11/04/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: Una tarta de grosellas

EMOCIONES ENCONTRADAS: Una tarta de grosellas

Celina trabajaba en la posta Santa Rita, en Mencué, situada a la orilla de la ruta por donde pasaban los automóviles uniendo el valle con Bariloche. El viaje demandaba entre un día y medio y dos, y esa posta quedaba a mitad de camino; allí se detenían quienes iban o venían en una u otra dirección.

Se daba alojamiento y desayuno a los viajeros. Celina era hija de una familia de un campo cercano, hacía un par de años que trabajaba en la posta propiedad de Emardo Santibáñez y su esposa Raquel. Un modesto puñado de casas de adobe rodeaba la posta, que en su patio trasero tenía un alero donde guardar los vehículos y un taller con gomería.

Estaba cayendo la tarde, en marzo de 1918, cuando se oyó el traqueteo del motor de un auto, venía del lado de Neuquén. Pronto se detuvo frente al local. Descendieron tres hombres y una mujer, quienes ingresaron al salón. Se trataba de una comitiva del concejo de educación que se dirigía a Bariloche. Celina los vio al cruzar rumbo a la cocina. Venía desde la despensa, trayendo una palangana con grosellas con las que se disponía a elaborar una tarta para el desayuno de los huéspedes. Le llamó la atención la vestimenta de los recién llegados, sus ropas no eran habituales en esa región habitada por gente de campo. Aunque siempre observaba a los viajeros, estos parecían no estar vestidos como los demás. La mujer, de nombre Estela, llevaba un vestido de color rosado, el cual, a pesar del polvo del camino, se veía de buena confección. Celina siguió su camino.

Estaba amasando sobre la mesa de la cocina, cuando escuchó una voz desde la puerta que daba al salón principal. Al girar, vio a un hombre, de mameluco, que luego de saludarla, le preguntó si tenía un poco de agua para tomar mate. Celina lo miró un instante que le pareció eterno. Era alto, flaco pero con hombros anchos, ojos color gris, de mirada viva, y un pelo que se dejaba ver rubio por debajo de la gorra que llevaba puesta.

–Sí, señor –dijo temblorosa– ya se la alcanzo.
–No te molestes –respondió él– traigo el mate y tomo acá.

Celina se olvidó por un momento de la masa, las grosellas y de lo que debía hacer en adelante. Sin darse cuenta se vio arreglándose su cabellera renegrida, la que llevaba atada con una cinta y alineó el delantal que tenía puesto. Temió que se notara cierto rubor en sus mejillas.

–Me llamo Agustín –le dijo, tendiéndole la mano.
–Yo Celina –respondió ella, mientras le alcanzaba la pava.
–¿Qué estás preparando de rico? –preguntó Agustín, observando la masa tendida sobre la mesa y la palangana con grosellas.
–Una tarta, para el desayuno.

Esa masa podía esperar allí todo el tiempo que quisiera. Celina no tenía la más mínima intención de seguirla estirando, solo le importaban esos ojos que se paseaban por la cocina, yendo y viniendo, desde los muebles, el mate y la yerba, hasta clavarse en los de ella; parecían tener ese tono grisáceo de los atardeceres de invierno, incluso cierta tristeza. La voz de él le sonaba lejana, como el murmullo del manantial cercano. Él se quedó en silencio, mirándola. Había preguntado algo y aguardaba una respuesta. Ella solo lo miraba. Sintió que debía aterrizar de ese vuelo que había remontado, volver a esa mesa a escuchar la voz del muchacho.

–¿Se sirve una torta frita? –preguntó nerviosa.
–¡No me trates de usted, por favor! –dijo él sonriendo– ¿qué edad tenés?
–Dieciocho –respondió ella.
- ¿Ves? Yo tengo veinticinco.

Celina terminó de comprender que se había enamorado cuando lo vio llegar al salón, para sentarse a cenar, con los demás. Se había sacado el mameluco y la gorra. Su cabello dorado enmarcaba ese rostro aniñado y armonioso que la seguía por el salón. Todo parecía haberse confabulado para que ambos jugaran con miradas y sonrisas que hablaban con claridad. La mesa larga en la que estaban todos sentados, incluidos Emardo y Raquel, era atendida por Celina y otra muchacha. Agustín se hallaba sentado en una mesa contigua, junto a uno de los hombres que trabajaban en los talleres de la posta. Finalizada la cena, hubo tiempo para una ronda de café en el patio. La noche estaba templada. Agustín fue y vino con Celina desde la cocina, ayudándola y enterándose algo más de esa muchacha que también había hecho lo suyo en su corazón viajero.

–La mayoría de los choferes que pasan son gente grande –deslizó Celina.
–Este es mi primer viaje solo –respondió él– pasé hace un mes con mi papá que me enseñó la ruta. No estabas vos.
–Andaba por mi casa –comentó ella.

El sonido del despertador fue un alivio para Celina, no había dormido en toda la noche. Definitivamente ese muchacho se adueñó de todos sus sentimientos. Por fin lo vería de nuevo.

–Está muy rica la tarta de grosellas –fue el comentario general.
–La próxima vez que pase te voy a encargar una para llevarme –le dijo él.
–Como quieras –dijo ella, que sentía un grito interior pidiendo que no se fuera.
–¿Te va a salir tan rica como esta? –dijo él, tomándole la mano al despedirse.
–Capaz que mejor –deslizó ella, mirando a un costado, ruborizada.

Alguien comentó, tiempo después, el accidente de un auto con pasajeros, que se había desbarrancado al desprenderse una rueda. “Parece que no se salvó nadie”, escuchó decir Celina a don Emardo. “Manejaba el chico rubiecito, que andaba en el auto de López”. Fue lo único que alcanzó a oír la muchacha, antes de irse a su habitación. No podía ser. Lo lloró como si lo hubiese conocido de toda la vida, como si siempre hubiesen estado juntos.

Había entrado tan rápido el amor en su sangre, para no irse más. “Dijeron que no se salvó nadie, parece…”, resonaba en su mente.

La tristeza se hizo insoportable, ese lugar le recordaba cada minuto vivido. Decidió partir. Primero a su casa, unos días, luego a Comallo, donde consiguió trabajo en una escuela albergue, como cocinera. Años después puso un comedor con una amiga. Nunca nadie volvió a llamar a las puertas de su corazón, ni ella dejó que lo hicieran. Los automóviles dieron paso a colectivos, que siguieron transitando la ruta, pese a que el progreso abrió caminos nuevos y el tren acortó distancias.

El salón comedor estaba ubicado al costado del camino, en la entrada del pueblo; hasta allí llegaba Celina cada mañana, desde su casa, a unos mil metros. Aquel día vio venir un colectivo de color verde, tan moderno respecto de aquellos automóviles a los que veía llegar a la posta Santa Rita; llevaría unos diez pasajeros. Seguramente seguirían viaje, para detenerse al mediodía en algún parador del camino. Por la baja velocidad con la que se desplazaba al pasar por el pueblo, Celina alcanzó a cruzar su mirada con la del conductor. Le recordó tanto a aquellos ojos de hace treinta años atrás, aquellos grises que la habían mirado como nunca nadie jamás volvió a hacerlo. El rostro marcaba el paso del tiempo al igual que la cabellera gris. El conductor también se la quedó mirando, hasta que el colectivo se alejó. Celina detuvo su marcha y observó cómo se iba perdiendo. Su corazón acusó recibo de algo que despertó, un recuerdo, algo que estaba dormido adentro.

Abrió el salón, colgó su abrigo y se puso el delantal para comenzar la limpieza y las tareas del día. Ató su cabello con una cinta, ya no era aquel renegrido de cuando tenía veinte años. Estaba en la cocina cuando sintió que se abría la puerta que daba a la calle, al salir, vio una figura a la que el contraluz no dejaba verle el rostro. Le costó reconocerlo. Aquellos ojos que le recordaban el gris de un atardecer de invierno, estaban allí, como un tibio sol de otoño. Era Agustín, su Agustín, el que vivía en su recuerdo, ese le habló, más vivo que nunca. Alguien se había salvado del accidente.

“Quisiera saber si aquí hacen tarta de grosellas, como la que probé hace años en Mencué”.

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