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| 23/11/2019

Pilquiniyeu del Limay

Pilquiniyeu del Limay

La camioneta que conducía Luis copiaba la cansada huella de tierra de la Ruta 23, la charla discurría amablemente entre mates y tortas fritas. Tres horas de viaje hasta el paraje, desviándonos en Comallo y luego en Laguna Blanca, para tomar por los caminos de lo que fuera la estancia María Sofía, para llegar finalmente a Pilqui. Las escuelas rurales tienen esa particularidad: deciden que un día va a ser festivo y así lo hacen. No importa el motivo (si es que lo hubiera), deciden pasar un día distinto y lo hacen. La escuela es casi un templo, un aire de recogimiento se presiente cuando los pobladores ingresan, asociado a un respeto reverencial hacia los docentes. He visto a directoras, paradas con una caja en sus manos, invitando a los hombres a dejar allí sus cuchillos y rebenques, los que les son devueltos al retirarse.

- Qué raro, ¿hacer una peña un miércoles? -le pregunté a Luis.
- La gente va cualquier día -me contestó con naturalidad- aparte, hace tiempo que no hacemos nada, andamos con ganas de escuchar algo de música -concluyó.

Luis, esposo de la directora, oficiaba de auxiliar de la escuela y también de la comunidad. Cada vez que viajaba a Bariloche, llevaba la lista de encargues y tramites a realizar. Con la infaltable boina de lana tejida, esa que refleja la interculturalidad de la región, copiada de aquella generosa boina vasca, tejida en lana de oveja y con guardas mapuche.

- Tenemos que llegar a la 1 porque nos esperan para comer -me contestó, mientras me alcanzaba el mate ya tomado.

Cuando llegamos, luego de una loma, se dibujó el perfil del paraje. Me asombró el contraste entre las pequeñas y humildes rucas de los pobladores y lo imponente de algunas construcciones de material, como la escuela, el juzgado de paz y la capilla, todas hechas por la empresa Hidronor.

Allá por fines de los 80, cuando se construyó la represa, se inundaron una importante cantidad de hectáreas de tierras aledañas al río Limay. El agua fue creciendo entre los cañadones y quebradas, metiéndose entre los cerros, por donde corría el río, dejando bajo el agua parajes y comunidades. Tal fue el caso de Paso Flores, un vergel habitado por gente originaria, además de una colonia alemana y otros criollos que corrieron la misma suerte. Algunos fueron reubicados en diferentes lugares, El Manantial para los alemanes, algunos en Corralito y otros partieron. Un grupo de gente accedió a lo que se llama Pilquiniyeu del Limay. Obligadamente cambiaron su lugar por ese pedrero reseco, de agua escasa y pastos magros.

En la parte trasera de la escuela estaban dispuestos los asadores, con algunos chivitos de los que pronto dimos cuenta. Andaban de visita unos chicos del colegio Don Bosco, que habían ido a misionar, llevando algunos útiles para los nenes, además de realizar una jornada solidaria, pintando los juegos del patio y algunas otras actividades.

- Descansen un rato, que yo más tarde voy a salir a buscar a la gente -dijo Viviana, la directora.
- ¿Cómo a buscar a la gente? -pregunté, sin entender mucho.
- Claro, me doy una vuelta y les aviso que a la tardecita se arrimen -me contestó, con naturalidad.
- Acá viene todos che, haya lo que haya -aportó Luis.

Después de una reparadora siesta nos encontramos con Jorge, responsable del grupo de jóvenes y nos fuimos a dar una vuelta por el paraje. Un puñado de viviendas puestas como al azar, alrededor de la escuela, que claramente es el centro del paraje. Allá, retirada, un poco más alejada de las demás, había una ruca pequeña, de tres metros por lado, techo a dos aguas.

- Vení -me dijo Jorge, que evidentemente conocía al morador.
- Pasen, pasen -se escuchó desde el interior.

Tuvimos que agacharnos para ingresar por la puerta, estrecha. Allá, en un rincón, junto a la cocina, se hallaba don Silverio, un hombre mayor, que trabajosamente intentó ponerse de pie, agarrado de una especie de muleta construida con un palo. Sus piernas, de la rodilla hacia abajo, estaban inclinadas hacia un costado, como quebradas; las arrastraba al intentar caminar, aferrado a su muleta.

- Asiento -nos dijo, indicándonos un pequeño banco que había por ahí.

La ventana que miraba al paraje no tenía nada que la cubriera, la que daba al oeste tenía un nylon, agarrado con unos clavos. En el rincón opuesto a la cocina había un catre, con unas mantas encima y contra la pared una mesa de un metro cuadrado, sobre la que había un plato enlozado de color verde, con un tenedor dentro. Era lo único con algo de color, lo demás, todo gris, claro u oscuro: la vestimenta de aquel hombre, las cenizas de la cocina, el cielo. Colgado en la pared, como único adorno, un almanaque con un gaucho de a caballo. El hombre preparó un mate y pudimos dialogar un rato con él.

- Acá estoy muy bien -nos dijo mirándonos a ambos, con un gesto de satisfacción, observando su pequeña morada.

No entendí muy bien ese gesto. ¿Cómo aquel hombre se hallaba satisfecho de ese lugar, donde vivía? Lo dijo casi con agradecimiento. Una sonrisa escapaba desde su boca desdentada cada vez que terminaba alguna frase, asintiendo con su cabeza, como dándose la razón. Cada tanto sacaba un pañuelo del bolsillo del saco y se secaba los ojos, que parecían espiar, por entre las arrugas de su rostro.

- ¿Va a llegarse a la escuela a escuchar algo de música? -le preguntamos.
- ¡Y cómo no!, ahí vamos a estar -dijo, contento.

Caminamos lentamente de regreso a la escuela. El aire fresco de la tarde de octubre nos fue recordando lo sacrificado de habitar la meseta. Las noches caen silenciosas, heladas, cruzadas por el viento que gime en los techos y pasa envuelto en un poncho de polvo.

- Que humildad tan digna la de este hombre -le dije a mi compañero de caminata.
- No sabés donde vivía antes -me dijo Jorge.

Me contó que, el año anterior, los chicos habían ido hasta arriba de un cerrito, que está a un par de leguas del paraje y ahí lo encontraron, en la ruca en la que vivía, solo, en condiciones difíciles de entender. Los corazones conmovidos de los jóvenes y su deseo de romper la inercia de algunas cosas, con esa necesidad de mantener vivas las utopías, encendieron el motor de la esperanza y decidieron hacer todo lo necesario para construirle una pequeña vivienda a ese hombre desprotegido, abandonado a su suerte, cuidado por sus vecinos que le acercaban alimentos y ropa, dentro de un universo de necesidades compartidas, repartiendo lo poco que haya. Ahí estaba el agradecimiento de Silverio, de poder estar cerca de la gente, protegido por una humilde casita, fruto del idealismo de algunos jóvenes a los que un día les llamó la atención.

Esa tardecita lo vi entrar al salón de la escuela, aferrado a su muleta, con su rebelde cabellera blanca acomodada hacia un costado. Viviana lo había ido a buscar en la camioneta. Uno de los alumnos de la escuela le acercó una silla en la primera fila. Allí, en medio de la inmensidad de la meseta, en el patio de una escuela y con el tremendo gesto que significó la presencia de Silverio frente a mí, sentí la sensación deliciosa de las pequeñas cosas, de esos momentos simples que llenan el alma y nos hacen celebrar la vida. A veces, para un artista, no importa la cantidad de público sino quien es el público.

Guardo ese día como uno de los más bellos de mi vida artística.

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