09/02/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: Dionisio

EMOCIONES ENCONTRADAS: Dionisio

 

Dionisio ceba mates parado al lado de la cocina, cada tanto carga algunos palos de leña para que siga encendida. Desde sus casi noventa años relata hechos o recuerda lugares y nombres con una precisión asombrosa. Su mirada, algo escondida en su rostro, vivaz, penetrante, brilla al recordar alguna situación y una carcajada remata otras. Su voz ha copiado a ese río que corre a metros de su casa, bajando presuroso por el valle a descansar en el lago. Es el Ñirihuau, a orillas del cual se levanta la casa de Dionisio, nacido y criado en ese lugar. Como ese río, se aquieta en remansos o adquiere vehemencia de rápidos, de agua chocando en las piedras. “A los doce años le dije a mi papá que me dé la yunta de bueyes y el carro y empecé a acarrear pal pueblo: leña, ladrillos, en verano y en invierno, peludiando en la nieve”. Cada tanto, cesa la cebadura y mira por la ventana, ese paisaje de él, al que tan habituados están sus ojos, al que mira hace casi un siglo. A un lado y otro, los cerros, adornados de ñires y lengas, coronados de piedras, se elevan al cielo. Por detrás de la casa, la cordillera guarda secretos y misterios que solo los lugareños conocen. Él es uno de ellos.

- ¡Allá arriba tenemos un perro criao entre las chivas!–me dice, señalando hacia atrás de la casa, adonde se eleva la cordillera –lo han traído los muchachos, ni baja pa´ la casa– remata con una carcajada.
- ¿Y cómo le dan de comer? –le pregunté, con asombro.
- Le llevan y se la dejan cerca. A veces se mete toreando entre el ñirantal y seguro que está espantando un zorro o un lión –contesta, sacando un pañuelo del bolsillo de atrás de su bombacha y sonándose su nariz.
- Dionisio, acá por la zona se habló mucho de un incidente que tuvo usted con la caza de un huemul –le pregunté temiendo incomodarlo.
- ¡Claro! –me dijo, soltando una risa irónica, mirando un rato el piso, asintiendo con la cabeza.

Se paró y fue hasta un mueble, en la pared de enfrente adonde estábamos sentados; de allí sacó un tarro con yerba y renovó el mate. Intuí que buscaba en su mente como comenzar el relato.
- Cayó un abogado de Parques con un papel firmado, diciendo que lo lleve a cazar un huemul –comienza, abriendo sus brazos– ¿cómo me iba a negar?, ¡yo vi el papel! –hace un gesto como sosteniéndolo en su mano y golpeándolo con la otra– con fines científicos decía.
- ¿Y no era cierto? –pregunté incrédulo.
- ¡Qué va!, por lo que se armó después parece que no –dice, alzando la voz– parece que era falso.
- Y lo culparon a usted –aporté.

Dionisio golpea el piso un par de veces con sus botas, ansioso, luego se rasca la cabeza.
- ¿Cómo voy a matar yo un bicho de esos?, ¿para qué? –se pregunta–, si acá uno se los cruza todos los días, cuando sale pa´ arriba, son mansitos –dice lamentándose.
- ¿Y usted lo guió? –le pregunté, invitándolo a continuar con el relato.
- Seguro, imaginesé. Cuando vi el papel sellado y firmado, me puse a órdenes de él. Arreglamos un día para que venga temprano –concluye.
- Pero según cuentan eran dos –continué.
- Sí señor –afirma con contundencia– el doctor y un brasilero, que traía envuelto un fusil –me dice clavando sus ojos en los míos.
- Los esperé temprano y salimos de a caballo. Vadeamos el río y los llevé al cerro aquel.

Dionisio se para y me muestra por la ventana ese cerro que se recorta contra el cielo azul, con la cresta coronada por una inmensa piedra.
- No los quise llevar para el otro lado, porque en el mallín grande andan en manada, entre las vacas, con crías. Los llevé allá porque ahí andaba hacia tiempo uno solo, ya grande -me dice, mirando el gastado piso de mosaicos de la cocina de su casa.
- Anduvimos un rato largo, en fila por el faldeo del cerro. Ellos iban mirando pero no veían nada. Por allá paré y les dije “ahí está” –dice, imitando el gesto realizado aquel día, señalando con el mentón en dirección a la presa.
- ¡No lo habían visto! Estaba echado del otro lado del cañadón, al lado de una piedra, a unos trescientos metros –dice, asombrado.
- Indefenso –pensé en voz alta.
- ¡Manso! Si yo pasé cerca de él varias veces y ni se movió –dice el hombre, engañado con tanta bajeza.
- El brasilero desmontó y sacó un fusil nuevito, precioso, con mira telescópica. Se apoyó en una piedra y tiró –me dice mirándome a mí y luego en dirección a aquel cerro lejano, mudo testigo de aquella jornada.
- El animal ni se movió, dio como un salto y ahí quedó. Le dio en el cogote.

Un silencio largo abrazó la cocina de la casa de Ñirihuau arriba, un réquiem para aquel huemul, muerto de manera tan artera, envuelto en esa sucia maniobra, cargada de engaño y mentira, avalado por alguien a quien el Estado paga para que cuide y no para que mate; un hombre de leyes que debería saber que eso no estaba bien.
No le pregunté, pero creo que en ese instante, Dionisio volvió a sentir el disparo y esa bala abriendo el aire de la mañana en busca de la presa.
- Nos acercamos y el hombre solo le cortó la cabeza con un pedazo de cogote al animal. Yo le dije que como lo iban a dejar tirado ahí –continuó el relato, con gesto incrédulo– me dijeron que solamente querían la cabeza –concluye, mirando hacia la montaña.
- Claro, si era con fines científicos se habrían llevado todo –conjeturé.
- Pero imaginesé, ¿cómo me iba a negar yo? ¡Si era el abogado de Parques y traía un papel firmado! –dice alzando la voz, indignado.
- ¿Y cómo se supo? –quise saber.
- Parece que ese brasilero tuvo líos con su esposa y ella lo delató. Dijo que tenía en su casa una colección, una especio de museo con cabezas de otros bichos cazados por ahí –me contestó.
- Y a usted lo tuvieron a mal traer, ¿no? –recordé.
- ¡Ni le cuento! –dice, tomándose la cabeza– algún cobarde dijo que yo los había llevado y les cobré, que siempre lo hacía –me mira zamarreando su cabeza y mordiéndose el labio inferior, incrédulo– vinieron de la radio, la televisión. Tuve que hablar con jueces y por suerte salió todo a la luz –se lamenta– diga que uno es conocido y saben quién es.

Nos encontró la tarde hablando de tantas cosas con Dionisio. Uno tiene la sensación de estar con la historia de la región hecha persona. No es un “hombre de campo”, es un “hombre del campo”. En cada gesto, en cada palabra hay conocimiento y amor a ese suelo tan de él, de esa gente de la tierra, que vive en el lugar y es parte de él.

Me acompañó hasta el portón del guardapatio y nos despedimos. “Ya sabe la casa” me dijo, invitándome a volver. Antes de subir a mi camioneta escuché un poco el murmullo del río, a unos metros de allí. Tan parecido a su vecino: calmo, tempestuoso, rugiente, alegre y lleno de misterios.

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