08/06/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: Una carta

EMOCIONES ENCONTRADAS: Una carta

 

Berta terminó de leer la última frase escrita en aquella carta de su hermana, Antonia, que había traído el cartero en la mañana. “Vuelve, aquí te estaremos esperando”. Le escribía desde Buenos Aires. Habían llegado desde Italia junto a sus padres, corría el año 38. Hicieron prácticamente todo el recorrido de los inmigrantes llegados a estas tierras: un paso por el hotel del puerto y luego a ubicar a gente de la colectividad, para que los ayudara a radicarse y empezar una nueva vida. El padre de Berta, Giuseppe, había conseguido trabajo de talabartero en unos almacenes de ramos generales de la zona de Mataderos, ese era el oficio aprendido de sus mayores allá en Italia. Se habían mudado cerca y él, junto a su familia, hacia los trabajos y los entregaba en el local. Las hermanas solían encargarse de ello. Fue así que un día Berta conoció a un muchacho venido del sur, Armando, que andaba con sus patrones, haciendo unas compras para la estancia en la que trabajaba. 

Un Día de la Tradición en los corrales cercanos, con asados y bailes, les permitió conversar y allí quedaron prendados. Luego, un par de correspondencias decidieron al corazón de aquella veinteañera a poner proa al sur. Sus padres no vieron aquella relación con buenos ojos, pero tampoco se opusieron demasiado. Berta había tomado la decisión de marchar al sur con Armando y era irrevocable.

Guardó la carta en el cajón de la mesa, luego la releería. Mientras cargaba unos palos de leña en la cocina observó por la ventana a su vecina, Mabel, que andaba por el patio. Era media mañana, de aquel invierno frío. Un viento helado encrespaba al lago, cruzaba las calles y casas del pueblo. Todavía la leña estaba húmeda por la nevada de unos días antes, había que entrar algunos troncos y ponerlos a secar debajo de la cocina. Mabel entró a su casa, Berta la observó en silencio. Era la esposa de Nazario, un peón del aserradero y tenían un par de hijos. Se habían hecho amigas, todas las mañanas conversaban. Mabel le enseñó mucho de la vida en ese pueblo donde no había cosas a las que la joven italiana estaba acostumbrada. Esa aldea distaba bastante de las comodidades de su casa natal y también de la que habitaba con sus padres en Buenos Aires.

- Mis mayores han vivido siempre por acá -le contó una tarde esa joven de pelo renegrido, que llevaba atado en una trenza.

- ¿Junto al lago? -quiso saber Berta.

- Sí -contestó Mabel- mi papá decía que se criaron en unas tolderías que había allá, cerca de la boca del río -le mostró, señalando hacia aquel lugar.

Berta trató de imaginar aquellos toldos hechos de cueros de guanaco, según le contaba su amiga.

- La familia de mi mamá también era de por acá -continuó.

Esa mujer que la había tomado como a una especie de hermana menor, le fue enseñando cosas y costumbres de la vida cordillerana. Berta pasaba días sin la compañía de Armando, porque él se quedaba en la estancia, pero la fuerza del amor que los unía, superaba la soledad. Mocetón morocho, de aspecto rudo y piel color cobre eran el puerto donde anclaba el sentir de esa muchachita de hablar con acento italiano. Mabel le ayudó a conseguir ropa apropiada para la zona, los vestidos que traía en su baúl poco servían para la tierra de la aldea y los temporales cordilleranos.

El invierno anterior Berta había enfermado estando sola. Un dolor muy fuerte le abrazaba el vientre y el médico parecía no encontrar alivio. Mabel le propuso, junto a Nazario, llevarla a lo de doña Paulina Lefiñanco, una machi curandera de la zona. Berta jamás había sentido hablar de curanderas y machis pero confió en aquella que era su familia en el pueblo. Armando estaba en el campo. La cargaron en un carro que les prestó Obreque, un vecino que vivía subiendo el cerro, el que utilizaba para repartir leña. Hicieron los arreglos para dejar sus hijos al cuidado de la hermana de Mabel, que vivía en una quinta algo alejada del pueblo y organizaron la partida.

Anduvieron un par de horas al tranco de aquel caballo que tiraba del carro, haciéndolo avanzar por la huella que se alejaba del lago y se internaba en el campo. Berta marchaba recostada sobre unos cueros, abrigada con mantas y ponchos, con Mabel a su lado. Al descender, la recostaron sobre una cama que la curandera tenía en una habitación contigua. Se trataba de una anciana, a la que algo de la nieve de las montañas parecía habérsele posado en la cabellera, algo encorvada y de pocas palabras. Su mano, de aspecto rudo, suave, del color de la tierra, se posó sobre el vientre de Mabel y luego, ayudada por una vela, observó la piel.

- Esta muchachita tiene la culebrilla -dijo doña Paulina cuando salió de la habitación a buscar unas cosas que necesitaba.

Mabel y Nazario escucharon en silencio. Esperaban en la cocina a que la mujer hiciera su cura.

- Va a tener que quedarse acá -dijo Paulina, luego de un rato- la voy a tener que curar un par de días y no le va a hacer bien andar yendo y viniendo -concluyó la machi.

Mabel entró a la habitación donde descansaba Berta. La tomó de la mano y vio las lágrimas que nublaban la mirada de su amiga. Había perdido esa luz chispeante que siempre mostraban sus ojos y la pena mezclada con el dolor se habían apoderado de ese rostro de piel clara, tan de otro lugar.

- Vas a estar bien -le dijo Mabel tomándola de las manos- yo me voy a quedar con vos. Nazario va a volver al pueblo y en un par de días nos viene a buscar -concluyó esa mujer que era para Berta mucho más que una amiga.

Un par de días después llegó a buscarla Armando. Nazario había pedido permiso en su trabajo y fue hasta la estancia, en un caballo prestado, para avisarle de la enfermedad de su compañera.

Berta, sentada a la mesa de la cocina de esa pequeña casita que iban acondicionando con su compañero, terminó de releer la carta de su hermana y comenzó a escribir en una hoja, deteniéndose cada tanto, pensando cada palabra. Mientras lo hacía recordó el tiempo transcurrido en esa aldea de montaña a la que el amor la había llevado. En su Armando, en ese mundo tan diferente al de Italia y Buenos Aires que había descubierto a sus jóvenes veinte años. Pasó suavemente su mano sobre el pullover de lana que llevaba puesto, ese que le había tejido la esposa de un puestero de la estancia donde trabajaba Armando, en el aroma a carne de capón, en la leche recién ordeñada, en el olor a leña quemada que inundaba el aire, en las calles de tierra. Miró por la ventana y vio la casa de sus vecinos, pensó en Mabel, esa mujer tan de la tierra y orgullosa de su origen, que le contó de esa gente que habitaba el lugar desde mucho antes que llegaran “los wincas”, como solía decir. Antes de doblar el papel e introducirlo en el sobre, leyó la frase de despedida que había escrito. “Aquí está mi lugar, entre esta gente. Encontré el amor y las adversidades parecieran agrandarlo”.

La voz de Mabel llamándola desde el cerco la sacó de sus pensamientos. Salió al patio, su vecina cargaba en brazos al más pequeño de sus hijos. Saludaron a don Álvarez, el esposo de una modista de la otra cuadra. Estaba por caer la tarde y seguramente, en un rato más, llegaría Armando para seguir soñando juntos. Berta entró a su casa. Era feliz.

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