24/08/2019

Compartiendo diálogos conmigo mismo

(*) Por Víctor Corcoba Herrero

Somos entes para entrar en comunión,
para hacer comunidad y en común,
rehacerse a la vida, revivirse como sol,
reanimarse compartiendo, repartir sueños,
y enhebrar pulsos que nos fraternicen.

Es el momento de conciliar entusiasmos,
de crecerse más allá de las palabras,
haciéndolo corazón a corazón sin más,
forjando una verdadera conversión,
que converja en donarse a los demás.

Desposeídos de las cosas de aquí abajo,
volvamos al pleno cuerpo de hacendosos
del amor, cultivemos el níveo amar;
ese poema embellecido por las obras,
que no se trunca, que se siente tronco.

La humanidad necesita hermanarse,
florecer en incesante y perpetua cercanía,
activar el fuego de la unión entre individuos,
que se buscan porque se requieren,
y que se requieren porque también se buscan.

Perdida la ilusión de reencontrarnos,
de tejer caminos los unos con los otros,
nos destinamos a una fría convivencia,
a una muerte interior que nos destruye,
hasta demolernos en el estar por el que soy.

Hagámonos obreros dispuestos entre sí,
vinculémonos para latir fusionados,
que nadie se desentienda de nadie,
pues al fin existimos para cohabitar,
y ser para el prójimo el pan próximo.

Las poéticas obras gestadas por la ternura
se evocan siempre, nos vivifican por dentro,
es lo que verdaderamente nos trasciende,
nos nutre de energía como caminantes,
deseosos de volar como líricos andarines.

Nunca es distante el camino que nos lleva,
a ese horizonte de luz que nos armoniza,
tampoco reside apartado de nosotros,
ese mar celeste que nos cautiva de Dios,
mientras la tierra se llena de endiosados.

(*) El autor de la columna abierta es escritor
[email protected]

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