07/09/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: El guarda hilo

EMOCIONES ENCONTRADAS: El guarda hilo

Pascual salió a recorrer los postes del telégrafo, dos años atrás había ingresado al correo y se hallaba feliz con su cargo de guarda hilo. Era su primer trabajo formal, fue aprendiz con un carpintero y en el verano picó leña en algunas casas. Un amigo de su padre le había conseguido entrar a prueba en la oficina de telégrafos y estaba dispuesto a no dejar pasar la oportunidad.

Una o dos veces por semana recorría el tendido de postes controlando posibles deterioros de la línea, haciendo informes para programar el mantenimiento de esa vía de comunicación vital para aquellos tiempos.

Un par de noches atrás llegó a Pilca Viejo, a lo de Giménez. Allí, en el almacén, tenían un libro de actas donde volcaban novedades todos los guardas de la zona, las que después eran controladas por algún jefe. Don Belarmino le ofreció alojarse allí. Pascual solía hacerlo en el puesto de Varela, un gaucho que vivía cerca del recorrido que él hacía, pero se le había hecho tarde.

Cerca de Pichi Leufu, encontró el cable colgando del poste, cortado. Debía haber sucedido pocas horas antes porque cuando él salió desde San Carlos esa mañana, pasó a firmar por la oficina y escuchó el golpeteo inconfundible del receptor y vio que Hernández anotaba unos mensajes.

Era el mes de noviembre, época típica de fuertes vientos, que solían cortar frecuentemente los hilos que aguantaban hasta donde podían los embates del clima. Siempre llevaba en su alforja las herramientas necesarias para las reparaciones. Generalmente se soltaban de la pinza que los sostenía. Su caballo, ese bayito que le había regalado el tío Benito, traído de la estancia El Cóndor, estaba habituado al trabajo.

“En cualquier momento le damos un puesto”, le había dicho don Martín, su jefe, al ver como el caballo se ponía junto al poste y mansamente dejaba que Pascual se pusiera de pie sobre el anca para llegar al cable. Luego de repararlo, Pascual enganchaba un transmisor portátil y enviaba un mensaje para notificar que la línea estaba nuevamente en servicio. Sabía apenas lo indispensable de Morse, pero para cumplir con esa información le alcanzaba.

Finalizada la tarea siguió rumbo a Pilca Viejo. Esa tarde, a poco de llegar él, también lo hizo Arancibia, un recorredor que venía de la zona de Comallo, Giménez los invitó a cenar y a alojar allí.

–Cuánto que no nos veíamos, che –le dijo Arancibia, que era algo mayor que él.
–Hará un mes más o menos –recordó Pascual– cuando vinimos a traer unos aisladores nuevos.
–Esa vez, a la vuelta, cerca del mallín grande de los Marín, encontré una tropa –contó, mientras se servía algo de carne asada al horno– Se les había salido la rueda de un carro y cuando trataban de ponerla se les ladeó y aplastó a un tipo – prosiguió relatando.
– ¿No era la tropa de Reyes? –intervino Giménez.
–El mismo –asintió Arancibia.
–Habían descargado lana acá –aportó el dueño de casa.
–El hombre estaba quebrado en una pierna parece –continuó, ante la atenta mirada de los presentes.
–Ese Reyes –dijo Giménez, meneando la cabeza– carga de más a esos carros – lamentó.
–Mandó a descargar uno chico, le armaron una camilla al hombre y lo sacaron para el lado de Quetrequile –continuó Arancibia– allá lo entablillaron y se curó.

Cuando recién empezaba a clarear Pascual salió de regreso a San Carlos. Llegó a media tarde y fue hasta la oficina a entregar el parte y el equipo que llevaba en la recorrida. Martín, su jefe, lo recibió en la entrada.

– ¡Qué oportuno tu trabajo, Pascual! –le comentó, con alegría.

El muchacho ingresó a la oficina detrás de su jefe. Adentro estaban sentados don José, el médico del pueblo, junto a don Roberto, dueño del cine. Se hallaban leyendo una hoja, donde Martín había copiado el mensaje llegado hacía un rato.

– ¡Terminó la guerra! –le dijo don José, sacudiendo el papel en su mano– ganaron los aliados –remarcó.

Esos dos hombres, uno belga y el otro francés, hablaban en un castellano que más o menos se entendía, habían llegado hacía ya algunos años pero les quedaba su acento original. Estaban realmente contentos. Don Roberto se puso de pie y comenzó a cantar, con aire solemne, una canción en francés. Don Martín y Pascual los observaron entusiasmados.

–Seguramente haremos un festejo –dijo el doctor, mirando a Roberto.
– ¡Claro! –asintió el dueño del cine, con entusiasmo– están invitados los dos – concluyó, mirando al jefe del telégrafo y al recorredor.

Pascual no era un gran lector, pero por los diarios que llegaban a la aldea se enteraba de los acontecimientos de la guerra.

La mañana siguiente llegó Lita, la hija mayor de Roberto, a hacerles la invitación formal para esa noche, en casa de su padre. Cuando se apagaban las últimas luces del día el joven golpeó las manos en el portón del cerco de la casa, que estaba a un costado de donde funcionaba el cine, en una esquina de la calle larga con otra que subía hacia el cerro. La sala había inaugurado el año anterior y fue un par de veces con amigos, pero jamás imaginó entrar a esa casa que estaba a punto de conocer.

Le había pedido prestado un saco a su amigo Rafael y una camisa cuello palomita, con un fino corbatín atado. Se sentía algo incómodo, su vestimenta era más bien de trabajo, pero le agradaba la idea de verse así. Lita le abrió la puerta y lo invitó a pasar. Era un lugar acogedor, sobrio, con algunos muebles de madera lustrada, color oscuro y cortinas prolijamente bordadas, que caían cubriendo las ventanas. Contra una de las paredes había un piano, a su lado, una pianola, de esas a las que les ponían una cinta y comenzaba a sonar la música; la utilizaban en la entrada del cine, mientras la gente esperaba el inicio de la función, pero esa noche, dada la ocasión, la llevaron a la casa. Las paredes estaban pintadas de color rosado y las aberturas de blanco. El piso relucía, evidentemente estaba todo preparado para la celebración. En un rincón ardían unos leños en el hogar y al fondo se veía una puerta que llevaba a la cocina. Por un costado una escalera que subía a los dormitorios. Instantes después llegó Martín, lo que relajó a Pascual, que estaba algo tenso por no conocer a nadie, solo de vista por las calles del pueblo.

–Señores, a la mesa –dijo Ethel, la dueña de casa.

La mesa, larga, a la que le habían agregado una más pequeña, albergó a unas veinte personas, que entraban algo justas, pero cómodas. Pascual alcanzó a reconocer al director de la escuela, también estaba un matrimonio de americanos que vivían a orillas del Limay, de quienes no sabía sus nombres. La vajilla era de fina porcelana y las copas de cristal. Un par de candelabros a ambos lados de un arreglo floral ocupaban el centro.

Pascual estuvo atento de sentarse junto a su jefe, que era soltero, al igual que él. La comida transcurrió en un clima distendido, cordial. Alguien comentó de la llegada de un barco bastante grande que navegaría pronto el lago.

–Más vale que se desarrolle el comercio por los lagos –sentenció Martín– porque hasta que llegue el ferrocarril –dejó en suspenso, levantando sus cejas, desconfiado.
–Si le dan bolilla al gringo Willis puede ser que algún día lo tengamos –apuntó Roberto– pero por ahora lo veo verde.
–Ese hombre ha propuesto tantas cosas… Ojalá se le dé alguna –comentó Ethel.

Comieron una especie de ñoquis amasados, acompañados con estofado, que Pascual nunca había probado y le resultaron sabrosos; acompañado de un vino tinto de muy buen sabor y de postre una variedad de tortas, café y licores.

En un momento, Lita se sentó al piano y comenzó a tocar una canción que hizo poner a todos de pie, y cantaron. Era la misma que Roberto había entonado la tarde anterior en la oficina. Pascual después supo que se trataba de La Marsellesa. Posteriormente, Edith puso a funcionar la pianola y hubo música alegre y risas por demás.

Aquella noche, Pascual conoció un mundo que le era ajeno, pese a habitar el mismo pueblo y pisar las mismas calles, tuvo la oportunidad de acercarse a esa gente que llevaba una vida diferente a la de él. Martín le dijo, días después, que pronto comenzaría un curso de telegrafista que le permitiría trabajar en la oficina. Por esos tiempos su felicidad era montar sobre el bayito y recorrer el hilo, guardián y celoso, para mantener comunicada a la aldea.

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