28/03/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: El enfermero

EMOCIONES ENCONTRADAS: El enfermero

Ramón Asencio trabajaba en el hospital desde que se recibió, ya hacía treinta años. Desde entonces comenzó a trajinar los pasillos, pabellones y quirófano de aquel edificio del que conocía cada rincón. Amaba su profesión. Siempre sintió la alegría de quien libera a un pájaro, al ver que un paciente se sanaba y se iba. También conocía la tristeza de la despedida de aquellos que daban su adiós definitivo allí. Una tarde de mayo, al tomar su turno, conoció a don Roque, un abuelo que, además de transitar una demencia que de a ratos le daba algo de lucidez, estaba allí por un problema respiratorio. Lo habían traído de un geriátrico donde estaba internado. Ramón se hacía cada tanto un rato para pasar por la cama donde estaba don Roque, casi siempre lo encontraba mirando por la ventana que daba al patio trasero, desde donde se veía un inmenso pino al que contemplaba todo el tiempo, con los ojos fijos en las ramas que mecía el viento, con sus manos entrelazadas sobre el vientre.

–Alcánceme las riendas esas que están ahí. Voy a ir a ver unas paridas al cuadro de atrás –le dijo aquella mañana, señalando las manguiteras de un tubo de oxigeno cercano.

Con paciencia Ramón le acompañaba sus delirios, aunque a veces aprovechaba ratos de lucidez de Roque para conversar.

“Ahora último jue quedando poca gente en el campo, cuando estaba el finao papá, había más. Todos tenían sus animales, algunos más, otros menos; había lugares donde no había ni alambre. Se hacían señaladas, camarucos para marzo, la gente era muy gaucha. Después yo me casé y seguí con el campo, mis hermanos fallecieron y quede ahí, con mi viejita y mis dos hijos. Cuando quedé solo los muchachos se jueron lejos, le arisquearon a la vida´e campo. Ese bichito de la ciudad cuando se mete al cuerpo no hay quien lo pare, ¿vio?”

Las historias que contaba don Roque fueron atrapando a Ramón, varias veces se quedó después de su turno a escuchar a aquel hombre que lo enternecía con sus relatos. Tal vez fuera el abuelo que no tuvo. Así se enteró de que sus hijos habían vendido el campo y lo internaron en una residencia. Ambos vivían lejos, uno embarcado en la marina mercante, el otro vivía en Chile. “La última vez que los vi jue cuando me mudaron de las casas. Yo no quería venir, quería quedarme allá, hasta que se me apague la vela, que me encontraran y me entierren por ahí nomás, con un caballo, como hacían mis mayores”.

–¿Por qué quiere tanto estas riendas Roque? –le preguntó Ramón, una mañana en que le volvió a señalar las mangueras.
–Eran del finao papá. Cuando me hice muchacho me las regaló. Con ellas enfrené la primera vez el rosillo que nos había regalao Balcala.
–¿Era un vecino?
–Venía con un camión, a traer pasto o forrajes, también a llevarse la lana. Trajo el potro pa´las casas, de regalo y mi papá me lo dio. Lo amansé de abajo, cuando lo monté salió al tranco –comentó don Roque.

La actitud y el tono de voz de aquel abuelo cambiaban al hablar de sus cosas, de esa vida anterior guardada en su alma.

Don Roque fue dado de alta, Ramón lo acompañó hasta la puerta del hospital, allí lo esperaba una enfermera que lo llevaría nuevamente a la residencia. “Lléguese algún día m´ijo”, le dijo el abuelo al despedirlo.

Durante aquellos días de internación de don Roque, el enfermero supo detalles de la vida que había llevado el abuelo en el campo. Casi sin darse cuenta, una mañana se vio yendo hacia el paraje que tanto le describiera don Roque. Preguntando llegó, casi todas las personas con las que habló lo recordaban. Lo recibió el nuevo propietario, un señor de apellido Hernández, que vivía allí con su familia. Ramón recorrió el lugar que le resultó familiar, por lo que le contara don Roque en sus ratos de lucidez.

–Acá en galpón guardé unas cosas que no se llevaron –dijo Hernández– no son muchas. Por ahí se las puede acercar usted –concluyó al abrir la puerta.
–¿Nadie las reclamó? –preguntó intrigado Ramón.

Hernández se quedó en silencio. El enfermero intuyó que el hombre estaba buscando las palabras para decir algo.

–Mire, no es por hablar nomás, pero al abuelo lo cargaron con sus cosas en dos vueltas y a otra cosa. A esa gente lo único que le importaba era cobrar y tomárselas –dijo negando amargamente con su cabeza.

Un viejo recado, una matra desteñida, algunos cacharos y otras cosas estaban arrinconadas, esperando tal vez ver a su dueño.

–Este del cuadro es él –dijo Hernández, mirando una foto algo desteñida– era joven.
–¿Ese caballo es un rosillo? –quiso saber Ramón.
–Sí.
–El me habló de un rosillo que amansó cuando era joven –recordó el enfermero.

En la pared, sobre aquellas pertenencias, colgaban unas riendas.

–¿Esas también eran de él? –preguntó curioso el enfermero.
–Sí. Están resecas, no sé si van a servir para algo.

Aquel hombre no podría entender el valor que ellas tenían para su propietario. Esas riendas resecas podría ser que no sirvieran para ser utilizadas en un caballo, pero sí para aferrar los recuerdos de aquel hombre, que como ellas, también se resecaba con el paso del tiempo, sumido en la demencia y solitario en un geriátrico.

Antes de partir, Ramón miró todo alrededor del lugar, ese al que tanto amaba don Roque. Lo imaginó por esos coironales, por la falda del cerro, hasta creyó oír el silbido detrás de la majada.

Los ojos de don Roque se detuvieron largo rato sobre sus riendas, cuando Ramón las puso en sus manos. Las acarició muy suave, como transitando un camino a través de ellas, conectándose con su historia. Allí las tendría, para acompañarlo en sus viajes, sujetando a ese potro arisco de la demencia.

Hernández se quedó un rato en silencio, mirando el piso, el día de la visita de Ramón, cuando el enfermero le propuso que permitiera que descansara allí a don Roque, en algún lugar de esa tierra a la que pertenecía, aunque un papel diga lo contrario. Así fue. Allí descansa don Roque, con sus riendas.

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