2020-05-15

EMOCIONES ENCONTRADAS: Una trenza en el pelo

Teresa tenía la piel de ese color que da la tierra, el monte, el aire puro del campo. Su pelo lacio, poco a poco, dio paso a canas que se fueron mezclando con el negro espeso de sus años mozos.

Caminaba por la costanera. La tarde de mayo estaba soleada, pero el frío se hacía sentir, más aun con el viento que encrespaba el lago y porfiaba en las ramas de los árboles. Miró las montañas, allá al fondo, siempre le pareció que eran una pared que contenía al lago, para que no se vaya; tenían encima de ellas nubes deshilachadas, oscuras, con bordes blancos. Aun así las vio bellas, como la primera vez, cuando descendió del tren en el verano del ´50. Nada tenía que ver esa postal con el monte santiagueño donde se crió, menos aun con las calles de Buenos Aires y sus edificios. Se sentó en el muro, de espaldas al lago. A lo lejos un perro caminaba, al parecer sin rumbo; más allá, un señor podaba unas plantas en el patio de una casa.

Teresa tenía la trenza del cabello hacia un lado, le caía por el hombro hasta el pecho. Esa mañana, como casi siempre, había dejado que el cepillo se deslice suavemente sobre él, luego lo trenzó.

Era un hábito jugar con su trenza, a ella recurría para pensar. Siempre lo usó atado, pero el día que conoció a Josefina, la mujer que era lavandera en el hotel donde trabajaban juntas, comenzó a hacerse la trenza.

Cuando llegó a Bariloche, junto a Ramón, aquel verano, venían de luna de miel, jamás imaginó que este sería su lugar, donde la aguardaba la felicidad. También amarguras. Volvería a elegirlo otra vez. “Hay que llevar el pelo trenzado, hija, así la tristeza no entra, queda entrelazada ahí y no se mete al cuerpo”, le decía siempre Josefina.

“Era tan joven”, pensó, dando un suspiro y mirando al cielo. Se levantó el cuello del tapado que llevaba puesto. Detuvo la mano un momento en el prendedor, en la solapa. Era una mariposa que Ramón le regaló cuando cobró su primer sueldo. En aquel viaje, en ese mismo lugar, un atardecer, decidieron probar suerte y quedarse por la cordillera. Era el paraíso, un lugar mágico para coronar el amor puro que ambos estrenaban, desde hacía poco tiempo. Se conocieron en un baile, por la zona de Barracas, en Buenos Aires. Ella había llegado de Santiago del Estero, apenas con quince años, con una hermana mayor. La casa paterna no daba para sostener tantos hijos. Era feliz en el monte. Los primeros días en la capital extrañó su casa, el horcón, el patio, los animales, pero las urgencias económicas precipitaron el viaje en busca de mejor suerte. Consiguió trabajo cama adentro, en una casa de Palermo, en el departamento de un matrimonio mayor. Ramón era mozo en una confitería de la calle Corrientes. Él había llegado de Mendoza. Esa noche en el baile, cuando lo vio, sintió la sensación de ese sol que se elevaba allá en el horizonte del monte santiagueño, con una sinfonía de pájaros saludándolo. Fue una luz que dio brillo y calor a todo, que hizo amanecer en su joven corazón algo que hasta entonces ella ignoraba. Era el amor. La música de la orquesta le sonó lejana, igual que las voces de quienes la rodeaban. La mirada que cruzaron dijo tanto que no hicieron falta palabras. Casi sin darse cuenta estaban bailando. Fue la primera vez y no se volvieron a separar.

“La tristeza tiene que quedar enredada, si pasa hace llover en los ojos y hace decir cosas que el corazón no quiere. Ella anda cerquita de la amargura, son bastante amigas”, decía Josefina. Cuánta razón tenía aquella lavandera. Teresa se aferró a su trenza y un temblor le recordó lo triste que estaba en ese momento, allí, sentada sola en la costanera. No estaba Ramón, su Ramón. Ese que la esperaba aquella mañana en el andén de Constitución, para tomar el tren. No hubo tiempo para casamiento, habían pasado solo un par de semanas de aquel encuentro en el baile y allí estaban, a punto de partir al sur. “Tengo plata ahorrada. Vámonos a Bariloche, dice un compañero que es precioso”, le propuso una tarde que caminaban por el lago de Palermo. A los diecisiete años no hay mucho que pensar, más bien manda el instinto y ella supo que él era el hombre de su vida. El primero, el único. A veces el amor pide jugarse y ella apostó todo.

Esa noche, en el camarote del tren, Teresa inauguró sensaciones, en el alma y en su cuerpo. Todo era nuevo. La luna que se colaba por las hendijas de la persiana les contorneó los cuerpos, abrazados; las caricias se deslizaban por la piel, como ese tren lo hacía por las vías, rumbo al sur. Esa noche se durmió enamorada, de ese muchacho, del monte, de las calles de Buenos Aires, del olor a lavandina, de los pisos fregados, de la orquesta en el baile. Su corta vida y las decisiones que había tomado la llevaron hasta allí. Tantas veces se preguntó qué era la felicidad y ahí estaba, tendida a su lado, en la cama del camarote.

“El pelo es parte del cuerpo, ahí está nuestro espíritu, el newen. Así decía la ñaña. Hay que cuidarlo, protegerlo, para que ahí se enrieden las tristezas”. Cómo hubiese querido que esté ahí Josefina, esa sabia mujer mapuche, su compañera y amiga, para que la abrace. Pero ya no estaba. Tampoco Ramón. A él se le escurrió la vida, se fue apagando de a poco, tomado de la mano de su Morocha, como le gustaba llamarla. Quedaron un par de hijos y una nieta, a la que le gusta cepillar el cabello de su abuela y trenzárselo; ella también va aprendiendo a trenzar su pelo.

Se puso de pie. Antes de irse miró el lago, con los mismos ojos de aquel atardecer del ´50. No necesitó mirar a un costado para saber que él estaba allí, aunque no lo viera. Aun a su recuerdo le debía felicidad. Cerró los ojos y lo tomó de la mano, en su boca sintió un beso. “Hasta pronto”, le dijo en un susurro. Acarició su trenza y se fue.

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