17/02/2019

Que el precio no sea la única variable al comprar alimentos

Muchas y muchos saben que la fauna salvaje tiende a extinguirse, que se corren las fronteras agrícolas, que se generalizan monocultivos, que se contamina y que se calienta el planeta. Son temas sobre los cuales existe mediana conciencia. Pero menos gente es la que sabe que, en forma simultánea, asistimos a un empobrecimiento significativo de las especies vegetales y animales que contribuyen a la alimentación.

La industrialización de verduras, cereales, frutas y carnes exigió como contrapartida el abandono sustantivo de miles de variedades con la excusa de virtudes exclusivamente comerciales, como el aspecto o la durabilidad en las góndolas. Si prestamos atención a la problemática, veremos que está en curso una reducción drástica en la diversidad de la comida que ronda el 90 por ciento, a contar desde comienzos del siglo XX.

La tendencia es la simplificación y la uniformidad, un auténtico atentado contra la riqueza alimentaria. En Estados Unidos, desapareció el 90 por ciento de la variedad de las frutas y verduras. Por ejemplo, de siete mil modalidades de manzana que existían en el siglo XIX, apenas si queda un centenar. Pero el problema no es solo estadounidense: el 90 por ciento de las variedades de trigo desapareció en China mientras que, en Filipinas, de miles de tipos de arroz solo persisten cien.

Como posible respuesta a la uniformidad, durante la década pasada, se pusieron de moda en Estados Unidos y Europa las llamadas “plantas tradicionales”. La tendencia contó con el impulso de una corriente gastronómica que valora los productos locales y pretende conservar el sabor y la singularidad de las diferentes variedades. Funcionan como refugio de la diversidad los mercados rurales y las verdulerías o fruterías relativamente selectas, ya que las “plantas tradicionales” no tienen lugar en las cadenas de supermercados, que se caracterizan por ofrecer frutas y verduras de variedad única que se cultivan por su aspecto uniforme o por su facilidad de transporte, no tanto por su sabor o calidad.

En Bariloche, volvemos a poner como ejemplo a la Feria de Horticultores que funciona sábados de por medio durante el verano, en la plaza Belgrano. Los productos que allí se ofrecen no viajan centenares o miles de kilómetros y, de esa manera, al disminuir el uso de combustible de origen fósil, ayudan a enfriar el planeta. Pero, además, los productores acercan a la mesa habas o arvejas frescas, de sabor inconfundible y recuerdos de niñez, entre otras verduras.

La necesidad de conservar las variedades tradicionales no tiene que ver con modas gourmet, sino con proteger y asegurar el abastecimiento. La abrumadora mayoría de la gente que vive en las ciudades no se detiene a pensar en la procedencia de su comida y, menos aún, en su forma de producción. Pareciera que la única variable a tener en cuenta es el precio pero, en realidad, haríamos bien en ampliar el abanico de nuestras preocupaciones porque, según los cálculos de los especialistas, en los últimos 100 años, se perdió más de la mitad de las plantas que se cultivaban para la alimentación. Además, supieron existir ocho mil razas de animales domésticos cuando, en nuestros días, 1.600 están en peligro de extinción o ya se extinguieron.

La diversidad siempre será más beneficiosa que la uniformidad, en todos los órdenes de la vida e, incluso, en la alimentación. Pero, además, la imposición de unas pocas variedades en reemplazo de la riqueza que conocieron nuestros abuelos entraña riesgos muy concretos y angustiantes. Si las enfermedades o el cambio climático diezmaran a las pocas especies vegetales o animales que se usan para alimentar a la población, resulta obvio que se necesitarán con desesperación a las variedades que ya se perdieron o se están perdiendo.

Se dice que alrededor del 90 por ciento del trigo del mundo carece de defensas ante el hongo que produce la roya negra. Los científicos calculan que, solo en Asia y África, la cantidad de trigo en peligro podría dejar a mil millones de personas sin la base de su alimentación, merma que provocaría una crisis. Es evidente, entonces, la urgencia de recuperar diversidad en la producción de alimentos.

Durante diez mil años de ensayos con cultivos y domesticación de animales, se aportó a una increíble y sana biodiversidad que, en la actualidad, tiende a desaparecer. Agricultores y ganaderos desarrollaron razas de animales y variedades de plantas que se adaptaban a las peculiaridades del clima y sus entornos. Cada semilla o raza domesticada constituía la respuesta a problemas específicos, como las sequías o las plagas, en un lugar concreto. La exacerbación de la agroindustria echa por la borda diez milenios de historia y nos pone en peligro. Hay que tomar parte en la disputa.

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