20/04/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: Armando, el boyero

EMOCIONES ENCONTRADAS: Armando, el boyero

Don Pedro Silva venía al mando de su tropa de carros. Las mulas habían aminorado la marcha por el calor del mediodía de aquel noviembre. “¡Armando, fijate el ternero que se acercó al río!”, le gritó al boyero que venía acompañando el viaje. El muchacho era de Laguna Blanca, cuando la tropa pasó por el paraje pidió trabajo y ahí nomás don Pedro lo conchabó. Ya tenía experiencia el muchacho, había andado por Quetrequile con la tropa de un tal Williams, viajando de Trelew a Patagones, pero quería probar suerte en la cordillera, allá por Nahuel Huapi. Pedro Silva venía de Neuquén, trayendo mercaderías para La Alemana. Calculaba llegar a media tarde, alojar en la fonda de doña Delia y a la mañana temprano arrimar para los galpones, a descargar.

- ¡Cómo anda, don Pedro! -lo saludó la señora desde la entrada del solar que ocupaba, a metros del lago.

La fonda de doña Delia, era un lugar a la entrada de la aldea, constaba de la vivienda, a un costado el local, donde daban de comer; en el piso superior, habitaciones. En la parte de atrás había un corral amplio y un galpón, que eran utilizados por los viajeros para que descansen los animales y desenganchar los carros.

- Lindo doña ¿Y don Prospero? –preguntó, aludiendo al esposo de la mujer.

Fue a lo de don Carlos a buscar algunos vicios -respondió Delia, invitando a pasar al recién llegado-, calculaba que entre hoy y mañana iban a llegar -concluyó.

Armando se había subido al carro donde llevaba su bolso. Le agradó la idea de lavarse un poco y cambiarse de ropa. Se quedó mirando un instante el lago. Era un día precioso, calmo. Las montañas todavía lucían bastante nevadas y el sol amagaba esconderse detrás de ellas. Se aprestaba a dirigirse hacia los corrales con el resto del personal de la tropa cuando don Pedro lo llamó desde la puerta.

- Fijate abajo del asiento mío hay una caja, tráemela -ordenó el patrón.

Armando entró a la cocina con el mandado.

- Este es un compañero nuevo, Delia -dijo Pedro, dirigiéndose a la señora.
- ¡Pero, por fin un buen mozo en la tropa! -exclamó sonriendo la dueña de casa.
- Buenas tardes, señora -dijo el muchacho sacándose la boina y con algo de pudor, por el recibimiento.
- Es de Laguna Blanca. A la pasada pidió trabajo y aquí está.

La hora de la cena los encontró a todos ya lavados y cambiados, sentados a la larga mesa que doña Delia había dispuesto en el comedor.

- Mañana no van a poder descargar -dijo Prospero, llegado hacia un momento- hay una vaquillona que trajo don Peters, el gringo de Ñirihuau. ¿Lo conoces? -dijo mirando al tropero.
- Sí, sí -asintió Silva-, el año pasado le traje fardos.
- Andan unas gentes de Buenos Aires por la cuestión de los límites y mañana los agasajan -dijo, mientras ayudaba a su esposa a servir los platos.
- Y bueno, ¡habrá que agasajar entonces! -dijo alzando la voz don Pedro.
- Va a haber comida de sobra y baile -concluyó Prospero.

Al día siguiente, cerca de la once de la mañana, se empezó a ver movimiento de gente que iba acercándose al caserío. Don Pedro Silva y su gente hicieron lo propio. En el patio trasero de La Alemana, que daba al arroyo, estaban cocinando desde la madrugada y se habían dispuesto mesas debajo de los árboles. Armando estaba junto a Ruiz, un tropero al que conoció en la marcha y de quien se había hecho bastante amigo. Se habían quedado algo apartados de toda la gente, mirando de lejos. Doña Delia había dicho la noche anterior que iba a colaborar friendo empanadas y que algunas de las chicas que trabajaban con ella las iban a servir.

Armando estaba apoyado contra uno de los postes del alero de entrada al galpón, cuando vio venir a aquella muchacha que lo deslumbró. Le pareció que no llegaba más con la fuente que traía en sus manos. Era toda luz, con un vestido floreado y una larga trenza, espesa, cayéndole sobre el hombro derecho. Apenas cruzaron la mirada, pero fue suficiente para ambos. La jovencita se alejó sirviendo a las demás personas que poblaban el patio, cada tanto miraba a aquel joven que franqueó la puerta de su corazón. El boyero alcanzó a escuchar a Delia que le pedía a la muchacha que fuera hasta la fonda a buscar unos manteles que hacían falta para la mesa principal, donde además de los agasajados se encontraban los administradores del comercio, don Peters y su esposa y algunos otros notables de la modesta aldea. “Yo la ayudo” dijo Armando, viendo la oportunidad de acercarse a aquella muchacha. A los pocos minutos, ya de regreso, sabía que se llamaba Mabel y que había venido de Puerto Varas, que sus padres eran amigos de Próspero y la habían mandado junto con su hermana, ellos se vendrían a radicar definitivamente en un tiempo.

De aquel animal asado fue quedando poco y se armaron diferentes grupos esparcidos por todo el solar. Armando junto a Ruiz y otros troperos, bajaron hasta el muelle. Al joven nacido en Laguna Blanca, acostumbrado a los coironales y la aridez de la estepa, aquel entorno le pareció deslumbrante. Pensó en la modesta vertiente cercana a su casa mirando el inmenso espejo de agua frente a él. Poco rato después llegaron las muchachas que trabajaban en la fonda de Delia, entre ellas Mabel. Fue una tarde placentera para aquel grupo de carreros, tras largas jornadas de esfuerzo, transitando las huellas al paso de las mulas, controlando aquella tropa de carros. La noche anterior, Ruiz le contó a Armando que había sufrido un accidente en la balsa, allá en Neuquén, cuando cedió la traba de uno de los carros y se fue hacia atrás en medio del río y cayó al agua. No pudieron salvar a las mulas que se ahogaron. Tuvieron que trabajar todo un día para poder recuperar algo de la carga y reparar el carro, para poder seguir camino. Mabel y Armando buscaron un momento para separarse del resto de la gente y se fueron caminando por la orilla del lago hasta tomar una huellita que subía hasta el solar donde estaba la fonda. Se quedaron conversando en el corredor, hasta entrada la noche.

Las primeras luces del día siguiente vieron a aquellos hombres arrimando los carros para descargar en los galpones de La Alemana. A medida que los iban desocupando eran llevados a otro sector donde los cargaban con fardos de lana. Don Pedro comentó que la semana siguiente saldrían con aquella carga rumbo a Neuquén, nuevamente.

- ¡Miren este como camina che!, parece una gallareta -dijo en voz alta Ruiz, al ver a Armando salir del local calzando botas nuevas, todavía endurecidas.
- Tiene que andar pituco. ¿No ven que anda de regalón con la mocita de la fonda? -bromeó otro de los troperos, que lo miraba sentado a la entrada del local.

Una tarde, Prospero y Juan tomaban mates en la galería de la casa, ultimando los detalles para la partida de la tropa. Delia, salió de la cocina y le dijo a Juan, señalando hacia la orilla del lago.

- Me parece que se va a quedar sin boyero don.
- Me la veo venir -sonrió Silva-, vas a tener que contratar empleado nuevo Próspero -concluyó con un guiño cómplice al matrimonio que lo acompañaba.

Allá, sentados en una piedra, Mabel y Armando conversaban, muy metidos en sus cosas, ajenos a todo.

La tropa partió una mañana temprano, al tranco de las mulas, con sus hierros y maderas crujiendo por el peso de la lana, iniciando un viaje de varios días. Todos los despidieron. Mabel y Armando también.

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