ASADO UN DÍA, CAPÓN OTRO Y PATOS EN “UNA CENA DE PRÍNCIPE”

| 14/04/2024

¡Comete algo, Onelli!

¡Comete algo, Onelli!
¡Cómo vas a dejar que se enfríe el asado!
¡Cómo vas a dejar que se enfríe el asado!

El italiano integró las comisiones de límites que dirimían nuevas fronteras con Chile en 1903. El trabajo era duro, pero no siempre sus integrantes la pasaban mal.

Cuando Clemente Onelli arribó por vez primera a la cordillera se desempeñaba en las Comisiones de Límites que dirimían las nuevas fronteras con Chile. En 1903, después de estar unos días en el Nahuel Huapi y Bariloche, recibió la orden de dirigirse hacia la zona de San Martín de los Andes. Por entonces, desplazarse entre el nacimiento del Limay y las playas del Lácar podía demandar dos o tres noches de acampe. ¿Qué solían comer aquellos expedicionarios con las estrellas como techo y los pastos duros de la estepa como mantel?

En los párrafos que legó el italiano describió algunos de los manjares que degustó, algunos de los cuales tal vez provoquen cierta impresión para los refinados modales contemporáneos. “La mañana amanece fresca. Atravesamos el río, los hombres en balsa, los animales a nado, y estos, chorreando agua, tiritan por el frío, acentuado por la suave brisa del Este que denuncia la ya próxima salida del sol”, describió el viajero, al comenzar su travesía entre el Limay y la cordillera neuquina.

“Me he propuesto partir antes de que el sol aparezca, para poder recorrer en el día unas veinte leguas”, es decir, unos 100 kilómetros. “Ensillados los caballos, cargados los equipajes, queda allí, clavado en el suelo, humeante y jugoso, un asado que mis hombres alevosamente ponen bajo mi vista para tentarme y salir templados al viaje”. A ojos del presente, Onelli cometió un pecado imperdonable, porque le dijo a su gente: “Lo comeremos más tarde”.

Entonces, “el arriero monta a caballo, con el asador al aire y la presa humeante. Después, cansado de llevar en ristre ese pesado instrumento, ata a los tientos del recado el almuerzo fiambre que, momentos más tarde, a los tibios rayos del sol, veo volverse a recalentar y chorrear por el anca del caballo los grasientos jugos derretidos; pero no importa: al mediodía, el apetito lo reclama imperiosamente, y lo comemos con delicia a la orilla del lago Traful, otro zafiro que brilla tranquilo en la espesura del bosque”. ¿Qué tanto iban a demorarse cuando todavía estaba caliente?

Después de esa parada, la partida continuó con prisa. “Acampamos a orillas del arroyo Caleufu y cerca de un pobre rancho de araucanos chilenos; el sol tardará todavía más de una hora en esconderse tras de la montaña; pero en esta región, cuando una marcha ha sido larga y fatigosa, es necesario que el sol seque los animales sudorosos, porque si una helada nocturna los sorprendiese así, los debilitaría y no podrían recorrer después mayores distancias”. Sin embargo, como se verá más adelante, era verano.

El italiano hizo cuentas. “El araucano es poseedor de cien ovejas degeneradas, de las cuales se resiste a venderme una para el gran ágape nocturno. Me ofrece más bien cederme cuatro gallinas […] lo que no acepto, por ser apenas un aperitivo para nuestros estómagos”, relata el texto. “El indio, al fin, se resuelve a venderme un capón, al cual, media hora más tarde, él y su familia hicieron amplios honores; en una hora, seis personas lo habían devorado, quedando apenas en el rescoldo la cabeza de ojos velados, chamuscada a medias, condenada a desaparecer pocos minutos más tarde como bizcocho entre un mate y otro”. Inclusive hoy en algunos rincones camperos se considera un manjar a las cabezas, sean de vacuno u ovino.

El viaje continuó al día siguiente. Onelli tenía como objetivo encontrarse con colegas que estaban en la mismísima cordillera. “Pronto llegamos al lago Queñi en cuya orilla estaban alineadas y resplandecientes por el sol las blancas carpas de una comisión de ingenieros. El calor sofocante y la insistencia desesperante de los tábanos me obligaron a permanecer en el agua hasta horas templadas”. Efectivamente, transcurría la estación más caliente del año.

El periplo debía continuar, pero había tiempo para que el grupo se castigara culinariamente una vez más. “Desde ese valle profundo como un pozo, rodeado por todas partes por montañas cubiertas de bosques, el guardián del campamento me indicó un picacho nevado que se asomaba a través de la montaña y donde me dijo encontraría al día siguiente al ingeniero en cuya busca iba. Al anochecer, una cena de príncipe: gruesos patos adobados con apio silvestre y una confortante taza de cocoa alternada con ricas galletas, y la tabaquera bien rellena de un tabaco brasilero que descubrí en un cajón de mi compañero ausente”. ¿A qué patos se referiría el futuro director del Zoológico porteño? Ojalá no fueran de los torrentes, ojalá no cauquenes… ¿Y con qué cara habrá recibido su colega la disminución en la ración fumadora?

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