6. Enamorado

Superando todo entuerto viene como un postre el recuerdo de aquel nombre. Distante ya -sol rosado en la nuca-, va entrando en la ranura horizontal del sueño. 

La ficha que cae abre ahora una nueva partida, un nuevo amanecer. El jugador empieza entonces a amar el paño, el taco, el gesto, la inclinación de la luz, el escenario. Vuela altísimo, hacia el vacío abstracto y ve las batallas y los besos como pelusas que el viento mece.

La palma de una mano sostiene lo efímero, lo que se ha ido; la irremediable fuga del agua que solo roe los caminos del fracaso y se cuela en las hendijas de la angustia.

Llueve. Y amar la lluvia es caminar entre oscuras baldosas ya sin tiempo. Es mirarse en el reflejo de un charco turbio para descreer de la muerte y del principio, del tiempo y de las vidas fraccionadas en mitades; sobre mojado desparejas.

Ladra la lluvia. Escupe sus gotas que estallan en la fría piedra; kamikazes de una furia que quiere morir sin herir, evanecerse en silencio, dormir sin sueños.

No lo saben las damas en sus Clíos: organismos microscópicos son expulsados por el aire. Un monstruo cae al fervoroso río y se lastima con el cordón de la vereda. Mueve a risa tanto drama diminuto. Tanto vasana, tanta lucha, tanta podredumbre fugaz de alcantarilla.

Por eso somos los amantes incansables del diluvio. No queremos ahora la porfiada vida, su silente emoción, su latido luminoso. Enamorados del apocalipsis, preferimos dibujar las páginas en blanco tras el epílogo, o fumarlas con amigos, que oír tan siquiera los susurros de los mares venideros.

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