PALABRAS DE CLEMENTE ONELLI (II)

| 18/01/2020

Bariloche a comienzos del siglo XX: trigales, tomates y melones

Adrián Moyano
Bariloche a comienzos del siglo XX: trigales, tomates y melones

Además de los que trajimos a colación siete días atrás, el naturalista consagró otros párrafos a “San Carlos de Nahuel Huapí” y sus alrededores, a los que cabalgó cerca de la ensoñación.

Una semana atrás, habíamos dejado a Clemente Onelli en Puerto Anchorena, ante cuyo espectáculo pronosticó un futuro venturoso para la isla Victoria en términos turísticos. Pero su periplo de 1903 por Bariloche y alrededores continuó, según confió en “Trepando los Andes. Un naturalista en la Patagonia argentina”, su libro más difundido. Anotó el peninsular que en dirección al pueblo, “después visitamos por pocos minutos el encantado Puerto San Pedro, donde una casita de madera está rodeada por una fiesta de colores de las anémonas andinas, de las rosadas y blancas corolas de las espesas enredaderas y por los rojos cálices de la fucsia, que es indígena de esta región; un jardín, en fin, de flores preciosas, que cuestan tantos primores cultivar en nuestros climas”.

Al abandonar esa florida estación portuaria, “visitamos Puerto Moreno y llegamos al fin a San Carlos de Nahuel Huapí (sic), donde la casa Hube y Achelis y el señor Luis Horne han iniciado la civilización de ese lago poco conocido, con chalets, molinos, casas, caminos, muelles y el vapor mismo en que navego”, apuntaba el italiano. Esos avances se lograron “a pesar de los tropiezos inherentes al desierto”, consideraba.

En las líneas siguientes, el viajero aprovechaba para deslizar críticas no tan veladas. Según el peninsular, aquellos “tropiezos” eran aumentados “por los malévolos informes de los haraganes de la comarca, que comunicaban y comunican aún al gobierno el inmenso daño que hacen esos esforzados ocupando algunas hectáreas de tierra con sus huertas y edificios. El general Roca, que con las armas afirmó la soberanía sobre ese lago y que tiene un verdadero culto por esa joya andina, es lástima que en sus giras presidenciales al Sur no haya vuelto a esos parajes divinos, para facilitar con su influencia la obra civilizadora y enérgica de esos valientes que han empleados allí importantes capitales”. Por entonces, el tucumano afrontaba su segundo mandato.

Si bien Onelli no identificó en su libro a tales “haraganes de la comarca”, probablemente se refiriera a los informes que los inspectores de Tierras remitían a Viedma y Buenos Aires. Como la firma Hube y Achelis era de capitales alemanes-chilenos y por entonces, era más fácil comunicarse con Puerto Montt que con Neuquén o con la capital provincial, no faltaron quiénes vieran en esa influencia comercial una amenaza contra la soberanía argentina.

Poesía lúgubre

A posteriori de ponderar al viejo San Carlos, el romano siguió su periplo. “Caminito de la costa, perdido entre el follaje y las flores de esa Corniche (cornisa) andina, me dirigí hacia el desagüe del lago, a la boca del río Limay. Me detuve en el camino admirando los trigales, los tomates y los melones de un colono alemán, e hice resollar mi caballo a la sombra de un manzano silvestre, cuyas frutas eran todavía muy agrias, y me desquité picoteando las perfumadas frutillas, de cuyo jugo, al sentarme en el suelo, había observado estaban ensangrentados los cascos blancos de mi valiente tordillo”, poetizaba Onelli.

Acto seguido, el explorador experimentó una ligera confusión. “En la marcha, vi a la izquierda unos chatos y enormes hormigueros de tierra que me hicieron recordar los edificios similares que esos insectos levantan en el Chaco y Corrientes. Al acercarme noté mi equivocación: eran casas y cuarteles de barro abandonados, edificados en el año anterior por las fuerzas militares de guarnición en ese punto”.

Aclarado el entuerto, “continué mi camino hacia la boca actual del lago, denunciada ya desde lejos por farallones violentamente cortados, embotados después de sus accidentes menores por la tierra y la vegetación que sobre ellos ha crecido; sobresalen aún allá arriba los espolones de roca viva por donde, quién sabe por dónde, quién sabe cuántos cientos de siglos atrás, el lago túrgido y lleno, de orilla a orilla del valle, empezó a labrar el cauce del río Limay, que ahora corre 300 metros más abajo”.

Una vez más, el paisaje inspiró en el futuro director del Zoológico de Buenos Aires, líneas cercanas a la poesía aunque en este caso, un tanto lúgubres: “esos torreones, derrumbados a medias, esos oscuros cipreses fuertemente agarrados en los huecos de las oscuras rocas, dan al paisaje un aspecto triste y solemne, que se vuelve aún más emocionante cuando de noche, al claro de luna, entre el agitarse de las fúnebres copas de los coníferos, un monolito enorme adusto imita la silueta siniestra de un gigante enorme que, inmóvil y despierto, acecha el momento de cometer un crimen”.

¿Por qué habrán influido de manera tan oscura los contornos del Limay la imaginación de Onelli? Vaya a saberse... Pero en este tramo de su cabalgata, insistió en ver las cosas un tanto negativamente. “En el fondo del valle, el hacinamiento de edificios chatos, de corrales mal hechos, de madera amontonadas y grises ya por la intemperie, dan el aspecto de campo asolado por una inundación”. En ese punto, alcanzó al italiano un mensajero con instrucciones gubernamentales, según las cuales debían dirigirse al norte y abandonar momentáneamente la región del Nahuel Huapi, pero volvería.

Idilios patagónicos

Aquel chasqui traía órdenes para Clemente Onelli, quien debía dirigirse al Lanín. Después de cumplir su misión más al norte, retornó al Nahuel Huapi, “donde me esperaba mi gente. Así lo hice (…) buscando un rumbo más oriental para evitar bosques y pantanos. Atravesé deliciosos paisajes, estancias extendidas sobre las faldas de la precordillera, donde las aisladas manchas de árboles en la pradera verde como un parterre inglés, daban impresiones de parques reales e involuntariamente uno iba buscando el castillo feudal que después, en la realidad, se trocaba en un pobre rancho, y envidiaba a los felices habitantes de esas comarcas que ven día a día esa naturaleza de paz serena encuadrada a lo lejos por las azuladas aristas andinas”.

El párrafo que sigue probablemente ofenda y con razón, al pensamiento feminista del siglo XXI. Declaró el italiano que en su periplo de vuelta al sur, conoció “el mecanismo social de la región: una mujer en vedette (itálica en el original) a la puerta de un pobre rancho, fatma obesa sur le retour, hizo desaparecer el encanto de una leyenda armoricana que superase el ambiente encantado”. En este punto, el editor consideró oportuno aclarar que “Onelli utilizaba en sus conferencias palabras y frases en latín, francés e italiano, los dos primeros eran idiomas muy comunes para la gente culta de la época”.

La cuestión es que “esa mujer, como casi todas las que habitan los valles andinos, tiene un idilio a su manera. El dueño de un rancho fue un año a Chile a vender sus novillos. Antes de regresar, entre los artículos que adquirió en aquellos centros para las pocas necesidades fisiológicas de un poblador patagónico, trajo también esa mujer que compró al precio de plaza. Desde ese día, su casa fue muy visitada; la rueda de tomadores de mate iba en aumento, hasta que una noche, el caballo manso de la señora, galopaba leguas en dirección al puesto del rico ovejero de la comarca, ese mismo al cual habían notado le daban apoplejías de deseo mirando la deseada maritornes (personaje en el célebre Don Quijote). ¡Una fuga en toda la regla, un idilio patagónico!”, justificó el naturalista.

Adrián Moyano

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