19/10/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: La muñeca perdida

EMOCIONES ENCONTRADAS: La muñeca perdida

La tarde del domingo estaba soleada, la gente paseaba por la costanera y el muelle. Algunos se asomaban por las barandas a tirarles migas de galletitas a los cauquenes que nadaban entre las embarcaciones amarradas. Allá a lo lejos se recortaba contra las montañas la figura del Modesta Victoria que llegaba de una excursión. Era imponente ver ese barco abriendo el pecho del agua que estaba quieta, como un inmenso estanque.

La sirena retumbó en la tarde, convocando a quienes estuvieran cerca a recibir a los turistas que llegaban embarcados. Josefina había bajado a la costanera acompañada por su hija Nora, de seis años. Había enviudado hacía un par de años, Rubén, su esposo, falleció al rodar desde un techo en una obra en construcción. Norita los días de semana quedaba al cuidado de su abuela materna; Rubén no tenía familia en Bariloche.

Realmente disfrutaban los días domingos, el único en que Josefina no trabajaba. Lo hacía en el hotel Bella Vista, en la lavandería, además de hacer lavados y planchados para afuera, en su casa. Vivían en una pieza al fondo del solar de su madre. El presupuesto familiar, acotado, no daba para mucho más que el día a día. Una mujer viuda, con una hija pequeña y una madre mayor era un panorama difícil para aquella mujer.

Josefina y su hija estaban en la playa, sentadas en una piedra, a un costado del muelle, dispuestas a observar el arribo del Modesta y el desembarco de los turistas, los que eran recibidos por los vecinos, alegrándose de ver caras nuevas, escuchando con sano orgullo los comentarios sobre lo deslumbrante del entorno y la estadía. Norita jugaba con su muñeca de trapo, a la que había bautizado Sol. Era un regalo de su madre, por su cumpleaños; desde entonces fue su compañera inseparable, dormía con ella y la llevaba adonde fuera.

–Vení, vamos a ver el barco –dijo Josefina, poniéndose de pie– no te sueltes de mi mano –le advirtió, antes de subir al muelle.

La mayoría de la gente ya se había retirado. Solo quedaban algunos tripulantes del barco. Cerca de la popa, Reyes, el capitán, ultimaba algunos detalles antes de descender. Vio a la madre con su hija observando deslumbradas la embarcación. El capitán alcanzó a oír a la pequeña hablándole a su madre.

– ¿Algún día podemos ir en el barco mami? –dijo, cargada de ansiedad e intriga.

Reyes dio un rápido semblanteo que le permitió darse cuenta de que un viaje en ese barco, para esa madre y su hija, no sería tan sencillo.

– ¿Querés subir? –dijo el hombre, con una sonrisa clara, como la tarde misma.
– ¡Sí! –exclamó la niñita, saltando, de la mano de su madre.

El capitán se acercó al pequeño puente que unía el barco con el muelle. Tomó del brazo a Josefina, que llevaba alzada a Nora. Gentilmente el hombre les mostró todo el barco. Ester, la encargada del pequeño quiosco que había a bordo, le regaló un alfajor a Norita, a la que no le alcanzaban los ojos para ver todo aquello, tan reluciente e inmenso. A su madre le pasaba lo mismo.

Luego de la recorrida, Reyes las acompañó hasta que estuvieron nuevamente sobre el muelle, entonces las despidió. Se introdujo nuevamente en la Modesta Victoria, a terminar de ordenar todo para la rutina del día siguiente. Había llegado hacía un par de años, proveniente de Entre Ríos. Toda su vida junto al río, navegando, en canoas pescadoras y más tarde en el Tigre, conduciendo lanchas de pasajeros. Había egresado del Normal como maestro, cargo que ejerció por un tiempo en las islas del delta para luego dedicarse finalmente a la navegación. Los niños eran su debilidad, de allí que había reparado en el pedido de aquella pequeña.

– ¡Señor! –escuchó que alguien llamaba.

Al asomarse a la escotilla vio a Josefina con su hija en brazos. La niña lloraba.

– ¿No se olvidó Norita su muñeca? –preguntó con angustia la mamá, consolando a su hija.
–Déjeme ver –dijo Reyes, introduciéndose en la embarcación.

Al cabo de un instante estuvo de regreso, comentándole a Josefina que no había encontrado la muñeca. Ella le dijo que en el único lugar donde habían estado era en la playa lateral y en el barco. Las acompañó a buscar pero el resultado fue negativo.

Norita lloró todo el tiempo, apretada contra el pecho de su madre. Reyes sabía del valor que tenían los juguetes. Mientras buscaba por la playa, al costado de las piedras y por todo el lugar, recordó su infancia, en la que no abundaron; también aprendió lo que ellos significaban para un niño cuando trabajó en la escuela de las islas y el esfuerzo de adquirirlos, para un presupuesto magro y plagado de necesidades como el de la gente humilde. A veces un juguete nuevo significaba ahorro y privaciones para los padres. Se acercó a la niña, acariciándole con ternura las mejillas, luego se dirigió a la madre.

– Vengase mañana, señora. Voy a volver a revisar todo –le dijo, consolando a ambas.

Las vio irse. Estaba seguro de que la muñeca había sido sustraída por alguien. No la encontraría.

A la tarde del día siguiente, Josefina pidió permiso en el trabajo y allí estaba, en el muelle, con su hija de la mano. Reyes las vio llegar. Como era lunes no había el movimiento del día anterior. Norita lo miraba cargada de ansiedad, no dijo nada cuando se acercó a ellas.

– ¿Me permite, señora? –dijo el capitán, con un guiño cómplice en uno de sus ojos, tomando a la niña en brazos e ingresando al barco. Josefina los siguió.
– ¿Sabés una cosa, Norita? –comenzó a decir aquel hombre, cargado de ternura– las muñecas son muy viajeras, yo lo sé, porque a veces se suben al barco sin que nadie las vea –relataba, mientras la niña escuchaba en silencio– capaz que Sol quiso subirse al barco para hacer un viaje y como había tanta gente, no tuvo tiempo de despedirte, capaz que viajó lejos y va a tardar en volver. Pero resulta que esta mañana, cuando entré a la cabina, encontré escondida abajo del asiento, a una muñeca que estaba solita, asustada, dijo que quería conocer alguna nena de Bariloche.

El capitán, con Nora en brazos y su madre por detrás, entró a la cabina y allí estaba, en uno de los asientos, sentada una muñeca, casi tan alta como la niña. Era una muñeca patuda, vestida de azul y rojo, con sus pelos rizados y una sonrisa en su rostro, tan sana y dulce como la que se dibujó en la carita de la niña. Una de tela, la otra de piel, las dos de amor puro.

Luego de un silencio, donde solo se escuchaban las voces de unos turistas que se sacaban fotos en las barandas del muelle, Reyes se agachó y dejó a Norita en el piso. La niña miró a su madre, luego a ese señor, vestido de azul, que le parecía tan inmenso, al lado de su madre y de ella.

– Me parece que te quiere saludar –dijo el hombre, invitándola con un gesto a acercarse a la muñeca– preguntále si quiere ir con vos.

Josefina y Reyes salieron de la cabina, también estaba Ester, que observaba la situación. Norita se acercó a la muñeca y con sumo cuidado la tomó entre sus brazos.

Josefina solo atinó a tomar de la mano a ese señor, a quien apenas conocía y le dio las gracias. Por único pago ofrecía una sonrisa tímida y una mirada plena de gratitud. Ese hombre, con aquel gesto, le hizo olvidar por unos momentos el olor a jabón, a lavandina, el fregar ropa sobre la tabla de lavar y el vapor de la plancha.

El capitán Reyes y Ester las vieron irse. Más tarde le contó que el día anterior, luego del incidente, se acerco hasta una juguetería y compró aquella muñeca.

– ¿Y la historia que inventaste? –preguntó Ester.
– Y –dijo el hombre, mirándola– los años de trabajo con los pibes no se olvidan.

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