04/01/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: El retiro

EMOCIONES ENCONTRADAS: El retiro

Alejandra y Luis llegaron a la cordillera un verano, recién casados, ella con el título de maestra en sus manos, él, había trabajado en una empresa de mantenimiento, traía la voluntad y dos brazos dispuestos a lo que saliera. Se habían casado el año anterior, la Buenos Aires convulsionada de principios de los 70 los llevó a buscar oportunidades donde hubiera algo de paz. La lejana Patagonia parecía prometer aquel anhelo y partieron. Una huella polvorienta los hundió en el campo, allí donde estaba la escuela en la que Alejandra tomaría un cargo. Esther, la directora, vivía en la casa al lado de la escuela y Tomasa, la portera, iba y venía desde la suya, a un par de leguas.

Luis, sin proponérselo, asumió el cargo de portero, aprovechando sus conocimientos fue reparando y mejorando todo aquello que se pudiera, no solo de la escuela sino también de las casas de algunos vecinos. El afecto de la gente de la zona les hizo más fácil el arraigo al lugar. Pasaron inviernos, algunos más crudos que otros, pero siempre con la agreste vida de la estepa patagónica. Alejandra con el tiempo fue directora de la escuela y un día, comenzaron a llegar los hijos de los que fueron sus primeros alumnos. La vida no les dio hijos, por eso aquellos niños de tez oscura curtida por los vientos, callados y nobles, ocuparon espacios tan especiales en los corazones del matrimonio.

Alejandra enfermó, intentó tratamientos pero la enfermedad se apoderó de ella y la fue consumiendo. Eligió terminar sus días allí, donde estaba su gente. Se fue una madrugada, tomada de la mano de su compañero. El viento se llevó sus cenizas, las desparramó entre los coirones, acurrucándolas entre las piedras, mezclada con la tierra del paraje, esa que conjugó todos sus amores: Luis, la escuela y los niños. Él se sintió solo, verdaderamente solo, a pesar de todo el afecto de la gente. Eligió quedarse allí, como portero y auxilio de todo lo que pudieran ofrecer sus manos y conocimientos. Allá muy lejos había quedado aquella vida de ciudad, ese anonimato y la histeria que consume. En el paraje todo es distinto, los días se van a paso lento, casi iguales uno detrás del otro. A Luis siempre le pareció que cualquier cosa que uno hiciera en ese lugar, modificaba algo que estaba igual desde hace tiempo.

Esa mañana se había levantado temprano, como todos los días desde hacían años. Después de tomar unos mates, cruzó a la escuela. Como era época de receso todo estaba en silencio. En un rincón del salón unas cajas apiladas; contenían todas sus pertenencias: herramientas, libros, su mate y su pava, el cuchillo encabado en una cola de piche que le regalara Livio, los sacos de lana que le tejieron las mujeres de la zona, las cosas de

Alejandra, que quedaron en el lugar donde ella las dejó, esas cosas que jamás se enteraron que su dueña ya no estaba. Luis no las tocó, estaban en el mismo lugar donde su compañera las guardaba.

Sintió ruidos en la cocina, era Josefa, la portera. Por un momento se quedó mirando en esa dirección y la recordó muchacha, a la que un día comenzó a enseñarle a leer y escribir. Era ayudante en la cocina de la escuela,

Alejandra le consiguió el cargo de cocinera. Pacientemente la fueron introduciendo a la lectura. Le acercaban libros que ella con el tiempo fue devorando con pasión.

- ¿Cómo le va don Luis? -lo saludó ella.
- Hola Josefa -respondió él acercándose a la cocina- ya tengo casi todo listo -continuó.
- Debe estar por llegar el camión -dijo ella mirando por la ventana, hacia el camino que llega a la escuela.
- Sí. A media mañana dijimos -le respondió él, sin mirar hacia afuera.
- Menos mal que hay sol -apuntó ella, tratando de disimular la angustia que le quebraba la voz.

Era un día triste para todos. Más para Luis, aunque intentaba ser fuerte. Hacia un mes había llegado la notificación de su retiro y allí estaba, esperando el camión que lo llevaría con todas sus cosas de vuelta a la ciudad. Con Alejandra alguna vez fantasearon con el retiro y qué harían de sus vidas. Ahí estaba, frente a las dos realidades: ella ya no estaba y el retiro había llegado. Se imaginó la vida en la ciudad. Habían vuelto de visita, en vacaciones, pero esta vez era para quedarse. Y sin ella. Allá estaba su casa natal, la que había heredado de sus padres, probablemente recuperaría la vida de ese barrio que lo vio crecer. La estación, donde un día tuvo su primer encuentro con Alejandra; el instituto, adonde ella estudió, al que cada noche acudía a buscarla, la acompañaba hasta la casa y luego se tomaba el colectivo a la suya. La calle angosta, que separaba la casa del campito donde jugaban al fútbol. El Rata, Pedrito, Lisandro, todos sus compañeros de escuela, esos que cuando se reencontraban le decían que estaba loco por vivir donde vivía, “los locos son ustedes que viven acá” les respondía él.

- Buen día Luis -lo saludó Raúl, sacándolo de sus pensamientos.
- Raulito querido -lo saludó con alegría.

Ese hombre era su gran amigo en el paraje. Él había organizado la fiesta de despedida de hacía unos días, donde se juntó toda la comunidad a homenajearlo. Descubrieron una placa con el nombre de Alejandra en el salón comunitario, a unos metros de la escuela, ese que habían logrado construir con donaciones y el esfuerzo de todos.

La llegada del camión los encontró reunidos en el patio. Habían llegado otros vecinos y la tristeza rondaba el aire.

- Acordarte lo que te dije che -le dijo Raúl- acá estamos esperándote.
- Gracias hermano -respondió Luis dándole un abrazo a su amigo.

El camión comenzó a alejarse. Al subir la loma, Luis le pidió al chofer detener la marcha. Desde allí se veía la escuela y todo el paraje. Muy lentamente paseó su mirada por la extensión. Allí se había detenido la camioneta que los traía cuando llegaron, desde ese lugar tomaron conciencia de donde estaban por comenzar lo que sería su vida en adelante. Le pareció ver a su compañera rodeada de niños, en el patio, junto al mástil.

El viento levantó algo de polvo que lo obligó a cerrar los ojos, tal vez, en él andaría su compañera.

¿Habría venido a despedirlo, a pedirle que se quede? Con esa pregunta subió al camión y retomaron la marcha. Clavó sus ojos en el camino, ese que lo llevaba y que también podría traerlo.

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