25/02/2019

Contra la evidencia del cambio climático no hay lobby que valga

Una paciente recopilación demuestra que los primeros debates en torno al cambio climático se dieron hace mucho tiempo, cuando se ponía en marcha la Revolución Industrial. El mismísimo Thomas Jefferson -presidente de Estados Unidos entre 1801 y 1809- publicó en 1799 un libro al que tituló “Notas sobre el Estado de Virginia”, donde incluyó los resultados de las mediciones climáticas que realizaban desde la declaración de la independencia.

El prócer estadounidense observaba que “se está produciendo un cambio en el clima de manera notoria. Los inviernos son mucho más moderados. Las nieves son menos frecuentes y menos copiosas. A menudo no se encuentran por debajo de las montañas más de uno o dos días, y muy rara vez una semana. Los ancianos me cuentan que la tierra solía estar cubierta de nieve unos tres meses al año y los ríos que rara vez no se congelan en invierno, ahora casi nunca lo hacen. Este cambio ha producido fluctuación entre el calor y el frío, en la primavera de este año, lo cual es fatal para las frutas”.

Descreyó de sus aseveraciones el periodista y escritor Noah Webster, quien afirmó que las mediciones no eran válidas por la dudosa precisión de los termómetros. También objetó que fueran tomadas por un solo individuo y en sitios puntuales. No obstante, admitía que la tala de bosques para su conversión en campos de cultivo tenía como consecuencia microclimas más ventosos. Pero sustancialmente, negaba que la acción humana fuera responsable de un cambio climático.

En 1904 el sueco Svante Arrhenius pronosticó el proceso como consecuencia de la concentración de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera, pero interpretó esas modificaciones de manera benéfica porque sobrevendría mayor uniformidad climática, se estimularía el crecimiento de las plantas y la producción de alimentos. Recién en 1938 el británico Guy Steward Callender discrepó con el sueco, pero no tuvo eco en la comunidad científica, la que suponía que la gran masa de agua que ocupa dos tercios del planeta, actuaría como sistema regulador.

En 1958 el estadounidense Charles David Keeling instaló una estación meteorológica en el monte Mauna Loa (Hawái) para monitorear la concentración de CO2 en la atmósfera. Ese año, los niveles rondaban las 316 partículas por millón (PPM), por encima de las 280 que se habían registrado a comienzos de la Revolución Industrial. Entre finales del siglo XVIII y mediados del XX la temperatura del planeta había aumentado un promedio de 0,5 grados, hecho que representaba graves consecuencias.

En 1977, un panel de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos encontró que el 40 por ciento del CO2 que deriva de la acción humana permanece en la atmósfera. Dos tercios de esa magnitud resultan de la quema de combustibles fósiles (carbón o petróleo) mientras que otro tercio proviene de la tala de bosques. El pronóstico era desalentador: si el calentamiento global continuaba, el aumento de la temperatura produciría el derretimiento de los glaciares, con las consiguientes inundaciones y elevación del nivel del mar.

En 1988 la Organización Meteorológica Mundial y el Programa de Medioambiente de las Naciones Unidas crearon el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (PICC) pero en forma casi simultánea se puso en marcha una suerte de “industria de la negación”, donde se alinearon petroleras, automotrices, metalúrgicas y empresas de servicios públicos. En conjunto conformaron grupos de presión como la Colación del Clima Global y el Consejo de Información del Ambiente, desde donde contrataron científicos y especialistas en relaciones públicas para convencer a periodistas, gobernantes y al público en general sobre la inexistencia o relatividad del cambio climático.

La “industria de la negación” gastó miles de millones de dólares en campañas que negaron el calentamiento global. Un informe del diario inglés “The Guardian” apuntó que “estas organizaciones tienen una línea coherente en materia de cambio climático: que la ciencia es contradictoria, los científicos están divididos, los ambientalistas son charlatanes, mentirosos o locos, y si los gobiernos tomaran medidas para evitar el calentamiento global, estarían poniendo en peligro la economía mundial sin una buena razón”.

Pero los efectos del cambio climático son indisimulables. Ya en 2003 el Banco Mundial reconoció que morían 150 mil personas como consecuencia de la crisis. Desde entonces ese número se incrementó a raíz de la multiplicación de los desastres: el huracán Katrina (2005), los incendios forestales en Australia y Bolivia (2010), la inundación en Birmania ese mismo año, la sequía que en Somalia mató a 100 mil personas en 2011, las diversas inundaciones que se registraron en la Argentina entre 2007, 2013 y desde entonces, más el tifón Haiyan en Filipinas, que en diciembre de 2013 causó la muerte de 10 mil personas. Es imposible soslayar tanta contundencia con técnicas de lobby.

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