29/02/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: El viejo fusil

EMOCIONES ENCONTRADAS: El viejo fusil

El viejo fusil Remington descansa colgado en la pared del museo. Mudo, inofensivo; quizás su maquinaria de muerte esté oxidada, o todavía funcione y añore ponerse en acción. Reliquia, con su culata color marrón gastado y su caño gris, que alguna vez brilló, ha quedado como testigo de un tiempo doloroso.

Mientras lo miro me pregunto quién lo habrá portado; tal vez algún soldado raso, un criollo o mulato desempleado, un ex convicto que se sumó a las filas del ejército por comida, una paga y ropa, para pelear una guerra en la que nunca se detuvo a pensar por qué lo hacía o cuál sería el sentido; pero allí estaba. Tal vez se llamaba José. Esa mañana despertó en el fortín al son del clarín para montar y salir al desierto, en fila, detrás y delante de tantos como él.

Allá estaba, al final de la marcha, el enemigo, el indio, el salvaje. Se llamaría Nahuel uno de ellos. Esa mañana habría salido a buscar el alimento para él y su gente. Se habrá internado en el campo abierto para bolear un choike o un guanaco. Podría haber cazado un piche. Salió por su sustento, como tantos otros; como en estos tiempos, por lanza un volante, o un guardapolvo, o un martillo, o un escritorio; todos a la caza, sobreviviendo, con máscaras y armaduras, luchando, para volver a la morada, con sus triunfos y fracasos, al nido donde espera la compañera y los hijos, esas semillas que también saldrán un día lanza en mano.

Nahuel partió con su gente, el pecho pintado, montando en pelo, con las piernas apretadas contra su caballo, con la vincha tirante sobre el cabello largo, negro, desprolijo, natural. Tal vez iría jadeando, fuerte, viril, ansioso.

¿Qué sería el mundo para ellos? Esa línea lejana en el horizonte donde se hunde el sol cada tarde, o allá adonde se lo ve levantarse a la mañana. A un lado la maquinaria armada, de uniforme, tras esos caños que despedían lenguas de fuego junto a un ruido seco, atronador, veloz, llevando en el plomo su mensaje de muerte, buscando en frente la figura viva, la sangre caliente. José habrá disparado sin saber a quién, solo buscando con el ojo en la mira un enemigo en frente, en ese tropel desordenado, envuelto en el alarido furioso y desgarrado entre el polvo del desierto. Uno pudo ser Nahuel. Él también buscó con su lanza un uniforme, un quepi y desgarró la piel, la carne, las tripas, al galope, con la boca abierta en un grito y los ojos cerrados por el esfuerzo. Podría haber sido José.

Ellos se conocían de siempre, ambos nacieron de un vientre y se pusieron de pie sobre la tierra. Nacieron libres, para amar y crear; luego les enseñaron un idioma, creyeron en un dios y pelearon por un territorio, obedientes. Venían desde hace mucho arrastrando la contradicción de lo humano. Se hubiesen conocido, los imagino frente a frente intentando el idioma del otro, con dificultad y gestos universales. Se habrían tendido la mano, compartido un alimento, el chifle con agua, mirándose a los ojos, curiosos.

Imaginé al fusil con el metal ensangrentado, con el caño aun caliente, humeante, regresando al cuartel en manos de su dueño, para descansar en un armario a la espera de un nuevo toque del clarín. El viejo Remington apoyado en la pared del museo, estaqueado al paso del tiempo, crucificado tal vez, nació para atacar o defender, qué más da, en ambos casos quitando la vida, marioneta inerte a la que una mano pone en movimiento en el teatro de la muerte.

Ahí está, en el museo, para el recuerdo de una herida que sigue doliendo.

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