en mis mejillas el beso de quien veo en las pantallas u oigo en el teléfono. Quiero mi libertad, esa a la que la conciencia tiene frenada, a la que yo mismo detuve el vuelo, para cuidarme y cuidarnos. “Todo pasa”, suelen decir aquellos que cargan años en sus espaldas. Estamos aprendiendo, de nosotros, de los demás.

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