04/04/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: El trotamundos y el carpintero

EMOCIONES ENCONTRADAS: El trotamundos y el carpintero

A Carlitos su mamá lo había mandado a comprar pan a la esquina, al local de don Fortunato. Salió de su casa y tomó el senderito que cortaba por el centro de la manzana. Vio un nene sentado en una piedra grande que había enfrente de la panadería, notó que lloraba. Cruzó la calle y se acercó a él. “No sé donde vivo”, le dijo entre sollozos. Las casas no eran muchas en ese entonces, estaban separadas por descampados con matorrales y árboles que, para quien no tuviera alguna referencia, parecían todos iguales, tal vez por ello estuviera perdido. Carlitos compró el pan y le ofreció que lo acompañe hasta su casa, seguramente su madre sabría qué hacer. Al niño le llamaban Tito y tenía ocho años, al igual que Carlitos. Comentó que había ido con su hermano mayor a comprar, que salió afuera mientras él lo hacía y que al ingresar de nuevo al local ya no estaba. La madre de Carlitos pensó que si iban al local alguien lo vendría a buscar. Efectivamente, al llegar vieron a una señora en la puerta, preocupada, que al verlos venir abrazó al niño y en un difícil castellano agradeció y se marcharon.

Los dos niños se fueron haciendo amigos. Carlitos se enteró de que venían de Eslovenia, que su padre era picapedrero y había venido a trabajar en la construcción del Centro Cívico. Fueron juntos a la primaria y la secundaria. Los padres de Tito se mudaron a una casa propia, pero a pesar de la distancia, todos los días estaban juntos, haya o no clases. Carlitos se salvó del servicio militar por número bajo, a Tito le tocó la marina, en Bahía Blanca. Carlitos comenzó a trabajar en la carpintería de su padre; allí, una tarde de junio, le llegó una carta de su amigo. “Acá andamos todo el día a los saltos, corriendo y bailando. Las noches de guardia en la base naval son bastante frías. Creo que en unos días más nos dan una licencia. Por suerte el viaje en tren es gratis”. Carlitos leía apoyado en el banco carpintero e imaginaba a su amigo de uniforme. Pocos días después, un mediodía, lo vio descender del tren, de impecable uniforme blanco. Largas noches se quedaron conversando de las cuestiones de cada uno. Por primera vez desde que se conocieron habían estado separados tanto tiempo.

–¿Y vos te vas a hacer carpintero como tu viejo? –le dijo, mientras caminaban por la costanera.
–Me gusta –contestó su amigo – ¿y vos, qué vas a hacer?
–No sé. Por ahí junto plata y viajo un poco. Me gustaría volver a Eslovenia, aunque sea para recorrer los lugares donde vivíamos.
–No te vas a perder, mirá que no te voy a ir a buscar –bromeó Carlitos.

Al terminar el servicio militar, Tito se radicó en Mendoza, para trabajar en la bodega de la familia de un muchacho al que conoció en la base naval. Cuando Carlitos se casó con Sara, ahí estuvo su amigo, para firmar como testigo en el registro civil. Fue el padrino del primer hijo de ambos, al que bautizaron cuando él llegó de su viaje a Eslovenia.

–¡Menos mal que viniste a bautizarlo antes de que empiece primer grado! –le dijo Carlitos.
–Que grande que se está poniendo el pueblo –comentó Tito, un día que hacían compras en el mercado municipal.
–¿No te pensás venir para acá? – la voz de Carlitos sonó más a una invitación que a una pregunta.
–No me veo viviendo en ningún lugar por ahora –le respondió– Y vos, ¿vas a estar toda la vida en la carpintería?
–Con Sarita estamos bien, vamos a empezar a hacernos una casita en La Cumbre.
–Alguna vez tenés que hacer un viaje conmigo –le contestó Tito.
–¿Vos no pensás casarte y tener hijos? –lo interrogó su amigo.
–No –dijo entre una sonrisa– esas cosas no son para mí.

Carlitos, a pesar de la distancia, estuvo al tanto de todas las cuestiones de Tito; periódicamente recibía cartas, las que iba guardando en una caja y cada tanto releía.

También le llegaron algunas fotos; una de ellas, donde Tito estaba en la cubierta de un barco, la tenía enmarcada en la carpintería. “Dónde andarás, sinvergüenza”, le decía cada mañana al mirarla.

La vida va pasando, algunas cosas que parecen sucedidas ayer, en realidad lo hicieron tiempo atrás, así se van cargando los años sobre las espaldas, pero la amistad profunda no transita otra dimensión, parece siempre presente quien no está, aunque haya pasado tiempo y distancia, la sola presencia dice que nunca se ha ido.

Tito era hijo único, Carlitos iba regularmente a visitar a sus padres y los acompañó hasta que un día, casi al mismo tiempo, ambos dejaron este mundo. Tito estuvo presente en la despedida y le encargó a su amigo trámites de la casa que heredó.

–No la vendas –le dijo Carlitos– yo te mando el alquiler donde andes.

El arraigado y el trotamundos. La visión conservadora de Carlitos colisionaba con el día a día de Tito. Aquel niñito aterido al que encontró sentado en una piedra, llorando, perdido, se había convertido en una veleta sin timón, que anclaba donde hubiera una aventura por vivir, un puerto donde descansar y reaprovisionarse para seguir su derrotero. “Hay todo un mundo esperando para que lo andemos Carlitos”, solía decir en aquellas cartas, que dieron paso al teléfono. La última vez que conversaron, Tito se hallaba en Brasil, trabajado en una concesionaria de automóviles.

Cuando Tito abrió los ojos, le costó darse cuenta donde estaba. Claramente era la habitación de un hospital o sanatorio, lo envolvía una modorra que no lo dejaba pensar bien. El cuerpo, antes que la conciencia, le hizo entender que estaba internado y algo había sucedido. Al girar la cabeza vio sentado en una silla, junto a él, a su amigo.

Carlitos estaba allí, con la cabeza apoyada en la pared, dormido. ¿Qué hacía allí? Algo serio habría sucedido para que su amigo esté ahí, tan lejos de su casa. Lo observó en silencio, ya no peinaba aquella cabellera morocha, enrulada, de cuando lo conoció. La calvicie había avanzado y los cabellos estaban plateados. Él era la única certeza que tenía, el que siempre lo esperaba. Allí estaba, enalteciendo la amistad.

–¿Viniste a dormir acá? –dijo Tito, cuando despertó Carlitos.

Su amigo se puso de pie y se acercó a la cama. Le dio un abrazo silencioso, que fue un grito de miedo a perderlo, de distancia acortada, de hacerle saber que no estaba solo. De amor. El corazón de Tito había decidido hacer un alto, cansado de beber distancias y aventuras, desde el fondo del pecho le reclamó calma, descanso. La halló junto al lago azul, aquel que recibió a ese niño rubio y pecoso que llegó de la mano de sus padres, que un día, como un barrilete, se hizo al mundo, anclado al suelo en ese amigo que siempre lo esperó, que fue a buscarlo cuando bajó, aunque haya sido muy lejos. Aunque pareciera de nuevo estar llorando, sentado en una piedra.

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