PALABRAS DE CLEMENTE ONELLI

| 10/01/2020

El Nahuel Huapi no se describe, se admira en silencio

Adrían Moyano
El Nahuel Huapi no se describe, se admira en silencio
Comisión de Límites en 1901. Moreno, Onelli, Thomas Holdich y otros.
Comisión de Límites en 1901. Moreno, Onelli, Thomas Holdich y otros.

El escritor, conferencista y también director del Zoológico de Buenos Aires, llegó a la Argentina en 1889 pero su verdadero interés, estaba en la Patagonia. Como producto de sus viajes, dejó una apasionada pintura escrita del lago que bendice a Bariloche.

“El lago Nahuel Huapí (sic) ha tenido la suerte de no haber sido conocido cuando el romanticismo embadurnaba, con sus afeites idílicos y bucólicos, los cuadros grandiosos de la naturaleza. Este lago, el rey de los lagos del mundo, no se describe; se admira en silencio y después, en las largas noches de invierno, rodeados por hijos y nietos, se dicen sus maravillas, como cuentos de hadas. Pero resultan hasta ahora escasos entre los argentinos aquellos que puedan decir: ¡yo lo vi!”.

El párrafo precedente inaugura el capítulo 2 de “Trepando los Andes. Un naturalista en la Patagonia argentina”, libro que lleva la firma de Clemente Onelli y que ganó la calle en 1903, un año después de que un decreto gubernamental, reconociera la existencia de San Carlos de Bariloche. Al repasar sus líneas, resulta evidente que el oriundo de Roma se dejó fascinar por la majestuosidad del Nahuel Huapi y sus alrededores.

Más allá de su crítica a los escritores del Romanticismo, la prosa del italiano no se distanciaba demasiado y a pesar de su aseveración –“no se describe, se admira en silencio”– invirtió varios párrafos en trazar una semblanza del lago, ya que su desconocimiento por parte del público argentino, justificaba la aparente incoherencia. “Trataré entonces de dar una lejana idea de esa placa de cobalto bruñido, agitada y rumorosa, quieta y solemne, que se extiende riente entre praderas, cubiertas de calceolarias de oro, que acaricia con sus olas cristalinas los rugosos trancos de los cipreses y de los robles, envueltos por enredaderas que columpian, péndulos sobre el agua, racimos de flores, y que estalla en argentinas carcajadas de olas erizadas y blancas allá donde un peñón atrevido intenta, inútilmente, invadir los serenos dominios de su cuenca encantada”.

El tono maravillado continúa: “Al Occidente, el enorme anfiteatro del lago está ocupado por los adustos picos andinos, que, vestidos de armiño, cubiertos los pies de oscura y espesa manta de bosques, desde siglos reflejan su imagen solemne, borrada apenas cuando las nubes oscurecen su frente inmaculada, y que le envían en cascadas sonoras, en torrentes espumosos, en hilos de plata, el continuo tributo de sus nieves seculares”.

Onelli no solo era europeo, además era dueño de una considerable formación a raíz de su origen noble. Evidentemente, antes de recalar en el puerto de Buenos Aires a sus 24 años de edad, había recorrido buena parte de Europa, a juzgar por los permanentes paralelismos que traza entre las geografías autóctonas y las del Viejo Continente. “Y este lago riente, como aquellos besados por el sol de Italia, poético como una cuenca engarzada en el fondo de un valle suizo, toma aspecto severo y terrible allá donde el buril incisivo y artístico de sus aguas heladas, en paciente trabajo de siglos, ha labrado en las entrañas de piedra, abismos sombríos, columnas y pilares de templos siniestros, donde parecen haberse inspirado los arquitectos de Brama y de Zaratustra”.

El golpe de los remos

Durante su presencia por aquí, tuvo la chance de navegar por el gran espejo de agua. “Todo calla. Se oye apenas el eco lejano de las mansas y cortas olas que arriban a la playa de afuera y de cerca, el golpe compasado de los remos, que han sustituido la vela inerte. Entre dos alerces frondosos, que surgen macizos en una grieta de piedra gris y lavada, aparece inmóvil y a tiro de fusil, la silueta de la gamuza alpina, el huemul. Una bala poco certera no distrae su curiosidad, y la montaña repercute largo tiempo, en roncos y sumisos truenos, el estampido del crimen frustrado. Al rato, un grito agudo, un lamento horrible y angustioso de un monstruo agonizante, hiere los oídos y parece que hace temblar con sus vibraciones las hojas inmóviles del bosque dormido; una sorpresa en una caleta tranquila, seguido de blanca estela, avanza coqueto un vapor, que abusa del silencio solemne para agitar el aire con su sirena”.

Estuvo Onelli en uno de los rincones más emblemáticos del Parque Nacional Nahuel Huapi, aunque por entonces, proteger áreas naturales estaba en la cabeza de muy pocos. “Una señal y el abordaje está hecho en pocos minutos, la lancha es amarrada a la popa y nos deslizamos veloces hasta Puerto Blest, donde un pequeño muelle, una casucha, más chica aun entre las montañas que se le desploman encima, completa el ambiente noruego de Trondhjem o Sognefjörd”.

De nuevo las comparaciones con el norte, de las que el brazo Blest saldría airoso. “Pero aquí, a Dios gracias, no hay billetes circulares, ni turistas con programas al minuto, ni cañas de pesca de faquires ingleses esperando el salmón pagado de antemano. El viajero aquí no tiene programa ni cicerones; pero tiene una casucha abrigada, donde a la noche, hará el nido entre mullido colchón de lanas ahí amontonadas para la exportación, y desde ese rincón, húmedo y frío como un sepulcro, sentado sobre los maderos del muelle, allá delante de ese fiordo, en la vasta quietud de la naturaleza tranquila y el reflejarse indeciso de las estrellas, verá tenue y fosforescente la claridad de la luna, que baña afuera la superficie del lago; después, un estampido profundo y fuerte retumba en los desfiladeros de adentro: es el cerro Tronador, que fragorosamente envía al abismo avalanchas de nieve”.

Única comunicación

Después de pernoctar en las instalaciones de Hube y Achelis en Puerto Blest, Onelli reinició su recorrido y legó una pequeña semblanza sobre la dinámica económica de la época: “pobres trabajadores chilotes, de cara emaciada y pálida, que a pie han superado la montaña fronteriza, suben a bordo, con su pequeño equipaje al hombro, en busca de trabajo más recompensado en las estancias argentinas. El vaporcito, en menos de una hora, se pone en la zona alegre e iluminada: ahora corre a todo vapor en direcciones opuestas, buscando las casitas de los colonos, escondidas en los fondos de las pequeñas caletas, y donde éstos, en débiles embarcaciones, vienen avanzando a fuerza de remo, en busca de la correspondencia, la única comunicación que tienen con el resto del mundo”.

Antes de terminar su periplo en San Carlos de Nahuel Huapi, Onelli dixit, la embarcación hizo una pausa “en el puerto Anchorena de la isla Victoria, donde el capricho imitable de ese millonario ha levantado edificios, ha iniciado industrias, y han, en fin, fundado la primera villa, que hará, más tarde, la villeggiatura (itálicas en el original) obligada de los argentinos y de turistas cansados de los paisajes reglamentados y maquillés que el bueno de Tartarín (un personaje mitómano y fantasioso) llamaba truc de campagines (truco de la compañía)”. En algunos sitios del Nahuel Huapi, el silencio que había cautivado al italiano tenía los días contados pero felizmente, nunca se retiró del todo.

Onelli, junto a gente aonik enk cuya confianza se había ganado.

Que se hagan circular las fotos

“Trepando los Andes” es el “relato viajero” más difundido de Clemente Onelli. En el estudio preliminar que elaboró Carlos Fernández Balboa, licenciado en Museología, para la versión de Ediciones Continente (2007), éste afirma que “muestra su conocimiento y accionar en la región patagónica y constituye uno de los más interesantes relatos de viajero por la Patagonia argentina. La pluma y las fotografías registradas por Onelli así lo atestiguan”.

Según Fernández Balboa, “la primera edición de esta obra data de 1904, y fue impresa por la Compañía Sudamericana de Billetes de Banco de Buenos Aires; es la edición más ilustrada ya que incluye en sus 297 páginas las fotos obtenidas por el autor y por otros de los expedicionarios que se encargaron de efectuar los relevamientos en las zonas de límites y de demarcación, y un mapa de regiones estudiadas”.

Lamentablemente, el aporte gráfico fue disminuyendo en las sucesivas reediciones, que se hicieron en 1930, 1977 y 2002, a través de diversas editoriales. Inclusive la que consultamos a propósito de este rescate, es más bien económica y cuenta con muy pocas ilustraciones. Un despropósito para los interesados e interesadas en los pasados que nos forjaron y un guante que deberían pensar en tomar los (varios) sellos públicos de la Patagonia.

Adrían Moyano

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