18/05/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: Junto a las vías

EMOCIONES ENCONTRADAS: Junto a las vías

Terminó de tomar el último mate, miró por la ventana, por la luz que brindaba la mañana no necesitó mirar el reloj para saber que serían alrededor de las nueve. Ya estaba casi al caer el invierno y los días se acortan. Vio que el auto tenía el parabrisas escarchado. Salió, lo puso en marcha y volvió a entrar. El desempañador haría su trabajo mientras él se terminaba de preparar para ir al centro. Se acordó de la última vez que vio a su padre, allá en el pueblito santafecino. Ese ferroviario de origen sirio, que llegó a la Argentina junto con el siglo, a principios del novecientos, sin hablar una sola palabra en español, Alí se llamaba.

Nunca entendió como se conoció con la que fuera su esposa por tantos años; tuvieron seis hijos, de los cuales él era el mayor. “Recardo” lo llamó siempre, con ese acento que las pampas no lograron quitarle. Lo vio llegando a aquella humilde casita, a metros de la estación, junto a las vías, con su infaltable traje gris y la gorra, con ese olor a gas oil de las locomotoras, a las cuales atendían en los talleres.

Fue en ese cielo donde remontó vuelo su infancia. La infaltable pelota de trapo en el bolsillo y una pobreza que Sara, su mamá, trataba de sobrellevar con una dignidad que los marcó para siempre. Sin darse cuenta, un día Ricardo estaba trabajando en el ferrocarril. El espíritu y la mística ferroviario se habían colado por una hendija de la casa y allí estaba, siguiendo los pasos de su padre. Cambista, telegrafista, recorredor de vías, boletero y todos los secretos del oficio. Ese tren un día se lo llevó. “Haga su camino y vuelva cuando quiera”, fueron las palabras de aquel sirio al que el destierro había endurecido hasta convertirlo en una piedra, incapaz de mostrar las emociones. Ese día lo vio conmovido, despidiéndolo en el andén.

Mientras manejaba su auto rumbo al centro, recordó el día que con el primer sueldo le compró una radio, la más moderna y potente para la época, para que pudiera sintonizar por onda corta alguna radio de medio oriente. Alí a veces se cruzaba a la casa de un vecino para escuchar algunos programas. Ricardo, aquel día, le vio brillar la mirada de otra manera. Siempre que pudo volvió a verlos, a aquella casa que ocupaba un solar bastante grande. En la parte trasera había una huerta; allí trabajaba toda la familia, se proveía a la casa y el resto se vendía a los vecinos. Sus hermanos tuvieron diferente suerte, algunos se fueron y otros quedaron en el pueblo. A él le fue muy bien, llegó a un cargo gerencial en una compañía de seguros, por lo que pudo reforzar la jubilación de aquel hogar. Un día partió Sara y Alí quedó solo, al cuidado de la única hija mujer, que eligió vivir con él.

La partida del padre a Ricardo lo sorprendió de viaje por Europa. La última vez que lo había visto conversaron en el corredor de la casa, que daba frente a la estación de aquel pueblito que prácticamente no había crecido. “Hizo bien en irse m´hitito” le dijo, mientras tomaban mate. Siempre se trataron “de usted”, padre a hijo y viceversa. Alí les enseñaba cosas en su lengua madre: les leía el Coran y algunos relatos de su aldea. Esa tarde las recordaron. No había manera de llegar para despedirlo, pero Ricardo pudo apartarse del itinerario trazado para el viaje y se llegó hasta el pueblo natal de Alí, en Siria, era un modo de homenajearlo.

Imaginó cual podría haber sido la casa y comprendió aquello que les contara a él y sus hermanos, de la sensación que le provocaba ese mar verde del maizal, la abundancia de agua y tantas cosas que parado allí, en el suelo sirio, no veía. La pobreza no daba lugar ni siquiera a atreverse a soñar un regreso pero, aquella radio que le regaló su hijo, le permitía a Ali escuchar por las noches noticias de su tierra. Sus hijos lo miraban y él les traducía lo que escuchaba por el receptor. Ricardo alguna vez proyectó llevarlo a su patria, pero por diferentes razones nunca coincidieron las cosas.

Alí no quiso dejar a Sara, que había quedado ciega, después, la salud de él se deterioró y no podría hacer un viaje tan largo. Guardó un puñado de tierra en un frasco y se lo llevó de recuerdo. Un pedazo de aquel suelo que le dio la vida a quien se la diera a él. Caminó la calle polvorienta imaginándolo partir rumbo al mar que se lo llevó a lo desconocido. A “la América”.

Ya en la terminal pidió en el mostrador una encomienda con su nombre, la que le envió uno de sus hermanos desde Santa Fe. Nunca quiso volver, dejó que el recuerdo de aquella casa contuviera a sus padres y hermanos, los aromas de las ollas de Sara, el olor a gas oíl de las manos de Alí, la mesa larga de la cocina, la huerta, el silbo del tren pasando por las vías, las madrugadas heladas recorriendo el hilo del telégrafo montado en la zorrita y tantas cosas más.

Hacía un tiempo sus hermanos le habían dicho que se juntaran para ver qué hacer con la casa. La mayoría pensaba en venderla y repartir lo obtenido entre todos. Ricardo no quiso participar del reparto, el no necesitaba dinero y a alguno de sus hermanos le vendría mejor. Solo pidió lo que estaba esperando y que llegó en esa caja que posó sobre la mesa del comedor. La abrió muy lentamente, como queriendo que el tiempo no pase, sintiendo la emoción. Allí estaba, aquella radio que tantas horas de felicidad le había regalado a aquel sirio ferroviario, esa en la que Ricardo invirtió su primer suelo, para toda la vida.

 

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