02/11/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: 5°B del Don Bosco

Edgardo Lanfré
EMOCIONES ENCONTRADAS: 5°B del Don Bosco

“¿Entendieron?”, dijo la de Matemáticas, mirándonos a todos, con la mano apoyada en el pizarrón, mostrando una fórmula llena de letras y paréntesis. Todos dijimos que sí, aunque estábamos en otra cosa.

Cuando se dio vuelta otra vez para continuar escribiendo, Raúl siguió jugando a la batalla naval con Horacio, que estaba sentado en la fila de al lado, Néstor dibujando una moto y Flavio mostrándome una revista Goles, que había comprado el día anterior ¡Una pinturita los chicos! El único que atendía, cuándo no, era el Laucha. A él nos remitíamos después, en busca de ayuda, para que nos explicara algo o para pedir la tarea. No le molestaba, lo disfrutaba, cada tanto nos daba una “moraleda”, como decía Raúl. “¡Este pinta para cura!”, lo cargaba Rubén.

No era exagerado, estábamos en 5°B del Don Bosco y los curas y la de Religión le habían echado el ojo. Era un tipazo el Laucha. Le decíamos así por su aspecto frágil, flaquito, el más bajo del curso, formaba adelante. Siempre correcto, uniforme alineado, corbata prolija, peinado raya al costado, sentado en el primer banco de la fila, al lado de la ventana. Detrás de él, la selva, uno más ladino que el otro. No éramos de maldades, pero sí poco apegados al estudio. La mayoría veníamos juntos desde la primaria, algunos se habían ido al Industrial y llegaron otros, pero el grupo venía armado.

El Laucha era la rueda de auxilio, no solo del curso, también en la vida diaria. El padre era tapicero, él ayudaba en los ratos libres, le encantaba el oficio. Hubiese sido bueno estudiando cualquier cosa, pero le gustaba la tapicería. Allí, a veces, entre las telas, nos daba una mano con alguna tarea. “En lugar de jugar al Ta Te Ti, prestá atención”, te tiraba de sermón.

Sabíamos que le gustaba Fabiana, una chica del Comercial, que vivía a la vuelta de lo de Flavio; él le hizo gancho. Era el más amigo de toda la barra, estaban juntos desde primero inferior, iban y venían al colegio caminando. Le armó una cita con Fabiana, le dijo a ella que lo esperara en la entrada de una galería del centro, una tardecita de noviembre, con la excusa de que lo ayude a elegir un regalo para una amiga. El plan lo sabíamos todos: Flavio iba a caer acompañado del Laucha.

–Yo te dejo ahí y me voy a comprar puchos. Me voy a demorar –lo aleccionó Flavio– aprovechá.
–Pero quedáte un rato –casi que le suplicó el candidato.
–Dale –lo empujó con el hombro mientras caminaban– ¿Qué te pasa, tenés miedo? –lo apuró el amigo.
–Miedo es ir al dentista, papá –le respondió el Laucha, seguro.

El plan funcionó, al poco tiempo empezaron a salir. Fabiana era una chica buena, tan estudiosa como el Laucha. “Uno para el otro”, dijo Raúl, al enterarse de la formalización.

Terminó el secundario y cada uno tomó su rumbo. Yo me alejé unos años, Raúl probó suerte yéndose a estudiar, pero volvió y se dedicó a la plomería. Horacio con su taller de herrería y Néstor, profesor de Educación Física. Uno termina esa etapa del colegio y se corre el telón, se cierra una etapa y se abre un mundo nuevo, cargado de incertidumbre y sensaciones diferentes, caminos que comienzan, gente distinta, la vida nos va rodeando de responsabilidades y desafíos, opacando aquellos años dorados, que cada tanto aparecen, para dejarnos un sabor dulce. A lo lejos tengo la idea de haberme levantado cada mañana para ir a una fiesta, a pasarla bien con amigos. A ser felices.

Fue Raúl el que se enteró del estado de salud del Laucha. Un problema cardíaco lo tenía a mal traer.

–Está en terapia –nos dijo, cuando nos juntamos.
– ¿Justo el Laucha tiene problemas de corazón? –ironizó Horacio– si es lo que le sobra al petiso.

Quedamos en ir al día siguiente al sanatorio, para intentar visitarlo. Cuando llegamos la vimos a Fabiana, sentada en la recepción. Estaba igual a aquella rubiecita del Comercial. La última vez que la había visto fue el día que se casaron; una fiesta sencilla que nos juntó a todos. Como era de esperar, Flavio, que ya se había casado con Myriam, fue el padrino. La tapicería les bastaba para mantener la casa y criar a los dos hijos que tenían, nada más que para eso.

–Lo tienen que derivar a Buenos Aires, es bastante serio –nos explicó Fabiana– la obra social no nos cubre. No sé –concluyó.

Aquel “No sé”, retumbó en todos nosotros. Esas dos palabras, frías, lapidarias, dichas tragando un suspiro, traspasaban el estado de salud de su compañero y desembarcaban en la incertidumbre de cómo afrontar la situación económica.

Los ojos de ella recorrieron uno por uno los nuestros. Se acercó el hijo varón, que parecía su padre en aquel quinto año; un calco, la misma mirada mansa y abierta que le dejaba ver el alma.
–Quedate tranquila –la consoló Raúl– nosotros vamos a ver qué podemos hacer.

Esa noche nos juntamos en la casa de Flavio. Junto con Myriam, tenían una camioneta de turismo, de las panorámicas; él manejaba y ella guiaba. Trabajaban para agencias de turismo. Vivían en el alto, se habían hecho una casita en el terreno de la madre de ella.

–Este año cumplimos veinticinco de casados –comentó ella.
–Estamos con ganas de hacer un viajecito –aportó él, mirándola con ansiedad.
–Venimos ahorrando –aportó Myriam– pero al paso que vamos, lo vamos a hacer cuando cumplamos las bodas de oro –bromeó.

Nos enfrascamos en el tema del Laucha. Traslado, operación y estadía, daban una cifra que, a quien más quien menos de los presentes, le quitaría el sueño.

–Fabiana pensó en un préstamo, pero no le dan los ingresos –comentó Raúl.
–Hagamos una cena en algún quincho o restaurant –conjeturó Horacio.
–No hay tiempo –lamentó Néstor– como mínimo nos llevaría una semana armar algo.

La reunión nos llevó hasta la medianoche. Entre posibles soluciones y recuerdos de aquel secundario y del Laucha, la rueda de auxilio de todos, el solidario, el mejor compañero, que no faltaba nunca y siempre estaba. Quedamos en pensar algo para el día siguiente.

Los fuimos a despedir al aeropuerto. Nunca lo habíamos visto llorar al Laucha. Estaba igual de flaquito, no había perdido ese gesto bueno en su rostro, lo único distinto es que estaba más pálido, por la enfermedad.

–A la vuelta nos vemos nene –le dijo Raúl.
–Dale que me tenés que ayudar en Historia –bromeó Horacio.
Uno por uno nos abrazó. Antes de darse vueltas para irse nos dijo: “No sé de dónde sacaron la guita, pero gracias”. Fabiana nos sonrió y se lo llevó del brazo.

Flavio tomó fuerte de la mano a Myriam, que estaba junto a él. Aquella noche en su casa, después de que nos retiramos, ella le propuso darles la plata que tenían ahorrada para el viaje que querían hacer por su aniversario.

El Laucha se mejoró y volvió. Entre todos pudimos devolverles la plata a Myriam y Flavio, para que hicieran el viaje. Aquel flaquito de la primera fila, el que siempre estaba al lado de quien lo necesitara, el que zafó de ser cura, había cosechado lo que sembró en las aulas y pasillos del colegio. Nos devolvió a una amistad que estaba guardada, añeja, pero tan firme como en los días gloriosos del 5ºB.

Edgardo Lanfré

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