07/12/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: Cuando canta la diuca

EMOCIONES ENCONTRADAS: Cuando canta la diuca

Don Ernesto Balmaceda era juez de paz, dos veces al año, como también lo habían hecho sus antecesores, recorría los parajes del territorio para realizar trámites inherentes a su función. Bajaba desde Viedma, deteniéndose en comisarías, escuelas o alguna otra dependencia donde se constituía por unos días; actas de nacimiento, casamiento y defunción era lo habitual, además de algunas cuestiones que, aunque no fueran específicamente de su cargo, las atendía y luego derivaba a autoridades competentes.

Llegó hasta Colan Conhué a media tarde, montado en su caballo, acompañado de Rosales, su secretario; también llevaban un pilchero en el que cargaban sus pertenencias y algún elemento para hacer noche a campo, aunque trataban de ir llegando a lugares preestablecidos, donde los esperaban. A veces el tiro era largo y se alojaban en el camino. El comisario Arabales los estaba esperando. Se alojarían en la casa contigua, donde vivía él junto a dos agentes, para comenzar las tareas administrativas a la mañana temprano.

–¿Cómo estuvo el viaje doctor? –preguntó Arabales.
–Bien. Anoche nos alojamos en un puesto, de un señor Toledo, muy servicial el hombre –respondió el juez.
–Sí, lo conozco –concluyó el comisario.

La comisaría era un edificio modesto; se ingresaba a una sala donde a un costado había un escritorio y una silla, en el rincón una salamandra, a su lado una puerta que llevaba al baño y a una habitación que se utilizaba de celda. No era un lugar de detención, solo se demoraba allí a alguien por algunas horas. Si se trataba de algún hecho grave, el detenido era trasladado.

Al volver del baño, que estaba al fondo del pasillo, dijo Rosales:

–Tiene un detenido.
–Sí, rateros que nunca faltan –dijo el comisario, mirando algo nervioso a ambos– acá hay que lidiar con la indiada. No cambian nunca.
–¿Y qué fue lo que hizo? –quiso saber Balmaceda.
–Se metió en la estancia a robar unas chivas.
–¿Hizo algún sumario? –quiso saber el juez.
–No. Vinieron esta mañana a avisar de la estancia y lo fui a buscar a su casa –dijo Arabales, casi con desprecio– estos no valen gastar tinta en papeles.

El juez tenía años de oficio y de escuchar situaciones de gente de campo. Su intuición, el gesto esquivo del comisario y lo despectivo de sus comentarios lo llevaron a querer recabar algún dato más sobre el caso.

“Déjeme solo”, dijo Balmaceda al ver que Arabales quería acompañarlo. La celda era una habitación del edificio a la que se le había reemplazado la puerta de madera por una reja. En su interior, sentado en el catre, estaba el hombre. La piel cobriza y el pelo renegrido lo ocultaban en la oscuridad, solo blanqueaban sus ojos.

–Buenas noches señor, soy el juez Balmaceda.
–Nahuel, señor –dijo aquel hombre, poniéndose de pie.
–Está bien, está bien. Siéntese –le dijo el juez.

El tal Nahuel comenzó a relatar lo sucedido, al principio con alguna reserva, pero luego se soltó, ayudado por la experiencia del juez, que fue dándole la confianza y el tiempo necesarios para que explicara por qué estaba detenido. “Ayer a la tarde salimos con Purrán a juntar las chivas. Vimos que habían pasado por el alambrado que estaba caído, el que da a la estancia; en un mallincito que hay cerca vimos que estaban pastando. Nos metimos, andábamos de a pie. Nosotros no rompimos el alambre, estaba caído. Cuando estábamos ahí, llegó uno de esos gringos que trajeron a la estancia y nos empezó a gritar y decirnos que estábamos robando. Purrán le dijo que se fije en la marca de las chivas, para que vea que eran nuestras. El gringo nos echó el caballo encima y sacó un revólver que llevaba en la cintura. Nos asustamos y salimos corriendo. Yo agarré para el lado de unos matorrales y Purrán se largó por el cañadón, para el río. El hombre tiró, no sé a quién pero oí tiros”.

Balmaceda escuchó con atención el relato. Nahuel, además de contarle lo sucedido, le manifestó su preocupación por la suerte de su compañero.

–¿Y cómo lo detuvieron? –quiso saber el juez.
–Esta mañana llegó el comisario a la casa y me dijo que me iba a detener. Le pregunté por Purrán y no me dijo nada –concluyó Nahuel.

Al volver a la sala, el juez le preguntó a Arabales por Purrán.

–A mí me dijeron que andaba este solo –dijo el comisario, mirando por la ventana.

Cuando estaba comenzando a aclarar, el juez con su secretario, acompañados por un agente de apellido López y Nahuel, salieron a recorrer el lugar donde había sucedido lo que relató el detenido. El comisario Arabales había salido más temprano, sin avisar adónde iba. Todo aquello a Balmaceda le parecía muy extraño; no quería aventurar conjeturas pero los silencios del comisario y sus miradas nerviosas le hacían sospechar algo. “Nosotros vivimos ahí abajo, con Purrán y otras gentes”, le dijo Nahuel, señalando un campo que se extendía por el costado del cerro que iban faldeando. Llegaron al lugar donde efectivamente estaba caído el alambrado, desmontaron e ingresaron de a pie al campo de la estancia.

–En aquel mallín estaban las chivas –dijo Nahuel, señalando unos metros más adelante– El gringo vino de allá. Yo disparé para aquellos matorrales y Purrán se tiró por la barranca –concluyó.

A un centenar de metros se veía el cañadón por donde pasaba el río. Se dispusieron a ir hacia allí. Al acercarse al río vieron a Purrán, apoyado contra un sauce, su cara y su ropa ensangrentados. Estaba inconsciente, evidentemente se había arrastrado hasta allí.

–Tiene mucha sangre –dijo Rosales– debe tener una herida de bala.
–Nahuel, vaya y traiga un caballo –pidió Balmaceda– a ver cómo lo podemos llevar.

Mientras esperaban, sintieron que alguien se acercaba. Era el comisario, acompañado de un hombre, que llevaba un revolver en la cintura, en una cartuchera. Su vestimenta no era de los gauchos de la zona. Inmediatamente Balmaceda comprendió que se trataba de ese “gringo” que había mencionado Nahuel. La noche anterior, antes de dormirse, el juez pensó en esos norteamericanos, llegados como parte del proyecto de colonización de la zona.

Algunos, poco apegados a la agricultura, eran contratados por las estancias, para aplicar leyes por mano propia. No solo defendían campos de cuatreros. Ya se rumoreaba sobre desaparición de pobladores y persecuciones para que abandonen sus tierras. No estaba equivocado.

Ya de regreso en la comisaría, el juez Balmaceda abrió el sumario para aclarar lo sucedido. Tomó declaración al norteamericano que había perseguido y herido a Purrán, además de relevar de su función al comisario Arabales, quien claramente era cómplice de, por lo menos, no haber investigado lo ocurrido. Ambos quedaron detenidos y López fue puesto a cargo de la comisaría. Finalmente se determinó que las chivas tenían la marca de Nahuel y que ellos no habían roto el alambrado.

El agente López y Rosales curaron a Purrán, quien además de los golpes ocasionados por la rodada por el barranco, tenía una herida de bala en uno de sus brazos. Nahuel no se fue a su casa, quiso quedarse allí, hasta que se recupere su compañero.

Balmaceda estuvo inquieto toda la noche, no había podido dormir. “Pensar que tendría que haber estado entre partidas de nacimiento, casamientos y otros trámites y aquí estoy, enredado en esta cuestión”, pensaba mientras daba vueltas en el catre. Se cruzó a la comisaría, a ver cómo se hallaba el herido y a tomar un mate, si es que hubiera alguien despierto. Todos dormían, a excepción de Nahuel, que estaba sentado al lado de su compañero.

– Es temprano todavía, doctor –le dijo, al verlo entrar.
– No pude dormir nada. ¿Está mejor? –consultó, mirando al herido.
– Sí, algo dolorido, pero estuvimos conversando un rato. Ahora se durmió.

Llegó el canto de un pájaro, desde algún lugar del monte cercano.

–Está cantando una diuca –dijo López, desde la cocina– parece que va a amanecer.
–No, señor –dijo Purrán, que había despertado– La diuca canta para que amanezca.

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