Más que ver un partido, para la mayoría, seguir las intervenciones del equipo argentino en el Mundial de Qatar equivale a vivir una sensación envolvente, donde un gran grupo de personas se coloca en una sintonía en la que el rodar de la pelota lleva a la evasión de la realidad diaria de un país. Paradójicamente, eso sucede recurriendo a un tipo de patriotismo: el futbolero.

Tal como dijo, en un caso de sincericidio brutal, la ministra de Trabajo de la Nación, Raquel “Kelly” Olmo: “Hay que trabajar todo el tiempo por la inflación, pero un mes no va a hacer la gran diferencia; en cambio, desde el punto de vista anímico, de lo que significa para el conjunto de los argentinos y argentinas, queremos que Argentina salga campeón”.

Es decir, para traducirlo al criollo, el fútbol hace olvidar todo.

Por ejemplo, que diez millones seiscientos mil ciudadanos son pobres, y, de ellos, dos millones seiscientos mil se encuentran en la indigencia.

Incluso, muchos de quienes integran esas cifras se dejan llevar por la hipnosis del balón.

¿Se los puede culpar?

No, claramente.

¿Cómo se va a apuntar contra las víctimas que, durante los noventa minutos donde se pone en juego la redonda, pueden sentir que tienen algo con lo cual entusiasmarse?

Ahora bien, que los políticos y razas similares utilicen un deporte para que todo siga “rodando” ya es otra cosa, y sucede desde que el fútbol es fútbol, con su poder de traspasar barreras de todo tipo.

Por eso, si bien cada triunfo de la Argentina en Qatar es vivido con alegría por los habitantes de este país, en lo que hace a los gobernantes –desde el municipio más pequeño hasta donde se ubica el erróneamente llamado sillón de Rivadavia–, los festejos se gritan aún más fuerte.

Eso de estirar un impase, donde las quejas sobre la situación económica y social en este territorio disminuyen, es vivido por una parte importante de la clase dirigente como un triunfo aparte.

Pero, como dijo un dios terrenal, la pelota no se mancha.

Del fútbol venimos y al fútbol vamos… Pese a todo.