08/02/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: La mujer de la cascada

EMOCIONES ENCONTRADAS: La mujer de la cascada

En la meseta de Somuncurá, cuentan que cuando llueve, en la sierra se derrama una cascada que dibuja el cuerpo de una mujer. Octavio nunca creyó mucho en esos mitos, pero los respetaba. Alguna noche, en una reunión en el almacén de Campos, un tal Curiqueo contó la historia, a esa hora en que los candiles ya quieren dormirse y el silencio suele demorarse en la charla, estirando los relatos. El hombre contó de esa mujer a la que se veía dentro de la cascada, contra las piedras. A nadie se le ocurrió acercarse, pero todos los testimonios coincidían en que era hermosa, de mirada penetrante y mansa.

Quienes comentaron aquellas apariciones lo hicieron cuando la ocasión daba para soltar semejante experiencia; esas cosas, para quienes no creen en los misterios de la meseta, pueden provocar risas. Octavio buscó el momento oportuno para abordar a Curiqueo. El hombre era bastante reservado; vivía en un puesto en medio del jarillal, al pie de una loma. Algunos vecinos aseguraban que tenía poderes para la sanación de la gente y que interpretaba algunas cuestiones al mirar las cenizas del fogón. Así fue cuando el finado Marcelino Feniyán rodó por el pedrero, por la falda del cerro, al espantarse su caballo; Curiqueo miró las cenizas del fogón de la casa del accidentado y dijo que lo había ganado la noche eterna.

“Mi abuela contaba que le llamaban Thayen zomo, que quiere decir mujer de la cascada. Muchos la vieron pero nadie se acercó. Esa zona tiene muchas cosas sagradas, mucho newen. Yo la vi un par de veces, pero había lluvia con viento y la cerrazón no me dejaba verla bien, estaba a unos cien metros. La vi clarita, adentro de la cascada. Vaya rodeando la sierra, por atrás de lo de Yanca, va a ver unas piedras que caen a pique, medias amarillentas son. Ahí se forma la cascada y aparece la mujer”.

Octavio se despertó una mañana con el ruido de la lluvia golpeando las chapas del techo de su casa, recién estaba empezando a aclarar. Ensilló y rumbeó para el lado de la sierra; aunque se la veía desde su puesto, llegar al lugar indicado por Curiqueo le demandaría una hora larga. El cielo estaba cerrado y auguró que llovería todo el día. El olor de la jarilla y la tierra mojada le alegró la marcha, su caballo parecía disfrutar también; el agua no abunda por la zona en los veranos y mas allá de la curiosidad que lo movió, sintió alegría al presentir lo bien que vendría a las aguadas y mallines esa lluvia. Pasó por detrás del puesto de Yanca, no vio movimiento pero advirtió que salía un pañuelito de humo desde el techo, lo que denotaba que alguien habría adentro. Mejor que no hubiese salido nadie, tendría que haberle mentido sobre el motivo que lo llevaba a andar bajo la lluvia rumbo a la sierra.

Ya en el lugar divisó la piedra amarillenta. Era una pared que efectivamente caía a pique. La meseta es como un mar extendido, color gris y amarillento, que allá a lo lejos se abraza al horizonte plano, que parece devorarse a la tierra. La sierra es llamativa, elevando su silueta, que se deja ver a la distancia. Vio un hilo de agua que caía desde lo alto. Se quedó a unos metros de allí; por lo pronto no había ninguna figura en el agua que se derramaba hasta caer en una especie de cuenco que había en las piedras del suelo, allí se armaba una laguna que revolvía la espuma blanca. Descendió de su caballo, el agua empapaba su poncho y también le goteaba desde el sombrero.

Por suerte no hacía frío. Se entretuvo soltando un poco la cincha del recado del animal, eso lo hizo apartar un instante no solo la vista sino también la mente de lo que lo había llevado hasta allí.

Al volver a mirar hacia la cascada, la vio. Era una figura perfecta que parecía estar dentro del torrente de agua que se había hecho más intenso. Pudo verla con claridad. Parecía estar dentro del agua, como si la vistiera. Vio que el agua se abría a ambos lados de su cabeza y se derramaba por los hombros. Estaba desnuda. Era una forma perfecta, transparente. El murmullo del agua le daba mayor intensidad a la imagen. A Octavio le pareció oír el ruido de cristales quebrándose. Se acercó a la cascada, despacio, desoyendo los consejos que le había dado Curiqueo, estaba absorto, atraído por ese agua que danzaba alrededor de la mujer. Cuando estuvo a unos veinte metros, sucedió. Octavio quedó paralizado; “debería estar asustado”, pensó, pero, al contrario, lo embargaba una sensación de placer y paz, como si un rocío tibio le llorara en el corazón. Aquella mujer comenzó a salir de la cascada, pudo ver con claridad como se le acercaba, su cuerpo se movía en suaves ondulaciones, toda líquida, límpida, preciosa. A través de ella podía seguir viendo las piedras y la cascada, que seguía cayendo, dejando el hueco donde habitaba esa mujer. Le pareció que la lluvia se abría al pasar junto a ella, que avanzaba hacia él; su cabello era cristal líquido, que caía desordenado por su espalda, llorando gotas que rodaban hasta la tierra. Octavio estaba inmóvil. Cerró los ojos con fuerza cuando la tenía a menos de un metro, delante de él. Un beso rozó su boca, fue lo último que sintió.

Se despertó tirado de espaldas, mirando al cielo, junto a una jarilla. El sol de la tarde había derrotado a las nubes y el cielo estaba celeste; se le antojó más celeste que nunca. Un aroma a pasto mojado lo invitó a aspirar profundo. Creyó recordar lo sucedido aunque no sabía si aquello fue un sueño, tal vez se había quedado dormido allí al descender del caballo. “Los pewma no tienen explicación, hay que vivirlos. Hay gente que pasa la vida tratando de entenderlos”, le había dicho Curiqueo aquella noche, en lo de Campos, mirándolo fijo, con esos ojos casi negros que parecían dibujados en su piel cobriza.

El ruido de la cascada le recordó a qué había ido hasta allí. Se sentó y miró. El agua caía vertiginosa hasta esa especie de cuenco entre las piedras del suelo, aunque no tan caudalosa como recordaba haberla visto antes. No había ninguna mujer o forma humana parecida. Se acercó hasta casi sentir en su piel el agua que descendía. No vio nada.

Octavio no le contó nunca a nadie lo sucedido, no hubiese podido, porque ni él mismo lo sabía; no estaba seguro si aquello había sido un sueño o si realmente la mujer salió del agua y se acercó a él. Algunas veces, en el almacén de Campos, se rozó el tema y más de uno chanceó sobre la existencia de aquel fenómeno provocado por la lluvia. Octavio estuvo a punto de hablar, de decirles que aquel encuentro le hizo sentir un amor que nunca más olvidó; algo que estaba dentro suyo y que él ignoraba, distinto a todo, más allá de lo humano; un amor a todo lo que lo rodeaba, algo que abarcaba desde el jarillal y las piedras hasta la luna y las estrellas.

Curiqueo siguió desgranando cuestiones relacionadas con los misterios de la sierra, a las que Octavio siguió cada vez con mayor atención. No quiso volver más a la cascada en días de lluvia, tal vez por temor a que aquella sensación que lo embargaba se diluyera al entender todo. Era demasiado bello el sentimiento y el recuerdo como para herirlo. Temía perderlo.

Los días que llueve, en la soledad de su casa, Octavio sale al patio, cierra los ojos y abre sus labios para que las gotas entren en su boca. Ellas le recuerdan el beso de Thayen zomo.

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