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| 21/12/2019

El día de un arriero

El día de un arriero

El sol estaba empezando a recostarse sobre las montañas. Como siempre pasa en la zona cordillerana, aunque él se esconda sigue dando luz un rato más, quizás como aquellos que se van pero queda el recuerdo. Savino Quilaleo buscó un lugar donde descansar, hacía ya varias leguas que venía con la tropilla. Vio un claro entre unos ñires, a unos metros de un arroyo, allí había pasto nuevo y reparo. Era el lugar ideal, el que andaba buscando para comer algo y dormir. La mañana siguiente ya estaría llegando al campo de Ojeda, quien le había encargado el arreo. Nacido en la zona de El Huecú, desde hacía ya varios años andaba por diferentes lugares de la cordillera y la meseta, ofreciendo sus servicios a quien estuviera dispuesto a pagarlos. No escapaba a ninguna de las tareas de la vida de campo, sabía hacer de todo y lo hacía bien. De chico anduvo con su padre y sus hermanos trashumando por la cordillera neuquina, llevando piño, lecheras y caballada a las alturas en octubre, bajando para marzo. Allá arriba, en la veranada, una tarde de diciembre el aire cordillerano le llenó los pulmones, allí lo parió su madre, sobre unos cueros de chivo, con el vientre mirando al este, con la ayuda de doña Rita; allí enterraron la placenta a la que estuvo amarrado en el vientre, junto a la de un par de hermanos; los otros habían nacido en la invernada.

Desmontó y apoyó las manos en su cintura, estirándose hacia atrás, dio un soplido fuerte, como queriendo ahuyentar el cansancio. El colorado en el que venía montado pareció imitarlo, dando un resuello y sacudiendo la cabeza de un lado a otro, haciendo sonar las riendas sobre el pescuezo. Lo dejó suelto, sabía que no se alejaría. Se acercó a la yegua tordilla que traía de tiro y la maneo. Era la madrina a la que el resto de la tropilla venía siguiendo desde la mañana anterior, en la que salió para la cordillera. A lo lejos se veía el lago, allí seguramente iría a dar ese arroyo que pasaba al costado de donde decidió descansar. Se acercó a lavarse la cara y bebió agua; se sacó el pañuelo que llevaba atado al cuello y lo mojó, con él se lavó el cuello y el pecho. Se quedó un rato en cuclillas, en la orilla, mirando unos patos con sus pichones que nadaban unos metros más arriba, en un remanso. Le sacó las riendas al colorado, también el recado, le puso un bozal y lo dejó atado en un árbol cercano. Miró el cielo, evaluando cuanta luz le quedaría a ese día caluroso, que prometía una noche serena y templada. Venía de la meseta e iba como cortando campo a la par de la cordillera. Ojeda le había indicado que una vez que diera con el arroyo lo siguiera hasta casi las nacientes, allí estaba el campo donde debía llegar.

Juntó algo de leña, a unos metros de donde estaba. “Buena leña, debe dar brasa enseguida”, pensó. Ensartó en un asador pequeño un pedazo de capón que traía atado a los tientos y lo acercó a las llamas. Sobre dos piedras posó la pavita renegrida, cargada con agua del arroyo. La pequeña calabaza entró en el hueco de la mano y en ella cebó el primer mate. Sintió como le ganaba el cuerpo el gusto amargo de la yerba. Lo disfrutó. En unos matorrales cercanos porfiaba un grillo, empecinado en dar su serenata al lucero que comenzó a brillar sobre la cordillera. El cielo azul había dado paso a esa mezcla de rosa y naranja que despedía al día, dando la bienvenida a la noche. No se veía ninguna nube. Unos teros rezongaban en el mallín, tal vez molestos por la presencia de ese hombre y su tropilla.

Arrimó la mano a las llamas para comprobar el calor que iba dorando la carne, arrancándole un rechinar a la grasa. Se volvió a sentar sobre el tronco en el que descansaba y dejó sus ojos fijos en las llamas, que dibujaban figuras en la noche ya caída.

Le cruzó el pensamiento la sombra de un amor pendiente. Rosita le andaba quitando el sueño desde hacía un tiempo. Era la hija de Tranamil, un puestero de Paso Chacabuco. La había conocido en la señalada de una estancia por el lado de Sañicó. “Tal vez cuando vuelva le hable”, pensó, mientras cortaba un pedazo de carne que ya estaba asada. Savino era de carácter bastante reservado, de pocas palabras, le costaría abordar a esa muchacha que lo acompañó toda la marcha con el recuerdo de su sonrisa.

Luego de comer se quedó mirando el fuego, mientras tomaba algunos mates más. Buscó el recado y lo tendió debajo de un ñire; desenrolló una matra que traía atada en él. Recordó cuando se la compró a una señora de Covunco, bajando de la veranada hacía ya algunos años. Juntó un poco más de leña, la que dejó cerca del fuego, a mano para ir echándole y que no se apague. Se alejó algo de las llamas para poder mirar la noche; las estrellas brillaban sobre el terciopelo azabache, le pareció que si alargaba la mano agarraría una. La luz de la luna estiraba sobre el campo las sombras de los árboles, las piedras y los cerros. Pudo ver los caballos unos metros más allá de donde estaba.

Volvió al fogón y se acostó. Los teros y los grillos le dieron la serenata para entrar en sueño. La figura de Rosita le iluminó el pensamiento; otra vez, como tantas otras los días anteriores. Pensó en lo lindo que sería echar raíz en algún lado y tener una compañera que lo espere cada día. Y porque no, también soñar con una cachorrada que alegre un rancho.

Dio un suspiro profundo, su boca tenía una sonrisa dibujada. Se entregó al sueño.

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